Modigliani, el pintor maldito
Protagonizó una de las tragedias más sonadas de la bohemia artística parisina, y su leyenda negra acabó por oscurecer una obra única: desnudos de una rara elegancia y retratos de una profundidad sobrecogedora.
“Sólo hay una persona en todo París que sabe vestir bien. Y ése es Modigliani“. Lo decía Picasso, a pesar de que ambos no se tenían demasiada simpatía. Trajes gastados de terciopelo, fulares, con porte elegante pese a su economía raída, culto y rabiosamente guapo, Amedeo Modigliani era un seductor nato demasiado aficionado a todo.
A finales de 1919, su muerte era tan anunciada que incluso él mismo llegó a enterarse de la noticia
A los cafés, a la absenta, al hachís, a las mujeres, a los escándalos en las calles, a la poesía y, por desgracia, también a la enfermedad. A finales de 1919, su muerte era tan anunciada que incluso él mismo llegó a enterarse de la noticia. Enfermo de tuberculosis y demasiado joven, 36 años, el mercado artístico vislumbró en el último bohemio el filón que podía deparar su leyenda incluso antes de su fallecimiento: los rumores, que llegaron hasta la galería Hill londinense, donde el italiano exponía diez cuadros, lograron lo impensable sólo unos meses antes: la venta de tres de sus obras.
Pero sería su compañera quien escribiría el acto final de este drama y la que convertiría a Modigliani, y su triste historia de amor, en todo un mito. Madre de una niña en común y embarazada de nueve meses, la joven Jeanne Hébuterne, de 21 años, se suicidó tirándose por el balcón horas después de la muerte de su amado. Finalizaba una historia de amor y comenzaba la leyenda.
Nacido en Livorno, en la costa toscana, en 1884 en el seno de una familia de comerciantes judíos venidos a menos, Amedeo, al contrario que muchos de los artistas de su época, nunca se topó con impedimentos familiares para dedicarse a su gran pasión: primero, la escultura, después, la pintura.
La intelectualidad se respiraba en el hogar de los Modigliani. Eugenia Garsin, su madre, escribía cuentos y artículos literarios que compaginaba con su trabajo como profesora de lenguas, y su abuelo introdujo al pequeño de sus cuatro nietos en la filosofía y la literatura. Nietzsche, Dante o Baudelaire fueron las lecturas del joven Amedeo, quien desde muy niño tuvo claro que quería ser artista. Pero su débil salud iba a jugar a contracorriente. A los 11 años padeció una grave pleuresía, tres años después sufrió una fiebre tifoidea y dos años más tarde los médicos le diagnosticaron tuberculosis: el mal que acabaría con él. En su convalecencia, su madre lo paseó por Roma y Florencia, donde se embebió de los clásicos de la pintura italiana. También en aquella época comenzó a tomar clases de pintura.
La leyenda dice que en su último viaje a Italia, en 1912, tras un ataque de rabia ante las bromas de sus amigos, acarreó sus esculturas hasta el canal de los holandeses de Livorno y las tiró al vacío
En 1906, con 22 años, Modigliani hizo las maletas rumbo a la Ciudad de la Luz. Por entonces, París hervía. Matisse y los fauvistas habían escandalizado a los críticos; Picasso comenzaba a pintar Las señoritas de Avignon, la obra que inauguraría el cubismo; y la estela de Cézanne y Manet había abierto ya un camino imparable hacia las nuevas vanguardias. Modigliani se instaló en el barrio de Montparnasse y también en Montmartre, muy cerca del Bateau Lavoir, el cuartel general de Picasso donde el español citaba a toda la bohemia, pero a pesar de que el joven italiano compartía amistad y borracheras en los cafés con casi todos ellos, no se uniría a ningún movimiento, lo que quizá pudo costarle cierta hostilidad por parte de Picasso.
