Michael Penfold: El país que espera la lluvia
Un alto funcionario, considerado el gran zar del sector eléctrico, envió hace unos días por las redes sociales unas fotos suyas sentado sobre la ribera del Río Caroní mirando el bajo nivel del agua que abate a la represa del Guri.
Las fotos hacían ver que no quedaba otra alternativa frente a la magnitud de la crisis eléctrica que esperar sobre una piedra el efecto milagroso de las lluvias.
La única posibilidad para que el país no se apague, pareciera que es rezar frente al embalse, para ver si las nubes deciden precipitar el preciado liquido que permita restablecer la cota funcional de la represa y no tener que terminar de cancelar las pocas turbinas de la central hidroeléctrica que quedan funcionando.
El retrato fotográfico que envió el alto funcionario es, por decir lo menos, curioso. Sobre todo porque daba una idea muy clara de cómo el gobierno (pero también el resto del país) se ha terminado postrando frente al colapso institucional, social y económico que actualmente enfrentamos: no hay nada que hacer sino esperar un evento que escapa del designio humano.
Estamos en manos de la fortuna y no de la razón. Estamos en manos de los dioses.
Y existen otros ejemplos que ilustran con el mismo dramatismo la postración dentro de la esfera oficialista.
La caída del precio del barril de petróleo ha sido tan importante que no sólo ha pulverizado el ingreso real de los venezolanos sino que también ha desnudado la precariedad de un modelo económico perverso. El gobierno reconoce a regañadientes que el rápido declive de los precios implica enfrentar grandes desequilibrios macroeconómicos, acrecentados por una política económica equivocada, pero prefiere actuar tímidamente antes que imprimir el sentido de urgencia que implica modificar la política fiscal y cambiaria y remover definitivamente las barreras y controles draconianos que enfrenta la inversión privada.
Frente a los dilemas económicos que genera esta nueva realidad petrolera, la decisión es insistir con medidas parciales (que no terminan de implementarse) sin convicción alguna sobre el objetivo de política que se está persiguiendo. En el fondo, el gobierno prefiere aguardar por otro milagro: que los precios petroleros vuelvan a subir para continuar con un modelo fracasado.
Y esta paradoja no sólo caracteriza al gobierno, sino que también domina el mundo opositor.
La oposición obtuvo la mayoría calificada en las elecciones legislativas del 6-D. El resultado fue electoralmente sorprendente: 112 diputados se convertían en una amenaza creíble frente al chavismo que permitían renovar los poderes públicos, reformar la Constitución e, incluso, convocar una Asamblea Nacional Constituyente. Frente a semejante poder, el gobierno no tenia otra opción que buscar una salida negociada para sortear la crisis. Sin embargo, el chavismo optó por profundizar su férreo control sobre el poder judicial.
La sorpresiva salida de los diputados amazónicos, juramentados atropelladamente en un acto diferente al resto de la Asamblea Nacional, obviamente inducido por una decisión extemporánea e inconstitucional del Tribunal Supremo de Justicia, le permitió al chavismo eliminar semejante amenaza. Así la oposición prefirió legitimar sus 109 curules y esperar a ver más adelante qué pasaría con los diputados amazónicos suspendidos. Se perdía así la mayoría calificada.
Quizás un milagro posterior, un evento político, le permitiría al país restablecer la representación política que legítimamente debe tener un estado federal del país. A fin de cuentas, era mucho mejor dejar el tema en manos de otros y apostar a que un súbito golpe de timón modificara semejante arbitrariedad. Hoy nadie recuerda a aquellos diputados.
El Presidente de la Asamblea Nacional prometió que en seis meses lograría expulsar de la Presidencia de la República a Nicolás Maduro. Tan sólo mencionó en su discurso inaugural que el mecanismo sería democrático, pacífico, constitucional y electoral. En pocos meses, los partidos de la coalición opositora acordaron que el vehículo para alcanzar este objetivo sería simultáneo y que no privilegiarían ninguna de las distintas posibles salidas constitucionales. En un acto surreal, el liderazgo opositor prefirió que el tiempo fuera decantando la viabilidad jurídica y política de cada mecanismo, independientemente de su vulnerabilidades, dejando nuevamente en manos de la fortuna la materialización del objetivo que se habían planteado.
Algo parecido pasa en el mundo social. Las colas frente a los comercios han terminado por consumir por completo el tiempo productivo de los venezolanos. El país se desmoraliza frente al dramatismo de la escasez de alimentos y medicamentos. Los linchamientos proliferan debido a la sed de venganza social que produce la inseguridad y la impunidad. Los saqueos a camiones, aunque aislados, son cada vez más frecuentes y violentos.
Todos en la calle se preguntan cuándo va a ocurrir el estallido, por qué se aguanta tanto…
La gente susurra que algo semejante sería lo único que abruptamente podría cambiar el destino del país, pero nadie sabe si puede o no puede ocurrir. El país espera una conmoción, algo apocalíptico, que induzca un cambio de rumbo de la nación. De modo que, en su afán por ver el final de estos tiempos, algunos se entregan a la incertidumbre y aguardan que se incendie la calle. Algo que evidentemente nadie controla y que tampoco garantiza un cambio en la dirección correcta.
En su sabiduría milenaria, el I Ching le dedica uno de sus hexagramas más memorables a esta situación: “hay nubes oscuras pero no llueve”. Y ese hexagrama describe un ambiente donde existen condiciones objetivas para que se desencadene definitivamente un evento que precipite el cambio, pero lamentablemente no ocurre ningún desenlace: resume sentimientos de grandes frustraciones e insatisfacción.
En una de sus mejores crónicas, escrita en Caracas a finales de los años cincuenta, Gabriel García Márquez narra el estado anímico de una ciudad sometida a la sequía más abyecta, en la que los hombres se afeitan con jugo de durazno. La espera es el infierno. Sus ciudadanos rezan y se entregan a la esperanza divina pero, después de semejante calentura, finalmente se inicia el diluvio:
“Sintió, en todos los pisos del edificio, un tropel humano que se precipitaba hacia la calle. Una ráfaga cargada de agua tibia y pura, penetró por su ventana. Necesitó varios segundos para darse cuenta de lo que pasaba: llovía a chorros”
En Venezuela, algunos dirán que nuestro destino como Nación sigue sometida al “como vaya viniendo vamos viendo”. Pero la situación actual es mucho más crítica. La filosofia vernacular de Eudomar Santos, creada por la inteligencia televisiva de Íbsen Martínez, es mucho más funcional que los comportamientos políticos que estamos observando. Su “como vaya viniendo vamos viendo” implica una reacción mínima y asertiva frente a un entorno cambiante e implica alguna respuesta individual, aunque improvisada, en la que subyace cierta inventiva criolla.
Ahora no. El país está entregado a la parálisis. Sin planes. Estamos como el gobierno en Guri: contemplando la sequía. Y así también está la oposicion: esperando que el futuro incierto lo favorezca.
Mientras tanto, el país se apaga.