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Mircea Eliade: La muerte de Unamuno

El viejo rector de la Universidad de Salamanca ha muerto a los 72 años de edad. Miguel de Unamuno ha sido el escritor más representativo de España. Poeta, ensayista, periodista, novelista y filósofo, ha debatido todos los problemas que afectan a la conciencia del mundo moderno imponiendo siempre la impronta española. Al propio tiempo, Unamuno ha representado la conciencia y el temperamento españoles. Antes de convertirse en escritor universal, Miguel de Unamuno fue el autor más respetado de la península ibérica. Allí desempeñó el mismo papel que Carlyle en Inglaterra y Fichte en Alemania el siglo pasado [se refiere al siglo XIX]. Fue, por tanto, un moralista destacado y un escritor cuya autoridad se proyectó sobre todas las generaciones. Su carrera es tanto más admirable en cuanto que Unamuno nunca se adhirió a ninguna bandería política ni se alzó en defensor de ninguna forma de gobierno.

Miguel de Unamuno nació el 29 de septiembre de 1864 en Bilbao, en esa provincia vasca cuyo paisaje le acompañará durante toda su vida. Cuando sólo contaba diez años, en 1874, presenció el bombardeo de su ciudad natal por las tropas carlistas, en plena guerra civil. Entre 1884 y 1890 colabora en un periódico socialista aun cuando no fuera militante del partido. En 1891 ocupó la cátedra de griego de la Universidad de Salamanca, la cual desempeñaría hasta su muerte, con el breve intervalo de 1924-29, cuando el gobierno de Primo de Rivera lo expatrió a París. El año 1897, Unamuno publicó su primera novela, titulada Paz en la guerra. Desde entonces colabora en diversas revistas y periódicos de España y Portugal, publicando artículos, impresiones de viajes, poemas y estudios críticos y morales. Aunque es profesor de griego, Unamuno se dedica más a la cultura que a la ciencia propiamente dicha. Le preocupa antes que nada el estado espiritual del país y no la erudición. Por eso se convirtió en seguida en uno de los autores españoles más leídos y discutidos. Sobresale especialmente en el ensayo, género literario al que confiere un ritmo y un ardor totalmente personales. Fino polemista, también ha publicado varios volúmenes de ensayos, impresiones de viajes y cuentos. En 1905 aparece su obra más importante, titulada Vida de Don Quijote y Sancho, libro que se tradujo a casi todas las lenguas europeas y consagró el nombre de Unamuno como el de un gran escritor. Varios años después, publicó el primer volumen de Poesías, luego un libro de ensayos y relatos literarios titulado Soliloquios y conversaciones y, finalmente, un volumen de crítica social y política, Contra esto y aquello. En 1913, vuelve a la literatura con el libro de relatos cortos y cuentos El espejo de la muerte. El mismo año aparece su segunda obra capital El sentimiento trágico de la vida. Junto a la Vida de Don Quijote y Sancho es el libro que mayor acogida ha tenido entre el público europeo y americano. Ya en 1913, Unamuno planteaba el problema y debatía soluciones que vienen siendo actualidad desde hace apenas quince años. Efectivamente, varios años después de la guerra, la humanidad volvió a preocuparse del sentimiento trágico de la existencia y autores clásicos como Pascal y Nietzsche, u oscuros pensadores como Chester o Kierkegaard, han vuelto a ser leídos, traducidos y comentados. En 1914 publica la novela Niebla, traducida también al rumano, y durante toda la guerra europea escribe artículos, sobre todo en periódicos suramericanos, a favor de los aliados. En 1916 publicó uno contra Alfonso XIII que le acarreó una multa de 1.000 pesetas y seis años de cárcel, para ser amnistiado más tarde. Un año después aparece otra novela, Abel Sánchez. En 1920 publica el volumen titulado Tres novelas ejemplares y un prólogo y, en 1921, la novela La tía Tula. Pero, como seguía escribiendo contra el Directorio militar, es desterrado el 20 de febrero de 1924 a las Islas Canarias. La gran popularidad de que gozaba Unamuno en el continente se acrecienta aún más a causa de ello. En octubre de ese año se le retira el confinamiento y se establece en Francia, al principio en París, donde escribe La agonía del cristianismo. Como no podía soportar el ambiente de la gran capital, Unamuno se traslada a los Pirineos franceses, cerca de su patria. Al mismo tiempo, publica muchos artículos y ensayos en revistas francesas. Su obra se va haciendo más conocida en todo el mundo especialmente gracias a las traducciones al francés. Antes de su expatriación, Unamuno ya era muy conocido en Italia, por obra y gracia de la entusiasta labor de Giuseppe Beccari, quien le llegó a traducir seis libros, entre ellos dos obras de teatro, Fedra y La esfinge, inéditas en español.

