México y España. La seriedad de un conflicto casi esperpéntico
Las relaciones entre España y México son complejas. Desde México, es un asunto más de política interior que de política exterior y con una gran capacidad de polarización.

Las relaciones entre México y España han sido las más complejas y conflictivas de las mantenidas entre cualquiera de los nuevos Estados nacidos de la disgregación imperial hispánica. No es una apreciación subjetiva, solo una constatación, aunque México fue la primera de las repúblicas hispanoamericanas con la que España estableció relaciones diplomáticas después de proclamadas las independencias, Tratado definitivo de paz y amistad entre la República Mexicana y S.M.C. la Reina Gobernadora de España de 1836, ha sido también con la que más tiempo y más veces han estado suspendidas, con la hispanofobia y la hispanofilia formando parte importante de su debate público hasta prácticamente nuestros días.
Conflictividad que conoció un nuevo momento de tensión, en una historia plagada como se acaba de decir de encuentros y desencuentros, bajo el gobierno del anterior presidente de la República, Andrés Manuel López Obrador, cuyas continuas referencias al negativo papel de España, lo español y los españoles en la vida del país parecen sacadas del más rancio repertorio de la hispanofobia liberal decimonónica. Solo le faltó desempolvar el tradicional grito de mueran los gachupines como arma de movilización política. España fue uno de los países al que más veces se refirió en las mañaneras, con afirmaciones como la de que en las relaciones bilaterales entre ambos países México siempre había salido perdiendo o la de que los españoles seguían viendo México como tierra de conquista.
Tuvo su culminación, no tanto en la demanda de que el rey de España pidiera perdón por los crímenes de la Conquista, sino en su afirmación de que era necesario poner en pausa las relaciones entre ambos países, que de haberse materializado en medidas concretas habría significado la introducción de una nueva figura jurídica en el campo de las relaciones internacionales, la de “relaciones diplomáticas en pausa”. Suponemos, nunca lo explicó, que una especie de estado intermedio entre relaciones plenas y ruptura de relaciones.
El enfriamiento de relaciones, sin embargo, no fue solo retórico y su sucesora y heredera política, Claudia Sheinbaum, continuó con la no invitación al jefe del Estado español a su toma de posesión. Este sí un desplante diplomático en toda regla, del que el gobierno de España decidió, no sabemos si por estrategia política o como reflejo de la carencia de una política exterior digna de tal nombre, no darse por enterado. No parece necesario recordar que en los sistemas parlamentarios, republicanos o monárquicos, la representación del Estado recae en el jefe del Estado, rey o presidente de la república, no en el jefe del gobierno, primer ministro o presidente del gobierno. El desplante de la jefa del Estado mexicano, una de cuyas frases más repetidas sobre política exterior es que “a México se le respeta”, no fue a Felipe de Borbón sino a España, que parece no merece el mismo respeto que exige, con toda razón, para su país.
Comedia de enredos que ha conocido su último episodio, por ahora, en la “casi” petición de disculpas del ministro de Asuntos Exteriores, Unión Europea y Cooperación español, José Manuel Albares, suponemos que avalada por el resto del gobierno, y la “más que casi” displicente respuesta de la presidenta de México, Claudia Sheinbaum.
Una “casi” petición de disculpas, en el caso del primero, porque en ningún momento de su intervención habla de pedir perdón sino de reconocer que en la historia compartida entre ambos países “Ha habido dolor e injusticia hacia los pueblos originarios. Hubo injusticia, justo es reconocerlo y lamentarlo”. Afirmación que, al margen de que no parece le vaya a asegurar al ministro español un lugar destacado en el campo de la filosofía de la historia, sorprende por su inanidad. ¿Hubo dolor e injustica en la conocida como Conquista de México? No creo que haya nadie con un mínimo conocimiento de la historia que se atreva a negarlo. Como en muchos otros hechos, gloriosos y no gloriosos, de la historia de la humanidad, sin salirnos de la historia de México, hubo dolor e injusticia en la Guerra de Independencia, esta también una historia compartida, y en las de Reforma, y en la Revolución… No solo con los pueblos originarios sino también con los no originarios, suponiendo que la distinción entre unos y otros tenga algún sentido más allá de la vacua satisfacción de lo políticamente correcto.
