Cultura y ArtesMúsica

Millares: Ocho compositoras olvidadas

Hay ocho mujeres a quienes la música clásica les cerró la puerta en la nariz: Francesca Caccini, Barbara Strozzi, Élisabeth Jacquet de la Guerre, Marianna Martines, Fanny Hensel, Clara Schumann, Lili Boulanger y Elizabeth Maconchy. Compositoras que enriquecieron las obras creadas en Europa occidental entre los siglos XVII y XX.

La historiadora Anna Beer revalora sus obras y aplaude su arrojo en el libro Armonías y suaves cantos. Las mujeres olvidadas de la música clásica (traducción de Francisco López Martín y Vicent Minguet, Acantilado, 2019). Los ensayos biográficos dedicados a cada una son hojas de vida donde el contexto social revela más que las fechas de nacimiento y muerte. ¿Qué opciones profesionales tenían las mujeres con talento para la música? ¿Cuáles eran los obstáculos con los que familiares y colegas trataban de hacerlas claudicar? ¿Qué prejuicios y menosprecios destinaban sus obras? ¿Qué pretextos usaron las academias para negarles enseñanza y dinero?

 

Ilustraciones: Alma Rosa Pacheco

Francesca Caccini es la más veterana. Perteneció a una dinastía musical que tuvo el apoyo de los Médici. Su padre, Giulio, fue el segundo músico mejor pagado por estos gobernantes y un profesor de canto muy solicitado. Su manual Le nuove musiche (1601) circuló por toda Europa.

La experiencia paterna como músico cortesano facilitó que Francesca tuviera una formación académica y musical completa. Estudió composición, latín, retórica, poética, geometría, astrología, filosofía, idiomas, “materias humanitarias” y griego. Las cantantes tenían que ser capaces de improvisar e interpretar sus propias canciones.

Como cantante llegó a la cima en Italia y Francia (Enrique IV aseguró que no había voz como la de ella en su reino). Faltaba la prueba de fuego como compositora. La obtuvo a través de Michelangelo Buonarroti, sobrino nieto de Miguel Ángel, quien estaba a cargo de la concepción y escritura del espectáculo que presentarían los Médici en el carnaval de 1607. Caccini compuso la música desde Florencia. La sinfonía para “muchos instrumentos” terminó con un coro a cinco voces con el que bailaron el reparto y el público.

La duquesa Cristina de Lorena, entonces cabeza de la familia Médici, reconoció el talento de Caccini y la nombró la musica del gran duque de Toscana. Ganaba diez escudos al mes por cantar como solista y como parte de las agrupaciones religiosas. Tocaba el laúd, la tiorba, el clavecín, la guitarra, el arpa y “toda clase de instrumentos de cuerda”. Además evaluaba las interpretaciones de otros músicos, componía y preparaba la ejecución de obras nuevas. Sobresalió también como autora de Il primo libro delle musiche; un libro escrito por una mujer dirigido a mujeres en el que incluyó todos los géneros que una solista tenía que dominar.

Una anécdota define el carácter de Caccini y revela por qué se ganó el rencor de sus compañeros artistas. Denunció a los cuatro vientos que el poeta principal de la corte, Andrea Salvadori, era un seductor de jóvenes cantantes y luego las favorecía. Salvadori fue despreciado por un tiempo por las mujeres Médici y perdió su popularidad entre las posibles víctimas.

Francesca fue la aliada perfecta para construir una narrativa artística que proyectó a Cristina de Lorena como gobernante capaz y confiable en un mundo en el que los hombres con poder la veían con recelo. Y obtuvo una recompensa desigual: enseñó y compuso, pero siempre bajo el trato de cortesana (aunque a sus más de cuarenta años era dueña de una fortuna que bien podía competir con la de las damas que aplaudían sus arias).

Caccini tiene hoy un lugar excepcional en la historia de la música gracias a sus novedosas creaciones (algunos musicólogos aseguran que es la primera mujer en componer una ópera) y en los archivos de los Médici aparece en la lista de los sirvientes, era de su propiedad.

 

 

 

Los primeros años de vida de Barbara Valle son inciertos. Nació en Venecia en 1619. No se sabe quién fue su padre y de su madre se conoce el nombre: Isabella Griega. Desde muy pequeña vivió en casa del intelectual y poeta Giulio Strozzi porque su madre era ahí la “fiel sirviente”. Él era integrante de la prestigiosa academia los Incogniti, en la que artistas venecianos de primer nivel (excepto mujeres y músicos) analizaban las novedades en el mundo de la música. También fue reconocido por su talento como libretista y por sus aportaciones a la ópera veneciana.

Bajo esta influencia, Barbara educa su voz de soprano, aprende a tocar el laúd y la tiorba y toma clases de composición. Con quince años la señalan como la virtuosísima cantante de Giulio Strozzi (ahora le pertenece) y tres años después cambia su apellido por Strozzi.

Giulio fue el mejor promotor del talento de la joven Barbara: logró que le dedicaran composiciones vocales, algunas de ellas acompañadas de extensos elogios y creó la Accademia degli Unisoni, que sí aceptaba músicos.

La casa de Strozzi era sede de la academia. En cada reunión se organizaba un debate con intermedios musicales. La intérprete, por supuesto, era Barbara. Ahí también se estrenaron sus composiciones. Había un público masculino que la adoraba y otro que la humillaba públicamente con escritos satíricos. El énfasis de las críticas estaba en su supuesto libertinaje sexual y en los métodos de los que se valía para no quedar embarazada.

