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Meredith Grey en Colombia

Suele pasarte en el oficio de guionista: aprendes mucho trabajando en cosas que nunca llegan a la pantalla

El primer caso es un ataque de priapismo de alto flujo.

Una pareja de amantes llega a la sala de urgencias de un hospital en la región costeña de Colombia.

La joven explica en el puesto de triaje que el hombre experimenta una erección ininterrumpida desde hace trece horas. El hombre niega haber tomado sildanefil pero admite haber ingerido un litro de un bebedizo afrodisíaco casero —un “rompecolchón” de farmacopea popular— y que el trastorno es ya muy doloroso. Le administran un poderoso anticoagulante y lo dejan en observación.

La médico de guardia advierte a la chica que en casos muy renuentes hay que embolizar la arteria pudenda interna. La chica, sobrepasada por términos técnicos que no comprende, se santigua fervorosamente y la imagen se congela.

Así comenzaba el primer episodio de “San Judas Piloto”, mi versión para Hispanoamérica de “Grey’s anatomy” (2005-2017), la serie de tema hospitalario distribuida por Walt Disney Studios.

El encargo de adaptar una serie gringa para un público hispanoamericano de señal abierta fue una decisiva experiencia intelectual para mí que volvió de revés muchas de mis ideas sobre las llamadas “élites” de la región donde vivo.

Es viejo este género de las situaciones hospitalarias. La serie “General Hospital”, por ejemplo, cumplió ya 58 años ininterrumpidamente al aire y ha acumulado más de 14000 episodios.

Pero las series de bata blanca dieron un vuelco en los años 90 cuando “ER, Sala de Urgencias” incorporó la casuística clínica a las tramas.

Lo que singularizó a “Grey’s Anatomy» es la frenética actividad amatoria del personal médico, desde los residentes hasta los especialistas. Un comentarista estadounidense de TV definió la serie como una cruza de “ER” con “Sex in the city”.

¿Cómo reaccionaría un auditorio ultraconservador, por no decir “oprimido por el machismo patriarcal”, a la moral y hábitos sexuales de una Meredith Grey colombiana? ¿Se iría la Meredith Grey bogotana a la cama con un perfecto extraño en el primer episodio?

Esta era la preocupación primordial, muy justificada desde su experiencia como libretista superexitoso de telenovelas, de Fernando Gaitán, asesor dramático de la productora local.

Recuerdo mi impresión al leer los guiones de Shonda Rhimes, autora de la serie: son un modelo para quien quiera aprender algo del oficio. En especial, me llamó la atención el tratamiento que Rhimes da a la dramatización de los casos clínicos.

La autora en muchas ocasiones se limita a escribir » insértese un caso de déficit inmunológico que involucre al niño de la camarera salvadoreña. La camarera se lía con el neomunólogo recién llegado. El neumonólogo es también el “toy boy” de la accionista mayor. El niño muere indefectiblemente; el romance no llega a mayores”.

Una docena de coguionistas debían convertir lo anterior en escenas y diálogos.

De modo muy singular llamó mi atención el que, luego de pocos días de trabajo, el equipo de jóvenes escritores colombianos a mi cargo, comenzase a enzarzarse en discusiones sobre políticas públicas de salud y protección social.

El análisis de muchos casos médicos planteados en la serie original forzaba a ponerlos bajo el lente de la vida de las mayorías desposeídas de nuestro continente. Me entusiasmaron sus inquietudes que, rápidamente, hice mías.

¿Cuál podría ser el hospital ideal para un teledrama hospitalario realistamente latinoamericano? Si escogíamos un sofisticado hospital privado corríamos el riesgo de alienar del show a los “estratos” — voz, por cierto, muy colombiana— más bajos de la teleaudiencia.

Por otra parte, situar la vida amorosa de los internos en un lastimoso hospital público latinoamericano, con instalaciones obsoletas y equipo médico defectuoso, con escasez de medicamentos e insumos clínicos, podría resultar tétricamente grotesco.

El llamado “paseo de la muerte”, en el que un paciente es rechazado de la sala de urgencias de varias clínicas y termina falleciendo sin recibir asistencia por no estar afiliado a una «empresa promotora de salud” nos desazonaba a la hora de pensar en el primer episodio.

¿No sería mejor producir un “docudrama” amoroso cuya protagonista fuese una funcionaria itinerante de la Organización Panamericana de la Salud que llega a Colombia y conoce a un subpagado médico público que abnegadamente atiende pacientes bajo la línea de pobreza, en lugar de una glamorosa ficción romántica entre exitosos jóvenes internos que aspiran a integrar una élite de especialistas?

Terminamos figurándonos un centro clínico que, verosímilmente, estuviese a mitad de camino del Seattle Grace de “Grey’s Anatomy” y un derrelicto hospital público llamado “San Judas”.

En nuestra ficción, el “San Judas” iba a ser remozado y dotado de equipo médico con tecnología de punta gracias a un “plan piloto” del Banco Interamericano de Desarrollo y ANDI. Un programa de recuperación de hospitales. De allí el nombre de la serie.

La idea no gustó, la hallaron muy enrevesada; acaso demasiado socialdemócrata en temporada electoral. A partir de allí, perdí pie y las cosas ya no fueron mejor para mí.

Finalmente, la casa productora decidió intervenir el proyecto y opté por apartarme del todo. El asesor acudió al rescate con la sabiduría de un veterano cirujano jefe de servicios.

Al cabo de una radical reestructuración, el caso de priapismo costeño fue suprimido, cesó la preocupación por las finanzas del hospital y la Meredith bogotana no se fue a la cama con un desconocido en el primer episodio, aunque sí salvó muchas vidas.

Al cabo de muchos equívocos y penas de amor, alcanzó a ser muy dichosa al lado de un neurocirujano, también él rebautizado. El culebrón de facultativos acabó siendo uno de los más contundentes éxitos continentales de la televisión local.

Suele pasarte en el oficio de guionista: aprendes mucho trabajando en cosas que nunca llegan a la pantalla.

 

 

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