A la caída de la dictadura de Primo de Rivera, Unamuno vuelve a su país y al rectorado de la Universidad de Salamanca. Pero no está contento, no transige con la política antirreligiosa del gobierno. Escribe por entonces una serie de artículos en el diario El Sol en los que llama la atención sobre el carácter profundamente místico del pueblo español. Al estallar la guerra civil, Unamuno se declara contra el gobierno de Madrid en una célebre entrevista que reprodujo toda la prensa mundial[1]. El viejo rector de Salamanca muere en medio de una impresionante actividad. Tenía en preparación varias novelas, una historia de la España moderna y un nuevo volumen de ensayos. Se dice que ha dejado un gran número de documentos y un diario íntimo extremadamente interesante. De esta suerte, la obra de Unamuno se revelará más considerable de cuanto se la juzgaba hasta ahora.

Es muy difícil resumir las ideas dominantes en Unamuno. Maestro de la controversia, técnico de la paradoja, poeta que gustaba a la vez de la lírica y el humor, a duras penas puede definírsele. Él mismo reconoce que se define mejor como polemista, cuando toma posición contra el adversario. Entre todos los derechos íntimos que tenemos que conquistar, no tanto de las leyes cuanto de las costumbres, no es el menos precioso el inalienable derecho de contradecirme, escribía Unamuno en su célebre ensayo La ideocracia, publicado en 1900. Contradecir, o sea, afirmar uno la razón de su corazón contra quien sea y a cualquier precio. Al luchar por el derecho a contradecir, Unamuno advierte que esa pasión por la controversia es un rasgo característico del espíritu ibérico. El propio Unamuno dice que todo español es un maniqueo inconsciente; cree en una divinidad con dos personas: una buena y otra mala. Frente a este dualismo originario del espíritu ibérico, ¿qué otra cosa mejor puede hacerse sino practicar “el derecho a protestar”, por la controversia y la polémica? Por eso, la obra de Unamuno está fuertemente penetrada por la paradoja, la contradicción, las “razones del corazón”. La tiranía más abyecta le parece la de las ideas, la ideocracia, y eso le lleva a afirmar: Feliz el que cambia de ideas como de casaca. El que piensa orgánicamente somete sus ideas y se libera así de su degradante tiranía.

En el fondo, la controversia, la protesta, la lucha no son otra cosa que medios para llegar a la sinceridad, para precisar los perfiles propios de un hombre, para sacarlo de fórmulas y dogmas, porque éstas se aplican a otras realidades pero nunca al hombre. Toda la pasión que puso Unamuno en controversias, polémicas y ensayos tienen como fin únicamente invitar a la sinceridad, a “despertar a los hombres” obligándoles a doblegarse ante sus propias almas. Como Giordano Bruno, pretendía despertar a las almas dormidas, ser un dormitantium animorum excubitor; y esta cita de Bruno la encontramos comentada al final del Sentimiento trágico de la vida. Unamuno opone a este dormitantium animorum excubitor el ideal de Don Quijote, quien no creía en el triunfo de sus ideas porque sabía que ellas no eran de este mundo. Tampoco Unamuno creía en el triunfo de “sus ideas”. ¿Qué ideas? ¿De qué época? ¿De qué pasión? ¿De qué libro? Unamuno no tiene ideas que predicar. Sólo tiene pasiones que opone a las pasiones de sus semejantes. Sólo dispone de una técnica: la sinceridad consigo mismo hasta la muerte. Y es que en la vida no existe otra solución a la paradoja; quizá después de la muerte cuando el alma encuentre su descanso…

Las ideas y doctrinas no son la fuente de nuestros actos sino su justificación ante nosotros mismos y nuestro prójimo, cree Unamuno. Interésanme más las personas que sus doctrinas y éstas tan solo en cuanto me revelen a aquéllas. Las ideas son inevitables y necesarias, como lo son los ojos y las manos a un hombre. Todo lo que eleva e intensifica la vida refléjase en las ideas verdaderas, que lo son en cuanto lo reflejan, y en ideas falsas todo lo que la deprima y la amengüe. Sólo la idea que vives es verdadera. ¿Pero qué es la verdad?, se pregunta Unamuno en un espléndido ensayo[2]. La verdad es lo que uno se cree de todo corazón y con toda el alma. El hombre ha de seguir un único camino para actuar de acuerdo con su corazón y su alma. Un único camino, que de hecho significa un millón de caminos, mil millones de caminos. Cada hombre sólo puede encontrar su verdad, su redención personal. Más vale el error en el que se cree que no la realidad en que no se cree. Lo único que cuenta es llegar a uno mismo, a conocer sus pasiones y tiranías. El hombre sincero, como el hombre desnudo, siempre es hermoso. Al igual que el paganismo tuvo su culminación desnudando el cuerpo, el cristianismo tenía que triunfar desnudando el alma…

El cristianismo tenía que triunfar desnudando el alma. ¿Pero qué cristianismo?, se pregunta Unamuno, lector apasionado de san Agustín, de Tertuliano, de los santos españoles y de Sören Kierkegaard. Evidentemente, no el cristianismo “racional” y escolástico. En opinión de Unamuno, la iglesia racionalista constituye una auténtica desgracia. Los cristianos que se creen “racionalistas” son, en realidad, materialistas sin quererlo; no porque crean que el ser tiene su base en la materia sino porque quieren verificar la santidad con pruebas y argumentos filosóficos. Creer en Dios significa para un cristiano una sola cosa: anhelar con toda su alma que Dios exista. Anhelarlo y decirlo. Porque la palabra es creadora: Jesús hizo milagros con la palabra, a veces sin ninguna acción.