Según los planes de Giulio Strozzi, Barbara tenía que ser una cortesana apreciada por su talento. En 1640 eso no había sucedido y se le reconocía como concubina, posición bien vista en la Venecia de ese tiempo. De los pocos datos que Beer halló sobre esta compositora destaca que crió un hijo y dos hijas y que en una época tuvo dinero suficiente como para hacer préstamos a su esposo (Giovani Paolo Vidman).

En 1644 sale Il primo libro de’ madrigali de Strozzi, dedicado a la gran duquesa de Toscana Vittoria della Rovere (vista como la futura Safo). La compositora estaba aterrada: “El hecho de ser mujer hace que la publicación de esta obra me cause inquietud. Ojalá quede a salvo bajo un roble dorado y no sea embestida por las espadas de la calumnia que indudablemente se han desenvainado para atacarla”. Las manos que sostenían esas espadas eran de integrantes de la Accademia degli Incogniti.

Fue la compositora de su época que más obras publicó en vida: aprovechó que estaba en una ciudad con industria editorial sofisticada y liberal. Las exigencias que se planteaba al componer quedaban expuestas en la sucesión de sus obras: las intérpretes tenían que tener un dominio perfecto de la técnica, la música era más dramática y el lenguaje solía desafiar al público. Su reivindicación del erotismo provocó que la iglesia vetara sus piezas religiosas.

Strozzi no logró que una familia importante la llamara a su corte. Lo más cerca que estuvo de ese propósito fueron las composiciones que hizo para Carlos II, duque de Mantua.

Como madre tuvo que reponerse de sus embarazos, cuidar a sus hijos, recuperarse de la pobreza ocasional. Como compositora venció al silencio y a sus colegas (necios con disminuir su arte porque Bernardo Strozzi la pintó de muy joven segura, desinhibida y con un seno al aire). En el presente varios especialistas dicen que es la creadora de las cantatas. Barbara Strozzi murió a los setenta años, sola, sin homenajes.

 

 

 

 

Las guías turísticas parisinas recomiendan a los paseantes del Sena planear una visita a la Île Saint-Louis. Es un barrio cuadriculado con rentas elevadas sin señales de las vacas de la isla vecina (asiento de la Catedral de Notre-Dame) que hace siglos cruzaban para pastar libremente. Por desgracia, no todos saben que Élisabeth Jacquet de la Guerre, compositora en época del rey Luis XIV, nació ahí el 17 de marzo de 1665.

Los Jacquet eran una familia de arquitectos, músicos, compositores y artesanos de instrumentos (destacados fabricantes de clavecines). Claude, el padre de Élisabeth, fue organista de la iglesia de San Luis y quien la orientó durante sus primeros años como intérprete y compositora.

Desde muy pequeña, algunos dicen que a los cinco años, se ganó la admiración del rey y los aplausos en Versalles. Las menciones de sus logros en periódicos y de boca en boca son más constantes a partir de 1677: participó en una velada en julio de ese año en honor a Luis XIV y luego en los conciertos de los jueves en casa del laudista, bailarín y compositor Louis Mollier (maestro de música del delfín y de los escolanos de la cámara y capilla reales). Él la ayudó a trabajar con Gabrielle de Rochechouart, habitante del Louvre.

Otro aspecto importante para el progreso de Élisabeth en la corte fue que su hermana mayor Anne era fille de chambre y fille de la musique de María de Lorena, madame de Guisa, aristócrata interesada en la música italiana que patrocinó a varios artistas, entre ellos al compositor Marc-Antoine Charpentier.

Élisabeth Jacquet cruzó las puertas del Palacio de Versalles cuando tenía quince años porque Athénaïs de Rochechouart de Mortemart, marquesa de Montespan, amante de Luis XIV, la aceptó en sus aposentos. Madame de Montespan se convirtió en la favorita del rey y tuvo cinco hijos suyos; se le consideraba “el centro de la corte, y de los placeres, la fortuna, la esperanza y el terror de los ministros y los generales del ejército”. Molière y La Fontaine estaban en la nómina de artistas y músicos a los que apoyaba. Su poder e influencia mermaron en ese ambiente de “política sexual” (Beer dixit) cuando el rey se interesó en mujeres más jóvenes; abandonó el palacio en 1691.

Mientras sucedía el largo ocaso de Madame de Montespan, el compositor florentino Jean-Baptiste Lully observaba su meridión. Llevó la ópera italiana a Francia e hizo las adaptaciones necesarias para ensamblar el discurso político con los gustos de Luis XIV: prólogos y epílogos con alabanzas para el monarca y varios números de baile. En 1669 fundó la Ópera de París y montó sus “tragedias en música” con gran éxito. Lully no dejaba a enemigos ni a extraños en pie: lanzó a Molière y a sus actores del Palais-Royal.

 

 

La incertidumbre alrededor de su mecenas pudo influir en el matrimonio entre Élisabeth Jacquet y Marin La Guerre cuando ella aún no cumplía veinte años. Volvió con su esposo, parte de una familia de organistas, a la Île Saint-Louis. Marin La Guerre fue el organista de varias iglesias hasta que llegó a la prestigiosa Sainte-Chapelle. Élisabeth Jacquet de la Guerre publicó a los veintidós años Les pièces de clavecin: Livre I, dedicado al rey. La obra, alabada por su despliegue en el arte del contrapunto, se publicó días antes de la muerte del temido Lully (1687). En el año en el que madame de Montespan desaparece de la corte, la joven compositora gasta sus días en una ópera-ballet para el rey. En la dedicatoria explica: “Las mujeres han dado ya en ese terreno excelentes piezas de poesía que han cosechado el mayor de los éxitos, pero hasta ahora ninguna ha intentado componer una ópera entera, y ése es un mérito que atribuyo a mi empresa, pues cuanto más extraordinaria sea, más digna será de usted, Sire, y más justificará la libertad que me tomo al presentarle esta obra”. A partir de entonces fue considerada la “mejor compositora del mundo”.

