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México no entiende sus violencias y está lejos de solucionarlas

Una patrulla de policía estatal vigila fuera del bar del Hotel Gala, donde asesinaron a 11 personas en Celaya, en el estado de Guanajuato, México el 24 de mayo de 2022. (Mario Armas/AFP vía Getty Images)

 

Jacobo Dayán es especialista en Derecho Penal Internacional, Justicia Transicional y Derechos Humanos en México.

 

Al iniciar su gobierno en 2006 el presidente mexicano, Felipe Calderón, decidió emprender una “guerra contra el narcotráfico”, es decir, utilizar a las fuerzas militares en tareas de seguridad para combatir frontalmente a las grandes organizaciones dedicadas al narcotráfico.

 

México inició un combate sin diagnóstico claro. No se analizó el nivel de involucramiento de grupos criminales con empresas formales y grupos políticos, el grado de penetración de la cultura delincuencial, la resiliencia de las organizaciones criminales ante la destitución de sus líderes o su capacidad de fuego. Mucho menos se revisó la capacidad de las instituciones. Simplemente se pensó que la fuerza armada terminaría con la violencia.

 

Esto produjo un dramático incremento en algunos indicadores. La tasa de homicidios por 100,000 habitantes pasó de 9.7 en 2007 a 29 en 2020. Según datos de la Comisión Nacional de Búsqueda, de 2000 a 2006 se tenían registradas 904 personas desaparecidas, de 2007 hasta hoy la cifra es de 83,750.

 

México carece de un paraguas narrativo a partir del cual se comprendan las violencias —en plural— las causas y los factores que las detonan. No se analizan los sustratos sociales, económicos y políticos de las violencias, así como las diferentes responsabilidades institucionales que han permitido su proliferación.

 

En México se ha insistido en visiones simplistas como que la violencia —en singular— solo es producto de enfrentamientos entre poderosos grupos criminales. El control político de estas narrativas ha buscado desviar la atención del fondo del problema, mantiene la impunidad e impide una articulación social. Esta visión monolítica de la realidad dificulta la comprensión y la búsqueda de alternativas para dar soluciones.

 

Para salir de este espiral otros países han logrado desarrollar ese paraguas narrativo que permite comprender, social y políticamente, la violencia extrema mediante comisiones de la verdad como en Argentina y Guatemala; acuerdos de paz como el colombiano, informes de comisiones de investigaciones creadas por organismos internacionales como en Siria o bien por una gran decisión política por asumir los fenómenos.

 

En México la política de seguridad ha implicado el despliegue de la fuerza armada con libertad para actuar con miras a “neutralizar” —un eufemismo para referirse a asesinar— a quienes forman parte o son percibidos como integrantes de organizaciones criminales. En el fondo esta guerra tiene una narrativa que presupone que hay vidas superfluas, entre ellas las que se nombraron como “víctimas colaterales”.

 

Entre los objetivos oficiales de la política ha estado, en distinto grado en el tiempo, el descabezamiento de las organizaciones criminales mediante el abatimiento o detención de sus líderes. Esto ha llevado a la multiplicación y fragmentación de organizaciones criminales que ha incrementado y diversificado las violencias.

 

A la crisis de violencia se suma la falta de capacidad y voluntad de las autoridades por garantizar el acceso a la justicia y a la verdad. La fiscalía federal y las estatales se encuentran cooptadas o amenazadas por intereses criminales-políticos-económicos. Se encuentran abandonadas y sin voluntad política por cambiar. En la realidad mexicana la verdad y la justicia son concebidas en clave política.

 

La explicación que se suele dar a la violencia armada es el enfrentamiento entre grupos criminales para controlar territorios para el trasiego o venta de la droga. A fuerza de repetición, la sociedad ha tomado esto como un hecho. La narrativa oficial y la mayoría de los medios se centra en casos y no en fenómenos, en eventos y no en problemas estructurales. No es de extrañar que la indignación social solo se detone cada tanto y con casos emblemáticos. Una vez que se despresuriza el caso, se diluye la atención.

 

La narrativa simplista impide la empatía e incluso refuerza la idea de requerir de la fuerza militar para contener la violencia. A mayor violencia, mayor es el reclamo social por mano dura que valida la política de otorgar funciones de seguridad a las Fuerzas Armadas, lo que a su vez genera mayor debilidad en la posibilidad de optar por la vía civil de seguridad. La exposición social a escenas de terror ha favorecido esta estrategia. El paradigma ha sido cuánta fuerza se requiere para acabar con la violencia y no cuánto Estado y cuánta justicia.

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