Naturalmente, el cristianismo de Unamuno no es el cristianismo occidental ni tampoco el nórdico. Sus fuentes son “los grandes africanos”, san Agustín y Tertuliano, santos apasionados, almas de fuego, paradójicos, gongorinos. Hablando de san Agustín, Unamuno testimonia que el conceptismo y el gongorismo son las formas más naturales de la pasión y la vehemencia. Y por esa vía de la fe es como Unamuno se siente ligado a España. En su ensayo Sobre la europeización, de 1906, Unamuno se revuelve ferozmente contra Europa. A su espíritu le repugnan las ideas directrices del espíritu europeo moderno, la ortodoxia científica. Hay dos cosas de que se habla muy a menudo, y son la ciencia y la vida. Y una y otra, debo confesarlo, me son antipáticas.

El ideal de Europa es un hombre liberado del espejismo de la Esfinge, liberado de la eterna y paradójica angustia, o sea, ¡un hombre que ya no es hombre! Europa busca la felicidad. Pero tiene que elegir: la felicidad o el amor; la una no casa con el otro. Pasión y sensualidad, España y Francia son incompatibles. La pasión es arbitraria, la sensualidad es lógica; en realidad, puede decirse que la lógica es una forma de la sensualidad. Francia es riente y sensual, España es dura y triste. En España no hay cosa mejor que hacer que pensar en la muerte. En Francia todo nos mueve a la superficialidad. Nunca olvidaré el desagradabilísimo efecto, el hondo disgusto que me produjo la algazara y el regocijo de un bulevar de París.

Toda esa juventud que canta, bebe, bromea y hace el amor, le parece a Unamuno falta de conciencia de sí misma, “puramente aparencial”.

Allí, en el París risueño, centro de Europa, Unamuno se sentía solo. Pío Baroja se quejaba en su artículo ‘Triste país’ de que la incapacidad de los españoles para ser frívolos y joviales le parecía una de las cosas más deprimentes del mundo. Unamuno le responde que, por el contrario, deprimente lo sería una España frívola y jovial. Dejarían de ser españoles y, por eso, no se iban a convertir en europeos. En esa triste y dura España nacieron un Cervantes, un Velázquez, un Goya, y otros más nacerán aún si España no se europeiza. Un ibérico se siente solo y mal en Europa. Sin embargo, existe una solución, cree Unamuno: ¡españolizar Europa! Es decir, que se popularice la técnica de la sinceridad, de la paradoja, de la polémica y de la controversia. Unamuno crea así un imperialismo espiritual ibérico fundado sobre un gran mito español: Don Quijote. Es conocido el éxito mundial que obtuvo el libro Vida de Don Quijote y Sancho. Ese libro sustancial y apasionado es, a la vez, piedra angular en la obra de Unamuno, el fundamento del Mito Español, la solución de la paradoja que durante toda su vida obsesionó al gran rector de la Universidad de Salamanca. Don Quijote se forja su mundo, y lo crea desde las ideas y sus sentimientos. Pero es un mundo vivo, real, efectivo; no un mundo de sueños, abstracto. De acuerdo a su mundo, Don Quijote actúa, vive y muere; no cae en “la realidad” de los demás ya hecha de antemano, “automática”, global. Unamuno encuentra en la acción conforme al sueño (o al ideal, a la fe, a la imaginación, al amor, etcétera) el único medio de no dejarse esterilizar por la paradoja, por la nada. Eres sincero, eres tú mismo, vives en tu mundo, pero tienes que conformarte con ese mundo creado por tu sinceridad, tienes que estar vivo en él; que actuar, por tanto, en conformidad con ese mundo ideal, no conservarlo en la mente, bueno para tu soledad, para tus melancolías. La acción acorde con la paradoja es la única salvación de la nada; pues creas continuamente vida, creas sinceridad.

Unamuno es el único español que ha logrado dar una nueva interpretación, ibérica, al idealismo y transformar una filosofía en un Mito.

Este texto fue inicialmente emitido como conferencia por Radio Bucarest, el 26 de enero de 1937, a las 20 horas. Fue publicada anteriormente en España por la revista Lateral.

Traducción: Joaquín Garrigós, que en fronterad ha publicado “El libro de los susurros”: génesis de una traducción.

Mircea Eliade (Bucarest, 1907-Chicago, 1986) fue un filósofo, historiador de las religiones y novelista rumano. Según Wikipedia hablaba y escribía con corrección rumano, francés, alemán italiano e inglés y podía también leer hebreo, persa y sánscrito.

Notas

[1] V. Mircea Eliade, La España de Unamuno, CLAVES, noviembre 1996. N. del T.

[2] ¿Qué es verdad? N. del T.

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