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Miguel H. Otero: Retrato del régimen desfalleciente

Quien haya tenido ocasión de ver las imágenes que Maduro puso en circulación el jueves 2 de mayo, donde aparece rodeado de militares, lo ha constatado por sí mismo: es el rostro de un hombre demudado, agobiado, roto por el miedo. La actitud de un sujeto a punto de doblar sus piernas y derrumbarse.

Es el rostro de un derrotado, de un hombre empujado, devuelto a lo público a pesar de sí mismo, y que, en las últimas semanas, ha pasado los días y las horas soñando con huir, con estar en otra parte, con iniciar, de una vez por todas, su inevitable exilio. Es el mismo hombre que, cuando finalmente apareció el 30 de abril, más de once horas después de la irrupción de Guaidó en la madrugada, en las inmediaciones de La Carlota, lo hizo a través de un tuit que comienza con una frase de tres palabras: «¡Nervios de acero!». Así, entre signos de exclamación. Frase delatora, que hace patente los nervios quebrados, la dificultad para pensar, el terror a cuanto le rodea.

Nicolás Maduro

@NicolasMaduro

¡Nervios de Acero! He conversado con los Comandantes de todas las REDI y ZODI del País, quienes me han manifestado su total lealtad al Pueblo, a la Constitución y a la Patria. Llamo a la máxima movilización popular para asegurar la victoria de la Paz. ¡Venceremos!

Pero vuelvo a las imágenes del 2 de mayo, al Patio de Honor de la Academia Militar: no es más que una precaria escenificación. Una opereta mal montada en la que participaron centenares de hombres, en uniforme y desarmados, dispuestos de modo tal para que parezcan numerosos y cohesionados. Vean las fotos: nadie sonríe. Hay algo sombrío, apesadumbrado, final en todas las imágenes. Maduro aparece doblemente hinchado: por su peso y por el efecto de los chalecos antibala. En el lugar donde, en teoría, debía sentirse más protegido, aparece rodeado por el funcionariado de Casa Militar. Porque, en lo esencial, Maduro no sabe cuántos de esos uniformados son conspiradores, cuántos lo odian, cuántos lo desprecian, cuántos piensan que el régimen debería acabarse. Maduro no sabe, ni siquiera, si alguno de ellos estaría dispuesto a dar su vida por él.

Todo lo que está implícito en estas imágenes no es nuevo. Desde comienzos del 2018, de forma cada vez más acentuada, vienen ocurriendo, de forma simultánea, cuatro fenómenos que debemos reconocer y articular entre sí. El primero de ellos: la desmovilización de los partidarios del régimen. Los llamados no encuentran respuesta. Maduro y sus secuaces hablan de un pueblo chavista que no existe. Convocan a marchas y concentraciones que no reciben apoyo. Ha pasado, en varias ocasiones, frente al Palacio de Miraflores, pero también en otras ciudades de Venezuela: las tarimas deben ser desmontadas por falta de público. Ya no hay listas, ni pagos, ni refrigerios ni promesas que funcionen. Está claro: lo que queda de lo que fue una militancia está desapareciendo, llamado tras llamado.

Lo segundo: las desafecciones no paran. Son miles las personas vinculadas al régimen que renuncian, huyen, se exilan, se declaran enfermos o simplemente desaparecen. Ocurre en todas las instancias. En ministerios y oficinas públicas. Y, lo que más perturba el insomnio de Maduro, pasa también en los cuarteles. La contabilidad de los uniformados que se esfuman o cruzan las fronteras, no para. Basta con verificar el modo en que la palabra traición es usada por los últimos voceros del régimen, para certificar que la debilidad se hace más profunda.

Asociado a los dos procesos anteriores, el tercero y más evidente: la desaparición de Maduro del espacio público. Maduro ni se asoma a las calles. No se reúne con comunidades. No sale de su búnker. Está cada vez más aislado, rodeado de medidas de seguridad. En otras palabras: es un hombre dependiente. Ha perdido el pálpito, el contacto con la realidad. Para saber qué está ocurriendo debe preguntar, leer informes, confiar en lo que le dicen su grupo de confianza, cada vez más reducido.

Maduro no tiene nada que decir a las familias venezolanas aquejadas por el hambre, la enfermedad, la escasez y la hiperinflación

Desde hace algunos meses -este es mi cuarto punto-, además, la crisis del discurso gubernamental es cada vez más abismal: Maduro no tiene nada que decir a las familias venezolanas aquejadas por el hambre, la enfermedad, la escasez y la hiperinflación. Maduro encabeza un poder que solo reprime y mata. Un poder sin políticas públicas. Un poder encerrado, disociado, exclusivamente concentrado en perpetuarse mientras Venezuela se convierte en tierra arrasada.

Hasta donde me alcanza la memoria, en lo que va del 2019, Maduro ha protagonizado cuatro o cinco operetas con el mismo guion: aparece rodeado de militares. Es su único y excluyente mensaje: comunicar que cuenta con el poder de las armas. Atrás han quedado los tiempos en que simulaba contar con respaldo popular. Muy atrás los días en que se permitía desafiar el rechazo ciudadano, apareciendo en alguna comunidad de la que, a menudo, debía huir expulsado por el ruido de las cacerolas y los abucheos de las víctimas de su poder.

Insisto en el drama que esconden las imágenes de Maduro en el Patio de Honor de la Academia Militar: las escenifica para mostrarse como un hombre poderoso e invencible, aunque sabe, secretamente sabe y su rostro no lo oculta, que, entre esos hombres allí uniformados, están los que, cumpliendo un mandato establecido en la Constitución vigente de Venezuela, atenderán el llamado de Juan Guaidó para poner fin a la usurpación.

 

 

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