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México, moralmente derrotado

¿Cómo se produjo un operativo “fallido, deficiente e improvisado” contra un personaje tan poderoso como blanco?

Una patrulla del Ejército mexicano detuvo el pasado jueves en la ciudad de Culiacán, Sinaloa, a Ovidio Guzmán, hijo de Joaquín El Chapo Guzmán, quizá el capo del narco más conocido del mundo. Ovidio, nos dice la información oficial, fue rodeado en una casa particular por un grupo de alrededor de tres docenas de militares y policías que llevaban una orden de aprehensión contra él. Pero las tornas giraron rápidamente y, en apenas unos minutos, los cazadores ya eran la presa.

Culiacán no es una ciudad cualquiera. Es la capital del cartel al que Guzmán, hoy preso y condenado a cadena perpetua en Estados Unidos, y sus hijos, han encabezado históricamente. Y su reacción fue categórica. Decenas de sus hombres, armados hasta los dientes (las imágenes que circulan dejan en claro que cuentan con mejor equipo que el ejército), salieron a las calles y las tomaron. La patrulla fue rodeada por fuerzas muy superiores. Entretanto, se producían balaceras, incendios de automóviles, bloqueos de avenidas y carreteras, ataques a soldados y policías en sus mismísimos cuarteles. El reclusorio local fue sitiado y se produjo la fuga de decenas de presos. Cundieron los reportes de tomas de rehenes. Una locura.

Que una ciudad de más de un millón de habitantes sea puesta de rodillas por el crimen parece cosa de una película de Batman, pero sucede en México con frecuencia (ya Guadalajara, la segunda ciudad del país, ha sufrido narcobloqueos en un par de ocasiones). Pero la escala de lo que sucedió en Culiacán llevó las cosas más allá. Porque el poder institucional perdió el control en todos los niveles y durante horas. Su comunicación fue particularmente desastrosa. Mientras las autoridades callaban, las redes colapsaron con reportes contradictorios y videos de civiles aterrorizados por el fuego y los disparos. Y porque, de algún modo, se filtró la identidad del detenido y esto produjo una avalancha de especulaciones. Ante el despliegue de fuerza del cartel y la evidencia de que se desataría una batalla perdida de antemano si no se capitulaba, el gobierno eligió “el mal menor”. Liberó a Ovidio y se replegó. Para los narcos fue un triunfo incontestable. Para el Gobierno, un tropiezo del que le va a costar recobrarse.

El presidente López Obrador es famoso por su negativa rotunda a la autocrítica. Se rehusó a hablar la noche de los hechos y remitió a la prensa a su rueda “mañanera” para dar respuestas. En ella declaró que validaba la decisión de liberar a Ovidio, defendió su estrategia de seguridad y criticó a los medios. Pocas explicaciones y muchos chistes. Unos minutos después, parte de su gabinete compareció en Culiacán. Allí, el secretario de Seguridad, Alfonso Durazo, reconoció que el intento de detener a Ovidio fue “fallido, deficiente e improvisado”, aceptó que “no se consideró la reacción de los delincuentes” y desestimó su propia versión del día anterior, es decir, que la detención se había dado azarosamente durante un patrullaje “de rutina”.

Este reconocimiento del Gobierno es grave por varios motivos. Primero, porque va directamente contra la idea de que la estrategia de seguridad tan defendida por López Obrador de verdad tenga sentido. O de otro modo, ¿cómo se produjo un operativo “fallido, deficiente e improvisado” con un personaje tan poderoso como blanco? ¿Quién planea y qué control tiene sobre sus elementos si sucede algo así? Segundo, porque fortalece la táctica de los narcos de desatar motines, con secuestros y ataques como moneda de cambio, para combatir y desarticular las operaciones en su contra. Ya se había probado contra otros gobiernos y, desde el jueves, quedó clarísimo que funciona mejor que nunca con este. Tercero, porque es de temerse que el fracaso pueda ser aprovechado, cuando así lo desee, por un buitre de la política como Donald Trump para obtener aún más concesiones de las que ya le ha arrancado a México en temas fronterizos y de seguridad.

En su informe de gobierno, en septiembre pasado, el presidente López Obrador se mofó de sus opositores llamándolos “moralmente derrotados”. Pues en Culiacán, este jueves, su gobierno sufrió una derrota moral de proporciones colosales. ¿Cómo reaccionará a este desafío? ¿Qué replanteamientos hará a su estrategia? Esta noche, sin duda, Ovidio dormirá más tranquilo que la mayoría de los mexicanos.

 

 

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