Lully seguía vivo aun cuando su epitafio ya estaba escrito: entre la publicación de sus obras completas y la tradición musical que forjó desde el escenario de la Ópera de París fue difícil que los nuevos compositores obtuvieran apoyo. Jacquet de la Guerre perseveró con sus óperas. La única que ha sobrevivido hasta el presente, Céphale et Procris, se estrenó el 15 de marzo de 1694 en el Teatro del Palais Royale. Las expectativas eran altas; “el resultado será excelente”, escribió un corresponsal. No fue así, el público la despreció por el libreto mediocre. El desencanto la alejó por siempre de la tragédie en musique.

Se instaló con su esposo en el Palais de la Cité (que hoy se conoce como Palacio de Justicia), cerca de Sainte-Chapelle. La casa tenía una habitación adaptada para que la compositora impartiera sus clases y diera sencillos conciertos. Marin de la Guerre murió en julio de 1704 y Élisabeth regresó a su isla natal.

Después de la amarga experiencia con Céphale et Procris, la imprenta saca una nueva obra de Élisabeth Jacquet de la Guerre, a sus 42 años. Son las Pièces de Clavecin qui peuvent se joüer sur le viollon. Se convierta en la primera compositora en dar importancia armónica y melódica a la viola, el violonchelo y el violín. La aristocracia francesa prefería escuchar el laúd y la viola y consideraba que el violín era un instrumento para músicos menores. Y no sólo eso, rechazaba la sonata por su origen italiano. En medio de esta postura hostil, Jacquet de la Guerre recibió la invitación del Rey Sol para presentarse en su petit couvert y fue él quien dio la última palabra: esas composiciones eran muy originales.

Su siguiente reto creativo fueron las cantatas religiosas (Cantates françoises sur des sujets tirez de l´Écriture). En 1715 publicó tres cantatas seculares, con el gesto revelador de dedicarlas a Maximiliano II, en lugar de a su mecenas de cuatro décadas que murió ese año, el rey Luis XIV. Compuso de manera intermitente hasta 1724.

Élisabeth Jacquet de la Guerre murió el 27 de junio de 1729. Los herederos, hijos de su hermana Anne, no publicaron sus obras inéditas. La fama de esta compositora sobrevivió un tiempo en forma de ediciones artesanales pero el canon musical la dejó encerrada en el Palacio de Versalles.

 

 

 

 

La Viena discreta donde las duquesas y damas tenían prohibido aplicar rubor en sus mejillas por orden de la emperatriz María Teresa fue el asiento de la trayectoria musical de Marianna Martines. Nació el 4 de mayo de 1744. Su padre, un español de Nápoles, tenía un alto puesto en la embajada papal. Su madre, Maria Theresa, era “una alemana de la cuna y el carácter más respetables”. De los trece hijos de este matrimonio, sólo seis llegaron a la vida adulta.

La familia Martines vivía en el tercer piso de la Michaelerhaus, rodeada de edificios frecuentados por la burguesía vienesa. Bajo su techo también dormía Pietro Trapassi, uno de los poetas favoritos del Imperio austriaco y mayor libretista de su época en Europa. Trapassi, mejor conocido como Metastasio, fue quien reconoció en Marianna la belleza en su voz de soprano y su talento musical. Él pagó las clases de piano y canto que la joven tomó con Joseph Haydn y las que después le dio Nicolò Porpora, quien agregó lecciones de composición.

La admiración por su talento como compositora llegó cuando apenas tenía 16 años, al estrenar la Misa en Do, con clarinetes, oboes, flautas y trombones. Martines siguió el camino de los oratorios, la adaptación de salmos, sonatas y arias (algunas basadas en poemas de Metastasio). Un contemporáneo suyo escribió sobre sus arias: “Las palabras ocupaban el lugar exacto, la melodía era sencilla y se dejaba un amplio margen a la expresión y al empleo de ornamentos”.

En 1771 compuso en colaboración con el poeta italiano Saverio Mattei unas obras que fueron interpretadas en Nápoles sin ella porque se negó a viajar. En esa época surgió el rumor de que detrás del talento de Martines estaba la mano de un hombre; había quienes creían que esa mujer, contemporánea de Wolfgang Amadeus Mozart, no era la autora de sus propias obras. Mattei alabó públicamente sus logros y aseguró que ella no era ninguna impostora. Ésta era la artista a la que le restaban méritos: “Mis ejercicios han consistido y todavía consisten en combinar la continua práctica diaria de la composición con el estudio y el análisis de lo que han escrito los célebres maestros, como Hasse, Jomelli, Gallupi y el resto de los músicos que en la actualidad gozan de fama y reciben elogios por sus obras musicales”.

Algo inédito sucedió después: en 1773 la Academia Filarmónica de Bolonia nombró a Marianna Martines académica honoraria. Era la primera vez, en los 108 años de existencia que tenía la institución, que los dieciocho integrantes del comité elegían a una mujer. Dos años atrás habían distinguido a Mozart. Y con la condecoración venía una responsabilidad: entregar una obra inédita. Martines escribió una adaptación musical del Dixit dominus. La compositora tampoco hizo maletas para ir a la interpretación de esta obra en la iglesia de san Giovanni in Monte.

Los hermanos de Marianna se integraron oficialmente a la clase alta de Viena bajo el título de caballeros (1774). Para ella sólo significó que entre su nombre y apellido estuviera la palabra von, porque en el documento oficial no la incluyeron.