Y una “más que casi” displicente respuesta, en el caso de la segunda, porque “Enhorabuena por este primer paso, canciller español” suena a algo así como sigan por este camino y cuando maduren y vean que estaban equivocados hablamos. Un lenguaje bastante alejado del habitual en el mundo de las relaciones internacionales. Es cierto que menos displicente que el empleado meses atrás cuando se le preguntó sobre la concesión del Premio Princesa de Asturias al Museo Nacional de Antropología e Historia, y su contestación fue algo así, como está bien, pero que pidan perdón. Nada demasiado diferente a la indiferencia con la que el anterior presidente, López Obrador, acogió la concesión del mismo premio Princesa de Asturias, en 2022, al conocido arqueólogo Matos Moctezuma, al que ni siquiera, al menos públicamente, felicitó.
El problema, en todo caso, va más allá de un asunto de buenos o malos modos diplomáticos y de la buena o mala calidad de las élites políticas de uno y otro país. Incluye componentes político-ideológicos sobre los que merece reflexionar. Aquí me voy a ocupar solo de dos: uno de carácter teórico, de filosofía de la historia podríamos decir; y otro práctico, sobre la complejidad de las relaciones México-España y la forma en que podrían ser afrontadas por los gobernantes de uno y otro país.
El teórico tiene que ver con el reconocimiento de las víctimas y de la compensación a la que ellas y sus herederos, supuestos o reales, tendrían derecho. Un problema al que las teorías decoloniales han puesto en el primer plano de la agenda política y que en México ha encontrado el terreno fértil de un relato de nación en el que el Estado-nación mexicano se imagina heredero y continuador del destruido por los conquistadores y en el que, como consecuencia, los mexicanos actuales son las víctimas y los españoles los verdugos. Una especie de decolonialidad avant la lettre, que se remonta al momento de la independencia, cuando las elites criollas, herederas culturales y biológicas de los conquistadores decidieron reivindicar la condición de descendientes de los conquistados. Es este imaginario de víctimas sobrevenidas la que está detrás de esta petición de disculpas.
El problema es que las disculpas solo puede pedirlas quien tiene capacidad moral para hacerlo, también para aceptarlas. Ni el actual Estado nación español ni los españoles contemporáneos tienen autoridad para hablar en nombre de un Estado, la Monarquía católica, y de unos súbditos del Rey católico, los conquistadores, de los que son tan herederos, o tan poco, como el actual Estado nación mexicano y los mexicanos actuales. Entre otros motivos, porque sin la Conquista ni México ni los mexicanos, tal como hoy los conocemos, existirían. La imposibilidad ontológica de que alguien exija pedir perdón por unos hechos sin los que él no existiría.
El práctico, subyacente en la mayoría de los argumentos de los defensores de la voluntad contemporizadora del actual gobierno español, tiene que ver con las supuestas ventajas de una eventual reconciliación, desde las económicas a las geopolíticas. Argumentos razonables desde el punto de vista de la realpolitik, los Estados no tienen amigos, solo intereses, pero tienden a olvidar que en el conflicto hispano-mexicano España no es más que el convidado de piedra. No importa lo que diga y/o haga porque el problema no es con España sino con el pasado español de México, más exactamente con la forma en que ese pasado se incluye, o no, en el relato mexicano de nación. Un relato de marcado carácter hispanófobo, con España, lo español y los españoles condenados al papel de enemigos de México, y claramente sesgado desde el punto de vista ideológico, izquierdas hispanófobas frente a derechas hispanófilas. Las relaciones van a ser siempre tensas con los gobiernos de izquierdas, celestinajes de Zapatero al margen, y más fluidas con los de derechas.
No se trata tanto de un conflicto de política exterior como de política interior y, como todos los que tienen que ver con la identidad, con una gran capacidad de polarización, que tiende, como consecuencia, a agudizarse en momentos de radicalización política y atenuarse en los de consenso: no ha habido en los dos siglos de existencia del Estado nación mexicano momentos de cuestionamiento del orden político que no hayan ido acompañados de un aumento de la conflictividad en las relaciones con España. Una eventual petición de perdón, como consecuencia, al margen de que debería ser fruto de un acuerdo de Estado, no de una decisión de gobierno, y de las dudas sobre la legitimidad de quien la hace y de quien lo concede, no solucionaría un conflicto que es sobre todo interno mexicano.
