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Miedo y réplicas en el epicentro de Gaziantep

ABC llega a una de las ciudades más próximas al foco del terremoto de Turquía, donde ya se cuentan más de 7.200 muertos. Familias enteras vagan como fantasmas en busca de agua y comida y con miedo a cobijarse bajo techo por las continúas sacudidas

En las catástrofes naturales, todo el mundo huye salvo los equipos de emergencia, los voluntarios y los periodistas, quienes siempre intentamos llegar los primeros avanzando en contra del sentido, nunca mejor dicho común, de la estampida. Pero en el terremoto de Turquía está ocurriendo todo lo contrario porque, además de los más de 8.000 muertos y los miles de edificios destruidos que ha dejado, ha desatado otra sacudida igual de fuerte: la de la solidaridad. Son tantos los voluntarios que quieren llegar hasta la zona afectada, al sudeste del país en la frontera con Siria, que el aeropuerto de Estambul estaba abarrotado en la madrugada del martes, apenas un día después del devastador seísmo.

Sin asientos para todos en los vuelos disponibles, al menos durante las primeras horas, incluso llegó a estallar la tensión en varias ocasiones entre los voluntarios y el personal de las aerolíneas. «¡Vamos a buscar, vamos a buscar…! A escuchar voces de la gente (bajo los escombros) y sacarlos», explicaba apresuradamente Çaglar, uno de los 53 voluntarios que se disponía a embarcar rumbo a Malatya, una de las ciudades más castigadas junto a Adana y Gaziantep.

A solo treinta kilómetros del epicentro, es una odisea llegar hasta Gaziantep, que es una de las zonas donde trabajarán los equipos españoles que se han desplazado hasta Turquía. Entre ellos, la Unidad Militar de Emergencias (UME). Los bomberos de Málaga y Granada buscarán con sus perros supervivientes y víctimas bajo los escombros en Iskenderun. Con ellos, coincidió este enviado especial en el vuelo desde España. Entre los aplausos de los pasajeros, nada más llegar a Estambul salieron a toda prisa del avión rumbo a Adana, pero la agencia gubernamental turca encargada de la gestión de catástrofes, ADAF, les asignó otro destino a los equipos españoles.

Tras un viaje de un día, tres escalas aéreas y tres horas y media en coche, llegamos finalmente a Gaziantep. Con la inmensa mayoría de los comercios cerrados, esta ciudad de dos millones de habitantes está prácticamente paralizada y muestra sus destrozos a flor de piel. Los muros de su bello castillo, que tiene casi 2.000 años y domina la ciudad desde una colina justo en el centro, se desintegraron con el temblor, de magnitud 7,6, y sus sillares cayeron rodando como bolos ladera abajo.

Así se desplomaron también las fachadas de algunos edificios del centro, sepultando con su montaña de escombros coches que han quedado reducidos a un amasijo de hierros. Aunque la mayor parte de la ciudad tiene electricidad y agua e internet sigue funcionando, pero a velocidad más lenta, algunas calles del centro están totalmente a oscuras y sus vecinos se calientan con hogueras entre las sombras. Unos perdieron sus casas con los derrumbes. Otros prefieren no volver a sus domicilios por miedo a las réplicas, de las que ya ha habido un centenar.

Precisamente, una réplica bastante fuerte nos da la bienvenida poco después de llegar a Gaziantep. Además de sacudir el suelo como si lo moviera un gigante, agita tenebrosamente las persianas metálicas de los comercios cerrados y se desata el pánico en la oscura callejuela. De inmediato, todo el mundo empieza a correr para alejarse de los edificios, por miedo a que se caigan. Mientras algunos optan por dormir en sus vehículos, otros han montado tiendas de campaña y chamizos en descampados pedregosos y embarrados.

Como fantasmas

Como fantasmas, por toda la ciudad deambulan familias enteras acarreando sacos con comida o botellas de agua. Envueltas en el chador, las mujeres tiran de los niños sin saber bien adónde ir mientras los hombres hacen cola ante los cajeros automáticos y los pocos restaurantes y tiendas que ya han vuelto a abrir.

A pesar del frío, que cae varios grados bajo cero, muchos no se atreven a cobijarse bajo techo. Incluso en los hoteles que siguen abiertos, donde se han refugiado familias de damnificados, prefieren permanecer juntos en el vestíbulo y los pasillos de las plantas más bajas en lugar de ocupar una habitación en un piso superior. Reafirmando sus temores, pequeñas sacudidas cimbran los edificios y les recuerdan que la pesadilla no ha terminado aún.

A las puertas del hotel Park Dedeman, una mujer con un ataque de ansiedad llora desconsolada mientras, en su interior, los niños juegan como si estuvieran viviendo una aventura. «No tenemos agua caliente pero, si quiere ducharse, podemos hervirla y subírsela en cubos», ofrece la directora una amplia y cómoda habitación que cuesta 1.500 liras la noche (75 euros). A solo una manzana, los empleados del Hilton reparten sopas de caridad y un poco de pan para calentar la noche a la intemperie.

Aunque haga mucho frío, al menos en Gaziantep no está nevando como en otras ciudades golpeadas por el terremoto. Desde Diyarbakir, a más de 300 kilómetros, la mitad del camino ha estado azotado por una fuerte ventisca que borraba la carretera con un manto blanco. Atravesando kilómetros y kilómetros de una estepa nevada, la autopista dejaba atrás pueblos humildes de casas desvencijadas donde no parecía haber vida alguna.

Como esqueletos, unos pocos árboles se erguían sobre el terruño revelando sus ramas congeladas. Desafiando al tiempo, tanto al malo como a su paso, por la carretera todavía abundan los cuadrados Renault 12, 9 y 19 de los setenta, ochenta y noventa. Solo a mitad de trayecto, a la altura de Sanliurfa, salió el sol y, con él, el paisaje se volvió más verde y cobró más vida. Pero fue solo una ilusión pasajera hasta llegar al miedo y las réplicas de Gaziantep.

 

 

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