Millones de fotos
Todos los que pensaban que Kodak había democratizado la fotografía, facilitando que todo el mundo pudiera tener una máquina de fotos y facilitar al máximo su óptica, no sé qué estarán pensando ahora con la universalización de la cámara instalada en todos y digo todos, los aparatos de teléfonos, IPads y Tablets del mundo y ahora ya también en los relojes, gafas, y no tardarán mucho en instalarnos una cámara en nuestros propios ojos para disparar una foto cada vez que pestañeamos.
Según Instagram, en este año de 2016 se van a hacer más fotografías que en toda la era analógica. Supongo que lo dicen como un éxito. Yo personalmente lo veo como un desastre. Primero porque estoy un poco obsesionada con el exceso de imágenes y de objetos de arte (supuestamente) en el que vivimos y segundo porque tengo el defecto de mirar las fotografías como el que quiere ver una pequeña obra de arte, un intento al menos de hacer algo interesante. Naturalmente no tengo que decir que sufro continuamente con las estupideces que la gente fotografía y además estupideces que fotografían con un vano intento de inmortalidad. No hace falta que repita que detesto los selfies, ni detallar lo que haría con el famoso palo de selfie a todos y a cada uno de los que lo compran y lo usan. Pero sobre todo me resisto a aceptar ese carácter banal y frívolo que tiene hoy en día la imagen para esos millones de individuos que llenan Instagram, Facebook, YouTube y el mundo en general, de sus imágenes familiares, amaneceres insufribles, gatitos cursis y todo, todo, todo.
En verano son los pies y el mar como fondo (o la piscina), ni qué decir de lo guapos que son todos nuestros hijos, lo bien que comemos, en las ferias de arte hay visitantes que sólo miran a través de la lente de sus cámaras. Es un agobio. Y lo peor de todo son esas personas (miles) que se creen artistas, que se creen que esas fotos que cuelgan orgullosos en las redes son maravillosas. Lo más amable que les puedo decir es que por suerte todas ellas desaparecerán cuando les roben, pierdan o cambien sus celulares. Porque en ese afán de multiplicar hasta el infinito el absurdo cotidiano, en ese ansia de lo absoluto de las redes y los soportes digitales, lo único bueno es que todo desaparece, que nada queda. Antes, cuando hacíamos pocas fotos, las positivábamos y se imprimían en papel, teníamos pocas fotos (cumpleaños, bodas, comuniones, novios y amigos, y algunas pocas más) pero las teníamos para siempre.
Todavía hoy puedo ver a mi bisabuela en el patio de su casa en una entrañable foto en blanco y negro, mis fotos de niña con mis hermanos cuando íbamos al circo, a mis padres paseando cuando eran novios… todos ellos han cambiado, algunos ya han muerto, pero todos siguen vivos en esos papeles mágicos que han perdurado más allá de su muerte, ya casi cerca de lo que para mí es la eternidad. Sin embargo, no tengo ninguna imagen de las que he podido captar con mis diferentes y consecutivos teléfonos móviles, sólo me queda la triste sensación de haber perdido el recuerdo de mis novios de estos años, de no conservar huellas de la última adolescencia de mis hijas y por supuesto de mis perros no me quedará nada de los cientos de fotos que almaceno en mi IPhone.
Puedo parecerles nostálgica, chapada a la antigua, incluso un poco fuera de lugar, pero les recuerdo que cuando el MOMA (y quiero suponer que los grandes museos) compran una fotografía digital (por ejemplo las de Andreas Gursky) compran la fotografía y exigen el archivo digital para asegurar su continuidad en el patrimonio del museo… porque lo digital, ya sabemos todos, no perdura. Se prima cantidad sobre calidad, abundancia y exceso, por encima del interés, de la calidad, de la lógica.
Los millones de fotos que publica la prensa no perduran, sin embargo alguna imagen, sólo algunas, serán eternas. En medio de esta superproducción continua de todo y sobre todo de imágenes, habría que mirar hacia ese lugar infinito en el que no hay nada, en el que no se producen ni siquiera imágenes. Esta superabundancia de imágenes fatuas en las que habitamos es una sencilla explicación de la banalidad de una sociedad harta de sí misma, vacía y superficial. Estúpida, que pierde el tiempo en generar selfies de nuestro propio vacío cultural y humano.
No hay nada que celebrar con esos millones de imágenes que vamos a tener que aguantar este año.