Milei, el más astuto de los locos
Después de certificar, muy serio, que todo ese pelo es suyo (mucha gente piensa que es una peluca), asegura que no se peina. Que sale de la ducha, se viste, se mete en el coche, baja las ventanillas y ya está, que le quede el pelo como le quede. La realidad es muy diferente, desde luego. El argentino Javier Milei, que tiene serias posibilidades de alcanzar la presidencia del país después de ganar las elecciones primarias (que allí se llaman PASO), cuida muchas cosas, pero ninguna tanto como su imagen. Chupa de cuero mejor que corbata. Mirada intensa a la cámara, bajando la barbilla para ocultar la papada. Y su cara, sus pelos de loco, sus llamativas patillas están claramente inspiradas en la imagen de Lobezno, el personaje de los X-Men que ha interpretado el actor Hugh Jackman. Un chico malo que en el fondo es bueno. Claro que ya quisiera este Milei tener el cuerpo, la cara y las dotes interpretativas de Jackman.
Es el último ejemplar de un fenómeno que Donald Trump llevó a su máxima expresión, seguido a corta distancia por el brasileño Bolsonaro y, ya mucho más abajo, en una versión castiza y de todo a cien, nuestro fachendoso Abascal. El fenómeno del deleite seductor, casi erótico, que produce la desvergüenza para mucha gente ignorante, enfadada, aburrida o harta. La fascinación cautivadora que produce la exhibición pública y desacomplejada de la falta de educación, de empatía o de principios. La conciencia de que comportarte como un patán, como un matón o como un hooligan en la tele te da votos, porque nadie más (afortunadamente) lo hace. La célebre frase de Trump: “Podría disparar a la gente en la Quinta Avenida y no perdería votos”. La certeza de que mucha gente escucha no a quien habla mejor, sino a quien más grita (la impresionante serie The loudest voice sobre Roger Ailes, el creador del neofascismo en la televisión de hoy). Ese fenómeno que en su primera versión, hace ahora mismo un siglo, llevó al poder a Hitler y a Mussolini en dos contextos democráticos que fueron destruidos inmediatamente después del triunfo de cada uno de ellos.
Es un actor, un buen actor. Y a mucha gente que está harta ya de todo le cae bien este payaso que imita a Lobezno, diga lo que diga
Se equivocará quien piense que Javier Milei es un bobo. No lo es. Todo lo contrario, es más listo que el hambre. Fue un niño maltratado y abandonado. Estudió economía a base de voluntad, aunque hay que concluir, oyendo las cosas que dice, que no aprendió mucho en clase. Es un fenómeno televisivo, exactamente igual que Trump. Sabe perfectamente cómo hay que mirar a la cámara con sus penetrantes y lobunos ojos azules. Es capaz de aparentar que es un joven moderadamente traviesito pero bien educado cuando va a programas “elegantes” de mucha audiencia, como los almuerzos de la anciana diva Mirtha Legrand. Pero luego se comporta como un histérico cuando actúa (porque eso es lo que hace: actuar) en público, ante sus seguidores; camina por el escenario a zancadas, poniendo cara de pandillero con su chupa de cuero negro y agitando los brazos como si tuviese un ataque de epilepsia. Sabe impostar la voz, que es levemente atenorada, y es capaz de convertirla en un espectacular rugido gutural cuando dice atrocidades, cosa frecuente. Es un actor, un buen actor. Y a mucha gente que está harta ya de todo le cae bien este payaso que imita a Lobezno, diga lo que diga.