Metastasio murió en abril de 1782. Los Martines heredaron su legado. Marianna recibió dinero, su clavecín y sus partituras. La presencia del poeta en la vida de la compositora fue significativa, así la resumió alguna vez: “Pero en todos mis estudios, el director y principal artífice era siempre —y no ha dejado de serlo— el Signor Abbate Metastasio—, quien, con el paternal cuidado que me dedica a mí y a mi numerosa familia, corresponde de manera ejemplar a la insobornable amistad y al infatigable apoyo que mi buen padre le prestó hasta el último de sus días”. El público decía que ella era algo parecido a una encarnación de él.

En la última década del siglo XVIII, el escenario musical de Viena se limitaba a conciertos privados en casas de príncipes, baronesas y condes. Marianna Martines también organizó algunos. Esta dinámica era común pero muy criticada: se decía que eran reuniones que servían más para que las jovencitas que sabían cantar o tocar algún instrumento encontraran un posible esposo; que la música sólo servía para acompañar conversaciones; que las grandes obras eran despreciadas en este ambiente por culpa de las interpretaciones descuidadas de aficionados.

La única presentación a gran escala de una obra de Martines sucedió en marzo de 1792, la Tonkünstler-Societat de Viena se encargó de que el oratorio Isacco figura del Redentore se interpretara con una orquesta de trompetas, trompas, oboes, flautas, fagotes a dos, timbales y cuerda, y un coro de cerca de doscientos cantantes.

Marianna Martines presenció la fama de Haydn, Mozart y Beethoven. No experimentó con nuevos instrumentos como el pianoforte que hechizó a Mozart. Fue la compositora más prolífica de su época y nunca se publicó una sola de sus obras en vida. Su trayectoria fue discreta y firme. Sus composiciones no palidecieron frente a la majestuosidad de las óperas o las sinfonías y tuvieron reconocimiento internacional. Vivió la decadencia del Imperio austriaco y las pisadas de Napoleón en Viena. Murió de tuberculosis el 13 de diciembre de 1812, con el recuerdo de un mundo confortable que le permitió ser lo que otras mujeres de su época no lograron.

 

 

 

 

Fanny Mendelssohn nació el 14 de noviembre de 1805 en Hamburgo, Alemania. A lo largo de su vida modificó tres veces su nombre. Las dos primeras bajo las precauciones que tomó su familia para sobrevivir al antisemitismo que caracterizó a esa época: a los 15 años fue confirmada en la Iglesia protestante y eligió Caecilia como segundo nombre; dos años más tarde, sus padres, Abraham y Lea, se convirtieron al cristianismo y cambiaron su apellido por el de Bartholdy. La tercera sucedió después de casarse con el pintor Wilhelm Hensel: a partir de ahí se le conoció como Fanny Hensel.

Los Mendelssohn eran una familia reconocida por el ambiente creativo que los rodeaba. Abraham Mendelssohn no sólo reconocía y apoyaba el talento de amigos y conocidos, también lo hizo con el de sus hijos Fanny y Felix. De Fanny decían a sus once años que era “verdaderamente especial” y a sus trece sorprendía con su magnífica interpretación de memoria de los veinticuatro preludios de El clave bien temperado de Bach. El virtuosismo de Felix tampoco pasaba desapercibido. Fue su padre quien decidió cuál de los dos podría mostrar su talento en público. Lo dejó muy claro al regresar de un viaje de París: a su hija le obsequió un collar y a su hijo objetos de papelería para que compusiera su primera ópera. Más adelante Fanny cuestionaría la preferencia de su padre por su hermano y él respondió: “Es posible que la música se convierta en su profesión, mientras que para ti puede y debe ser únicamente un adorno [Zierde], no el fundamento [Grundbass] de tu ser y de tu obrar”. Su hermano menor salió al mundo y ella se quedó en casa por la influencia paterna y por las convenciones de su clase social.

Como compositora había mantenido un ritmo más o menos regular: antes de cumplir 19 años ya había escrito treinta y dos fugas. El noviazgo a la distancia con Wilhem Hensel, mientras él estudiaba en Roma, también influyó en la abundancia de inspiración, aunque el tema que prevalecía era el amor melancólico y triste. En 1823 compuso 32 Lieder y en 1824 se enfocó en obras más complejas, como la Sonata para piano en Do menor.

Mientras Fanny tomaba en serio su vocación musical, su padre no dejaba de recordarle que era momento de prepararse para ser esposa y su hermano le aconsejaba: “Vive y prospera, cásate y sé feliz, adorna la casa para que cuando acuda te encuentre en un hogar hermoso”. La boda se celebró en 1829. La hija mayor cumplió con las expectativas familiares y conyugales, pero hubo circunstancias de esa nueva vida que la alejaron de la composición: la recuperación posparto de su primer hijo, el alumbramiento de una niña muerta y la muerte de un hijo de su hermana Rebecka que se contagió de sarampión en la epidemia del invierno de 1837-1838.

Las oportunidades para interpretar sus obras se limitaban a cumpleaños, bodas —la suya, por ejemplo— o reuniones con amigos de la familia. Fanny Hensel siempre tomó muy en serio sus presentaciones, no quería que nadie la considerara una aficionada. Son legendarias las veladas musicales que organizaba en la sala de su casa los domingos. Detrás de esos Sonntagsmusik a los que estaba invitada la alta sociedad berlinesa había ensayos rigurosos, una selección cuidadosa de los músicos y las cantantes. Al público se le pedía guardar silencio. Había bocadillos, se imprimían libretos y programas.