Aunque Modigliani lo retrató y el español conservó alguno de sus cuadros, ambos artistas nunca fueron íntimos. Si el malagueño decía de él que “aprovechaba para montar un escándalo donde más espectáculo pudiera dar”, Modigliani añadía del cubista que “quizá tenga talento, pero ésa no es razón para que no vista decentemente”. Rivalidades o no, la leyenda cuenta que en su lecho de muerte el malagueño recordó a Modi.
Lo cierto es que, en el París en el que un pintor no era nadie si no se adscribía a un movimiento, Modigliani (a quien los futuristas pidieron una firma para su manifiesto y él se negó en redondo) decidió caminar solo y rechazar cualquier imposición. Quizá por eso aún hoy su pintura resulta inclasificable.
Artista figurativo cuando muchos abogaban por la abstracción, defensor de la línea y de las formas clásicas cuando había quien animaba a la quema de los museos, su primera gran pasión fue la escultura, a la que se entregó a pesar de que el polvo no beneficiaba en nada a sus pulmones. Influido por el arte negro, el egipcio y especialmente por el escultor Constantin Brancusi, a quien conoció en 1909, Modigliani plasmó en sus obras en piedra las líneas maestras que después trasladaría a los lienzos. Sin embargo, el punto final a la escultura no lo pusieron sus pulmones, cada vez más enfermos por el polvo que levantaba su cincel, sino las mofas de sus amigos. La leyenda dice que en su último viaje a Italia, en 1912, tras un ataque de rabia ante las bromas de sus amigos, acarreó sus esculturas hasta el canal de los holandeses de Livorno y las tiró al vacío. Años después, en 1984, un grupo de jóvenes aseguró haberlas encontrado: pero no fue más que un fraude. A partir de entonces, Modi se entregó de lleno a sus dos, y únicos, temas estrella: los retratos y los desnudos. Pasear por esta galería de obras es recorrer su vida.
Cuellos alargados con forma de cilindros como si fueran esculturas, miradas ciegas, sin pupilas, a imitación de máscaras, cabezas ladeadas, melancólicas. En los retratos de Modigliani desfilan todos sus amigos, y en ellos, estética y psicología se dan la mano. Su principal característica: su capacidad para simplificar y para sintetizar concentrándose, sobre todo, en los rasgos que despertaban su ternura. El marchante Paul Guillaume, el poeta Leopold Zborowski y el pintor Cham Soutine fueron tres de sus grandes amigos, y tres de los más retratados. Si el primero lo apoyó en su carrera artística, el segundo lo ayudaría económicamente en los peores momentos y cuidaría a su hija, y con el tercero lo compartiría todo: Modi fue el único amigo íntimo del pintor ruso.
En sus retratos, abrumadoramente psicológicos, desfilan sus amigos Brancusi, Lipchitz, Cocteau, Diego Rivera, Soutine o Leopold Zborowski. En sus desnudos, modelos profesionales y muchas de sus amantes, pues Modi fue un donjuán que incluso acumuló problemas con maridos celosos. Pero sus affaires terminaron cuando una estudiante de dibujo de 19 años, 15 menos que él, apareció en su vida. Sólo estarían juntos dos años, en los que el italiano la pintó casi a diario. Fue una época de una producción febril, intercalada con el agravamiento de su enfermedad, y de graves problemas económicos. Del poco éxito que su obra tuvo en el mercado da fe un solo hecho: al poco de nacer su hija, la pequeña Jeanne fue entregada a un orfanato, pero no dada en adopción, porque sus padres no podían hacerse cargo de ella. Tras la trágica muerte de ambos, el poeta Leopold Zborowski, llevó a la niña a sus abuelos. Tiempo después, su hija rendiría a su padre un homenaje en su libro Modigliani sin leyenda, donde intentaba desmontar el lastre romántico y bohemio que oscureció su obra. Hoy, los cuadros de Modigliani siguen produciendo una extraña sensación: entre la plenitud y el enigma. Quien los contempla se asoma a lo más profundo.