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México regresa a la era autoritaria del PRI

Catalina Pérez Correa es profesora-investigadora del Centro de Investigación y Docencia Económicas.

 

Andrés Manuel López Obrador (AMLO) llegó al poder con la promesa de transformar un país marcado por la ilegalidad y el abuso de poder en otro más justo y democrático. En julio de 2018 se convirtió en el presidente más votado de la historia de México con el apoyo de personas hartas de la violencia y la corrupción de los anteriores sexenios.

 

Cuando ya ha superado la mitad de su mandato, no solo no hay avances claros en los temas prometidos, sino que ha optado por regresar a algunas de las peores prácticas de los gobiernos autoritarios que precedieron a la transición democrática del año 2000. Como en la era autoritaria del Partido Revolucionario Institucional (PRI), la administración de López Obrador ha procurado la centralización del poder, el debilitamiento de los contrapesos constitucionales y ha menoscabado el pluralismo. Además, más que en ninguna otra época reciente, los militares se despliegan masivamente por el país.

 

El presidente ha mostrado su inclinación a gobernar sin controles ni transparencia, como con un acuerdo presidencial emitido en 2021 donde ordenaba a las dependencias del gobierno federal otorgar los permisos necesarios para iniciar proyectos como el Tren Maya o el Aeropuerto Internacional Felipe Ángeles (AIFA) aun sin haber cumplido con los requisitos marcados por la ley. Al mismo tiempo ha atacado constantemente a instituciones que tienen como función primordial la fiscalización del gobierno y los funcionarios en turno.

 

López Obrador ha denostado a órganos autónomos, como el Instituto Nacional Electoral o el Instituto Nacional de Transparencia, fundamentales para el avance de la democracia, e incluso ha afirmado que deben desaparecer.

 

También es frecuente que durante sus conferencias mañaneras arremeta contra organizaciones de la sociedad civil, como cuando acusó a la organización internacional de derechos humanos Artículo 19 de estar formada por opositores a su gobierno. En el país más letal del mundo para la prensa ha calificado a varios medios de comunicación como “tendenciosos” o “defensores de grupos corruptos” y ha llegado a exhibir los supuestos datos fiscales —información que no es pública y está protegida por ley— de un periodista que había hecho público un posible acto de corrupción de uno de los hijos del presidente.

 

En su discurso ha menoscabado la libertad de expresión, la libertad académica y ha querido deslegitimar movimientos críticos como el feminismo. En sus intervenciones parece haber solo dos clases de personas y organizaciones: las que están a favor de su proyecto de gobierno y las que están en contra. Cualquier voz crítica, según AMLO, no obedece al ejercicio de contrapesos y vigilancia del poder de cualquier democracia, sino al interés de grupos conservadores que buscan perjudicarlo a él y por extensión a México.

 

Pero los ataques de López Obrador a lo que supone un obstáculo para realizar su proyecto político no se han quedado en palabras. Ha pasado al control o debilitamiento por vía de mecanismos legales.

 

En 2020, envió al Congreso una reforma al impuesto sobre la renta que exige que organizaciones no gubernamentales comprueben sus gastos con un comprobante fiscal digital. En un país como México, para muchas organizaciones que trabajan en zonas altamente marginadas es imposible obtenerlos. En 2021, se estableció un límite a los donativos que realizan personas físicas a organizaciones de la sociedad civil. Estas medidas ponen en riesgo la subsistencia de muchas organizaciones por falta de recursos.

 

Como en el régimen autoritario del PRI, el enorme poder del Estado se usa para intimidar a la ciudadanía. Desde agosto 2021, la Fiscalía General de la República (FGR) ha tratado de llevar a prisión a 31 académicos y exfuncionarios del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología por presuntos actos de corrupción. La FGR acusa a los investigadores de delincuencia organizada, lo que significa que llevarían su proceso en cárceles de máxima seguridad.

 

Entre estas prácticas que recuerdan al pasado, quizá el elemento que más distingue al gobierno de López Obrador es la militarización del país. Si bien antes de su gobierno el Ejército ya participaba en tareas de seguridad pública, combate a la delincuencia organizada o mejoramiento del medio ambiente, la cifra de integrantes de las Fuerzas Armadas desplegados ha crecido 45% durante este gobierno. También han aumentado sus atribuciones y presupuesto.

 

Actualmente hay más de 188,000 militares en México realizando tareas de seguridad pública. El Ejército y la Marina realizan detenciones, incautan bienes, preservan el lugar de hechos delictivos e inspeccionan la entrada y salida de personas. Además, policías militares controlan la seguridad de carreteras y aeropuertos en 12 de los 32 estados del país. Las Fuerzas Armadas tienen el control del comercio marítimo y de las comunicaciones y transportación por agua; influyen en la toma de decisiones sobre ciencia y tecnología; dirigen la aviación civil; están a cargo de distribuir y resguardar las vacunas contra COVID 19; y transportan equipo e insumos médicos para hospitales.

 

Bajo su gobierno, el Ejército se ha independizado económicamente, se ha fortalecido como actor político y controla áreas estratégicas más allá de la seguridad. Sin sustento legal y sin licitaciones públicas, López Obrador dispuso que las fuerzas armadas construyeran diversas obras públicas: el Parque Ecológico del Lago de Texcoco, el AIFA o algunos tramos del Tren Maya, un megaproyecto que también administrarán, así como al menos otros tres aeropuertos.

 

La promesa de un nuevo futuro con la que López Obrador llegó al poder se ha desvanecido, en su lugar queda el regreso a un pasado de la historia mexicana marcada por el uso arbitrario y discrecional del poder. La ansiada transformación democrática se concentra hoy en un presidente que no rinde cuentas o da razones a nadie.

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