Los biógrafos de los Mendelssohn destacan la influencia emocional y creativa que ejercía Felix sobre su hermana cuatro años mayor que él. Ella le hacía consultas sobre su obra y esperaba su aprobación. Él nunca la animó a que publicara sus obras; en una carta a su madre expresó sus razones: “Publicar es algo serio, o al menos debería serlo, y creo que no sólo hay que dar ese paso si se está dispuesto a presentarse como autor durante toda una vida. Eso significa crear una serie de obras, una detrás de otra; dar a conocer tan sólo una o dos no es más que un incordio para el público […] Conozco a Fanny, y sé que carece del entusiasmo o de la vocación necesarias para ello; no deja de ser una señora, como por otra parte le corresponde, cría a Sebastian, se ocupa de la casa y no piensa en el público o en la escena musical, ni siquiera en la música, salvo cuando ha cumplido con sus obligaciones”.

Por fortuna, Fanny Hensel decidió entregar a distintas editoriales una amplia selección de sus obras para que circularan sin las restricciones bajo las que habían sido creadas. Siguió escribiendo y avanzó hacia un género inédito para las mujeres compositoras del norte de su país: la sonata. Estaba feliz y a la vez era consciente de la demora de su reconocimiento: “No puedo negar que la alegría que me produce publicar mi música también me ha levantado el ánimo. Hasta ahora no he tenido —toco madera— ninguna experiencia desagradable, y resulta francamente estimulante disfrutar por vez primera de esta clase de éxito a una edad en la que suele estar vetado a las mujeres, si es que lo han experimentado alguna vez”. La alegría duró poco. Fanny Hensel murió la noche del 14 de mayo de 1847, por un derrame cerebral. Su hermano Felix falleció seis meses después, el 4 de noviembre, por la misma causa.

A Felix Mendelssohn la muerte no le trajo el olvido. Fanny Hensel hoy sigue luchando por romper el silencio.

 

 

 

 

En la vida de Clara Weick dos hombres definieron su carrera de intérprete y compositora. El primero, su padre, Friedrich, vendedor de pianos y profesor de música afincado en Leipzig. El segundo, su esposo, Robert Schumann, compositor y pianista. En esta historia la figura materna es una sombra que se apartó de su casa cuando la pequeña protagonista apenas tenía cuatro años y medio.

Friedrich Weick se encargó de que Clara tuviera la mejor formación musical posible, sin importar cuánto tuviera que endurecer la disciplina. Bajo su techo se podían presenciar regaños violentos para cualquiera de los integrantes de la familia, mientras Clara tocaba el piano sin inmutarse, tal vez hasta con una amplia sonrisa. El control hacia su hija era tal que él mismo hacía anotaciones en el diario de ella.

La niña que de muy pequeña hizo sospechar a varios que era sorda, a los cinco años tocaba de oído; a los nueve dio su primer concierto en la Gewandhaus de Leipzig; a los diez inició las clases de armonía, contrapunto y composición. Luego aprendió orquestación y tomó clases de canto y violín.

A principios de 1830 padre e hija viajaron a Dresden. Al instalarse, él temió que su Clara se perdiera en las tentaciones de la vida aristocrática y dejara de pertenecer a los “estrictos círculos de la clase media”.

Durante su adolescencia, ella obtuvo el reconocimiento de músicos notables. Felix Mendelssohn, por ejemplo, aplaudió la interpretación que hizo de su Capriccio y en varias ocasiones interpretaron juntos a Bach. Robert Schumann le pedía con insistencia que le mostrara sus composiciones; después vendrían el primer beso y el enamoramiento.

Clara Weick, bajo la tutela de su padre, aprendió a sobrellevar la vida de las giras. El público la consideraba una compositora e intérprete prodigio, y ella disfrutaba ese reconocimiento. Le gustaba medir su popularidad por las veces en las que los asistentes a los conciertos le pedían que saliera a saludar. Los críticos, en cambio, publicaban cosas como esta: “Si el nombre de la compositora no figurase en el título nadie diría que ha sido escrita por una mujer”. Tal comentario mereció su Concierto para piano, op. 7, que comenzó a escribir a los 13 años y lo estrenó poco antes de los 16.

 

 

La ruptura con su padre sucedió debido a que estaba en contra del romance con Robert Schumann. Clara lo desobedeció y se casó un día antes de cumplir 21 años. La correspondencia del noviazgo es el testimonio de la complicidad de dos compositores y de las reservas que él manifestaba ante la manera en la que ella llevaba su carrera como intérprete. Alguna vez discutieron por el repertorio que la joven tocaba en sus conciertos; Schumann criticaba que se hiciera de la técnica un espectáculo. Desde el inicio de esta relación la balanza no estuvo nivelada. Mientras él aseguraba: “Querrás apoyarme, trabajar conmigo, compartir las alegrías y las penas conmigo (…)”; ella preguntaba: “¿Debo enterrar ahora mi arte? El amor es maravilloso, pero, pero…”.

En el matrimonio de los Schumann, que inició el 12 de septiembre de 1840, él demandaba atención y cuidados y ella cumplía hasta el punto de descuidar su arte: “No practico al piano todo lo que debería, siempre sucede lo mismo cuando Robert está componiendo. ¡En todo el día no me queda ni una sola hora libre para mí!”.

Después de que Clara adoptara el apellido de su esposo, no fueron pocas las ocasiones en las que se cuestionó su talento para componer. Si ella lograba vencer esa inseguridad, él volvía a meterla en el corazón del tornado. Así sucedió cuando le compartió lo alegre que se sentía por estar de nuevo en una gira después de haber tenido a su primer hijo. Robert contestó: “Serénate, mi fogosa novia. Con demasiada felicidad no se logra nada. El matrimonio es otra cosa. Hay que hacer la comida”.