En fin, un planteamiento radicalmente antisistema pero desde posiciones de la derecha más extrema. Es como si a Buxadé le diese por decir que es anarquista
¿Y qué es lo que dice, vamos a ver? Pues una cosa es la superficie de su discurso y otra lo que hay debajo. Esto segundo es un galimatías incomprensible en el que se mezclan el patrioterismo más futbolero, los vivas a la libertad “¡carajo!”, como repite siempre; una concepción enloquecidamente ultraliberal de la economía que deja al Fondo Monetario Internacional a la altura de una congregación de monjas clarisas; ataques furibundos al aborto y a la educación sexual en las escuelas, defensa de la venta de órganos humanos y aun de niños (aunque esto quizá más adelante), destrucción de las estructuras del Estado, abolición de la actual moneda (quiere cambiar el peso por el dólar), desprecio absoluto a la lucha contra el cambio climático, persecución de la inmigración y lo que él llama “liberalismo libertario”. En fin, un planteamiento radicalmente antisistema pero desde posiciones de la derecha más extrema. Es como si a Buxadé le diese por decir que es anarquista.
¿Y cómo lo dice? Pues eso es lo mejor de todo. Asegura a gritos que pretende quemar –literalmente: hacerlo arder, prenderle fuego– el banco central de la nación. Que hay que cerrar la mitad de los ministerios para evitar que sigan robando los políticos “chorros” (ladrones); a sus adversarios les dice: “zurdos (rojos), hijos de puta, tiemblen”; repite que hay que echar a esos políticos, a todos, a patadas en el culo. Le ha copiado a Pablo Iglesias algo que repite siempre, lo de “la casta” para referirse a todos los políticos… menos a él, claro está. Miente y falsea los datos económicos (y los que hagan falta) con un cinismo que solo habíamos visto en Trump, pero sabe muy bien que eso da igual: es una de las esencias del populismo tener claro que lo importante no es que lo que digas sea verdad, sino que la gente se lo crea. Aunque solo sea porque le hace gracia.
Los argentinos rara vez han visto a un candidato presidencial comportarse así, ni siquiera en estado de embriaguez o pasado de rayas blancas. Está como una cabra, en eso coincide la mayoría. Pero ha logrado 7,1 millones de votos en las elecciones primarias: el 30,04%, nueve puntos más que el segundo candidato, el peronista Sergio Massa.
La idea demagógica de “vamos a acabar con todo”, que es lo que dice defender este astuto vividor que se comporta como un loco, prende con facilidad en un país cuyo único verdadero motivo de alegría es la selección nacional de fútbol
Y eso ¿cómo puede ser? Pues porque hay cosas en las que Milei tiene razón. Los argentinos padecen una inflación mensual superior al 100%: la cuarta más alta del mundo, solo por detrás de Venezuela, Zimbabue y Sudán. Eso coloca a la República Argentina al borde del colapso y de la condición de Estado fallido. El descrédito de la clase política es enorme, sobre todo entre la franja social que siempre se llamó “clase media” y que lleva ya años precipitándose en la pobreza. La corrupción no es, en demasiadas ocasiones, una lacra del sistema sino el sistema mismo, como sucede en Cuba o Venezuela o Marruecos o Afganistán. La gente, una grandísima cantidad de gente que ve cómo el país en que nacieron se les deshace entre las manos, está sencillamente harta. Y la idea demagógica de “vamos a acabar con todo”, que es lo que dice defender este astuto vividor que se comporta como un loco, prende con facilidad en un país cuyo único verdadero motivo de alegría es la selección nacional de fútbol.
Este tipo estudia telepatía, vive con su hermana Karina (una tarotista a la que adora) y con cinco perros mastines ingleses; uno de ellos, Conan, está ya muerto pero Milei se comunica con él por medios “espirituales” y le tiene por su asesor político. Este tipo al que ya de chaval, en el colegio, le llamaban El loco; este sujeto al que jamás se le han conocido parejas ni amigos, fuera de su absorbente hermana; este individuo que sostiene que a él le han pasado cosas “muy fuertes” que están fuera de los límites de la ciencia, este artero chalado que imita a Lobezno, puede ser el próximo presidente de la República Argentina. Con las bendiciones de sus amigos Trump, Bolsonaro, Abascal, Meloni, Orbán y por ahí seguido hasta agotar el catálogo de incendios políticos provocados en el planeta.
Y luego nosotros nos quejamos por los feos y mohines que se hicieron nuestros diputados en la constitución de las Cortes. Es para pensar si algo de esto tendrá remedio, o si lo tuvo alguna vez.