A partir del verano de 1844, las cosas se complicaron. Robert Schumann lucía desmejorado por los padecimientos físicos y mentales que tenía a causa de la sífilis que había contraído casi quince años atrás. Clara cuidaba sus embarazos y alumbramientos, y se repuso de un aborto. Tuvo ocho hijos, pero dos de ellos murieron. Fue en esa época en la que ambos también lograron composiciones admirables. Ella escribió su Trío con piano, op. 17; reconocido por el manejo magistral del contrapunto. Él añadió otras tantas obras a su acervo.

El 27 de febrero de 1854, Robert se lanzó al Rhin. Después lo internaron en el sanatorio mental de Endenich, en donde murió el 29 de julio de 1856. Clara al quedarse viuda se alejó cada vez más de la composición, pero seguía interpretando en giras obras de su esposo y de vez en cuando algunas suyas. Johannes Brahms era uno de sus grandes amigos en esa época.

Una de las ocasiones en las que logró despejar su espíritu y robarle horas a las responsabilidades domésticas, Clara Schumann dijo: “La música ocupa un lugar muy importante en mi vida, cuando debo prescindir de ella es como si me viera privada de vigor corporal y mental”. Ese espíritu es el que la mantuvo dando conciertos hasta 1891, cinco años antes de morir.

 

 

 

Los contemporáneos de Lili Boulanger (21 de agosto de 1893) se acostumbraron a verla y a tratarla como una femme fragile debido a la enfermedad que padecía y dejaron a un lado la discusión sobre sus logros como compositora y la complejidad de sus obras.

Fue otra de las pocas mujeres que contaron con todo lo necesario para recibir educación musical sin salir de casa. Lili vivía en París, en el número 36 de la rue Ballu, con su madre, Raissa, y con su hermana mayor, Nadia. Su padre, Ernest, murió cuando ella apenas tenía seis años.

Nadia, compositora y pianista, le mostró el camino musical a Lili. Fue la primera de las Boulanger en tratar de obtener el Prix de Rome en composición. En el caso de una mujer, esto era casi imposible. A principios del siglo XX, el Conservatorio de París apenas estaba considerando aceptar alumnas porque se creía que no podían aprender contrapunto ni componer una fuga. El panorama era similar en el caso de la Académie des Beaux-Arts y del gobierno, pues fue hasta 1903 cuando se decretó que: “Las artistas solteras de nacionalidad francesa mayores de quince años y menores de treinta podrán participar en los concursos del Grand Prix de Rome”.

Concursó por el Prix de Rome entre 1906 y 1909, en cada ocasión obtuvo muy buenos resultados pero nunca ganó. En el fondo, Nadia sabía que aunque su obra hubiera sido la mejor, los jueces no la premiarían. Ella no tuvo las mismas oportunidades que su padre cuando fue galardonado en 1835. Nadia dejó de insistir y se dedicó a sus presentaciones y giras con el compositor y pianista Raoul Pugno.

Cuando Lili Boulanger tenía dieciocho años, también tomó como propósito vital ganar el Prix de Rome. En ese tiempo, era una adolescente a la que le gustaba ir a la ópera, al teatro, viajar con su madre y andar en bicicleta. A partir de ese momento armó un plan académico más riguroso con la ayuda de sus profesores, que eran a la vez amigos de su familia: George Caussade, destacado profesor de composición, y Gabriel Fauré, compositor,  pianista, y director del Conservatorio de París desde agosto de 1905. Al principio, las clases con Caussade para componer fugas y mejorar en la escritura vocal eran de tres horas los domingos; después eran cada dos días.

En enero de 1912 ingresó al Conservatorio de París y ese mismo año participó en el Prix de Rome. Estaba metida en la composición de Les sirènes, con piano, mezzosoprano solista y coro de sopranos, contraltos y tenores. Además terminó Pour les funerailles d’un soldat, pieza que destaca porque incluyó fragmentos de canto llano medieval. Por aquellos días se estrenaron algunas de sus obras en una velada familiar en la cual su hermana y Raoul Pugno tocaron dúos para piano; Maurice Ravel también participó. En el verano, Lili Boulanger se retiró de la competición del premio debido a que se enfermó.

Lili Boulanger era una compositora que se exigía mucho. Sólo dejaba a un lado su arte cuando la enfermedad la metía en cama. A los dos años tuvo una bronconeumonía que le dejó severas secuelas. Sufría dolores intestinales, fiebre alta, diarrea, hinchazón abdominal y agotamiento. En su correspondencia no lo ocultó: “Me encuentro muy mal”; “Estoy exhausta”; “Estoy mala”. Tanto su madre como su hermana consideraron que Lili no podría ser madre ni esposa bajo estas circunstancias. Quienes conocían sus obras anteponían su fragilidad al talento.

A principios de 1913 hubo un suceso que anunciaba que ése sería un gran año para Lili Boulanger. El 30 de enero le entregaron el Prix Lepaulle y la orquesta interpretó su obra en el conservatorio de París. En mayo quedó finalista del Prix de Rome y viajó al Palace de la Compiègne, en donde tenía que componer una cantata de quince a veinte minutos de duración, a partir de la historia de Fausto y Helena de Troya. Terminó la pieza el 15 de junio de 1913, a las siete de la tarde. De los cinco finalistas, su obra quedó en segundo lugar. La prueba final era la interpretación de las cantatas en la Acadèmie des Beaux-Arts.

Lili Boulanger estaba determinada a que no le sucediera lo mismo que a su hermana años atrás. El día de la presentación se vistió con un vestido blanco y evitó a toda costa que se notara su presencia al frente de la orquesta. Ganó y se convirtió en la primera mujer en obtener el Prix de Rome en composición. No faltó quien se sintiera incómodo: “Aunque sea la ganadora del Prix de Rome, no ha dejado de ser mujer”. El 16 de noviembre se estrenó su Faust et Hélène en un programa donde figuraban Francis, Debussy, Berlioz y Bruneau.

El Prix de Rome permitía que la ganadora pasara cuatro años en la Villa Médici de Roma; le garantizaba un contrato con la editorial Ricordi para publicar su obra, además de ingresos regulares, y ella se comprometía a componer dos óperas.

Lili Boulanger no fue una residente ejemplar en la Villa Médici, pero nunca dejó de componer. Rompió las reglas y se marchó a París después de haber estado sólo 113 días. Un mes después de su regreso, estalló la Primera Guerra Mundial.

A finales de 1914 ya había escrito las canciones Clairières dans le ciel e inició la composición de una ópera. Había elegido adaptar La princesse Maleine de Maeterlinck, quien para su sorpresa aceptó la propuesta en enero de 1915.

En el verano de 1915, Lili y Nadia Boulanger dirigían el Comité Franco-Américain du Conservatoire National, que apoyaba a todos los estudiantes de composición que estaban en las trincheras. Ese mismo año también estrenó Pour les funérailles d’un soldat.

En 1916 retomó el proyecto con Maeterlinck, con quien se encontró en Niza en febrero. Luego, en Milán vio a Ricordi para encargarle que él hiciera el libreto. El 21 de febrero llegó a la Villa Médici de nuevo. Interrumpió la escritura de la ópera durante seis semanas por culpa de una bronquitis. Al recuperarse inició la adaptación musical del Salmo 130. Tres días después de su cumpleaños terminó la canción Dans l’immense tristesse. Maeterlinck firmó el contrato de la ópera a mediados de noviembre.

El último año de vida de Lili Boulanger estuvo cargado de sufrimiento por su enfermedad. Tuvo algunos momentos de alivio en los que volvía a componer; por ejemplo, Vieille prière bouddhique: prière quotidienne pour tout l’univers. Estaba tan débil que le dictaba la música a Nadia. Parece que habían avanzado mucho con la ópera, por desgracia no se ha encontrado ningún manuscrito.

Lili Boulanger murió el 15 de marzo de 1918, después de pasar tres semanas bebiendo sólo agua mineral. Así se despidió del mundo esta compositora que también sirvió de ejemplo a las mujeres que en ese momento abrazaban el feminismo en su país.

 

 

 

En 1913, en el condado inglés Hertfordshire, había una niña de seis años que identificaba con facilidad el sonido de las campanas de la iglesia en el piano de su casa. Su nombre era Elizabeth Maconchy. En esa familia no había ningún músico que guiara aquel talento: el padre trabajaba como abogado y la madre se encargaba de cuidar a sus tres hijas.

Al inicio de su adolescencia, Elizabeth y su familia se trasladaron a Howth, en Irlanda. Iban en busca de un ambiente que mejorara la salud de su padre, enfermo de tuberculosis. En esa época, ella tomó clases de piano, armonía y contrapunto. El cambio de aire no ayudó al convaleciente y llegaron días de luto.

Violet, ahora viuda, y sus hijas se mudaron a Londres en 1923. Elizabeth llegó como alumna de nuevo ingreso al Royal College of Music de South Kensington. En el perfil que Anna Beer hace sobre esta compositora, destaca que en esos años la música inglesa miraba hacia su tradición. Maconchy al convertirse en estudiante de Ralph Vaughan Williams, quien se dedicó a compilar canciones populares inglesas desde 1902, se sumergía un poco en esa tendencia nacional. El momento epifánico que le imprimiría el sello a su escritura sucedió durante un concierto de Bartok en Londres, mientras la joven escuchaba la Sonata para piano.

Elizabeth Maconchy era, sin duda, una alumna destacada en el Royal College. Con sus compañeros y amigos, Imogen Holst y Grace Williams, formaron un grupo donde debatían y criticaban sus obras. En 1926, el Patron’s Found interpretó dos de sus piezas. Un año después le dieron la beca Blumenthal, que le alcanzaba para pagar la colegiatura y para vivir; al siguiente, el director del Royal College, Hugh Allen, recomendó a la BBC la retransmisión de su Concertino para piano y orquesta, pero la autora no quiso que sucediera porque no estaba conforme con la calidad de la obra.

Cuando estaba en el sexto año en el Royal College concursó para la Beca Mendelssohn. Al parecer, los miembros del jurado sí se la habían otorgado, pero cambiaron de opinión de último momento. El director cometió la indiscreción de felicitarla y cuando ella le aclaró que no había motivos, él le dijo: “¡Si te la hubiéramos dado, te habrías casado y no habrías escrito ni una sola nota más!”. En otra oportunidad obtuvo la Beca Octavia, con la que podría viajar y estudiar en el extranjero.

A principios de 1930 se marchó rumbo a Praga. Fue alumna del compositor y director Karel Boleslar Jirák y del pianista y compositor Erwin Schulhoff. El 19 de marzo estrenó en la sala Smetana de Praga una nueva versión de su Concierto para piano que no dejó que la BBC retransmitiera años atrás. Schulhoff lo interpretó. Fue un éxito total. Ese mismo año puso a prueba su talento al enviarle su pieza The Land a uno de los personajes más influyentes en el mundo musical inglés: sir Henry Wood. Él hacía posibles los Promenade Concerts (Proms) en el Queen’s Hall. Fue lo mejor de la temporada. Su capacidad para “expresar emociones” provocó que los críticos la compararan con Beethoven. El 23 de agosto se casó en Dublín con William LeFanu, bibliotecario del Royal College.

Eran tiempos de crisis en Inglaterra y los compositores jóvenes luchaban por su supervivencia económica y artística. En los ciclos de conciertos era raro que se programaran sus obras. Elizabeth Maconchy resaltó cómo estas circunstancias les afectaban más a ella y a sus colegas: “Los editores no estaban interesados. Todos eran hombres, por supuesto, y solían pensar que las compositoras sólo eran capaces de escribir una canción o de vez en cuando”.

En medio de esta falta de espacios, tres mujeres pusieron en marcha un proyecto inédito en Londres. Era el año 1931 cuando Iris Lemare, directora de orquesta, Anne Macnaghten y Elisabeth Lutyens crearon los Conciertos Macnaghten-Lemare. Hubo quienes vieron en la coincidencia de que las fundadoras fueran sólo mujeres como un acto feminista. La sede era el teatro Ballet Club, en Notting Hill. Su intención era: “Que se programen muchas obras al mismo tiempo, que se interpreten muchas piezas”. Las composiciones de Elizabeth Maconchy siempre fueron bienvenidas: en total le programaron once.

En 1932 Maconchy enfermó de tuberculosis. El médico le sugirió que se mudara a Suiza, pero en lugar de eso se fue a Seal Chart, en Kent. Su esposo se encargó de cuidar su convalecencia durante ese año y los siguientes. Él le colocaba hielo sobre el pecho para detener las hemorragias por las noches.

A partir de 1933, Elizabeth Maconchy comenzó a escribir las obras en las que más destacaría: los cuartetos de cuerda. En total escribió trece.

La década de 1930 significó el despegue total de Maconchy. Escribió tres cuartetos e inició el cuarto. Sus composiciones fueron emitidas por la BBC. Obtuvo premios. La programaron con frecuencia en Gran Bretaña. Su música también llegó a Cracovia, Budapest, Bruselas, París, Varsovia, Düsseldorf y Lausana, entre otras ciudades. Firmó un contrato con el editor Max Hinrischen, del sello Hinrischen Edition Ltd.

La declaratoria de guerra de Gran Bretaña, en septiembre de 1939, la tomó por sorpresa en Irlanda. Ahí nació su primera hija, Elizabeth, el 24 de octubre. Su vida se complicó y tuvo que volver a Seal Chart en 1940. Con el primer ataque del Blitz, se esfumó la esperanza de estrenar sus obras en los conciertos que ya estaban programados. Ella y su esposo quemaron cartas y documentos que pudieran revelar su empatía y su compromiso con las causas socialistas. Ese mismo año William LeFanu mudó la biblioteca del Royal College of Surgeons desde Londres hasta Shropshire.

A principios de 1941 Elizabeth y su familia ya se habían instalado en Downton Castle, en Shropshire. Ella se encargaba de las labores domésticas y de su arte. Además de seguir como bibliotecario, LeFanu era vigilante contra ataques aéreos y supervisor del envío de periódicos a hospitales del ejército y la armada.

Por fin, al año siguiente, se estrenó su Dialogue en el Albert Hall, nueva sede de los Proms. También empezó a escribir la que muchos consideran su mejor obra: Cuarteto de cuerda n.o 4, que fue interpretada en 1943 por el cuarteto Blech y retransmitidaen Europa por la BBC. La Worker’s Music Association le encargó que escribiera una pieza basándose en un poema escrito por una alumna galesa de catorce años, Jacqueline Morris. El resultado fue The Voice of the City, en donde se ocupa de la batalla de Stalingrado. La guerra la aparta de los conciertos y eso la deprime: “Es posible que esté acabada como compositora”.

Como no podían regresar a Seal Chart porque su casa quedó destrozada por los bombardeos, empezaron de nuevo en Wickham Bishops, Essex. En abril de 1947 nació su segunda hija, Nicola. Después se mudan a Bokeham, Shottesbrook. De esa época Nicola recuerda: “Ella era una compositora profesional que en aquel momento sólo podía escribir música cuando sus hijas se iban a la cama”.

En años posteriores combinó sus obligaciones como madre y su disciplina como compositora con los distintos puestos que desempeñó en instituciones que reconocían su compromiso para mejorar las condiciones de sus colegas. Fue integrante y presidenta del Composer’s Guild of Great Britain, y primera presidenta de la Society for the Promotion of New Music. Además fue nombrada Dama del Imperio Británico.

A mediados de la década de los cincuenta escribió la ópera cómica en un acto The Sofa, basada en una novela libertina del siglo XVIII. Después, Elizabeth Maconchy disminuyó la frecuencia con la que componía. Termina el Cuarteto de cuerda n.0 8 en 1967 y el Cuarteto de cuerda n.0 10 en 1972. Las últimas obras que escribió fueron My Dark Heart (1981) y Música para cuerda (1983). La primera es la adaptación que hizo de las versiones en prosa del escritor irlandés J. M. Synge sobre unos sonetos de Petrarca; se estrenó a propósito del centenario del Royal College Music. La segunda fue una petición especial para la temporada de los Proms de aquel año. Luego quedó en silencio pese a que ella decía: “No puedo imaginar la vida sin componer”. Murió el 11 de noviembre de 1994, en un asilo de Norwich. Ahora hay que repetir las palabras que alguna vez usó Anne Macnaghten para reconocer su talento: “Aquí tenemos a una de esas compositoras por las que todo merece la pena”.

 

 

 

 

Kathya Millares
Editora.


Las recomendaciones musicales que acompañan este texto son una selección especial que Anna Beer publica al final de Armonías y suaves cantos. Las mujeres olvidadas de la música clásica.

 

 

Botón volver arriba