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Vicisitudes de nuestra lengua materna

cabezalTodas las lenguas humanas son organismos vivos de altísima complejidad, conseguida tras largos milenios de lenta evolución; un proceso darwiniano de modificaciones y selección, similar al de las especies biológicas. Porque igual a lo que ha ocurrido con todos los seres vivos, las lenguas han estado sometidas por siglos a las inclemencias del tiempo y a las mutaciones caprichosas de las generaciones pasadas. En medio del fuego, entre la fuerza renovadora de los jóvenes y la conservadora de los viejos. En procura siempre de adaptarse a las necesidades particulares del momento: para orar o maldecir, para enseñar o confundir, para intrigar y mentir, para argumentar y convencer… Y en ese devenir aleatorio y accidentado han ido adquiriendo su personalidad, y se han fraguado sus características particulares.

Nuestra lengua materna se ha forjado al calor de los combates; de ellos conserva visibles cicatrices. En sus palabras, en su sintaxis, en su ortografía y en su prosodia perviven todavía recuerdos de sus andanzas por salones reales, por umbríos monasterios, por doctas universidades, por tabernas, prostíbulos y cárceles, por los bajos fondos. En sus irregularidades podemos ahora reconocer las huellas de todos los maltratos sufridos en las bocas malhabladas del pueblo. En sus rarezas, deformaciones y extranjerismos enriquecedores, acendrados por los años y el uso, observamos la impronta dejada por locuaces aventureros, y por inmigrantes, portadores de palabras extrañas y acentos disonantes. Tal vez su riqueza léxica, su belleza expresiva y su desconcertante eficacia comunicativa sean el fruto vivo de su incesante hibridación y de sus incontables vicisitudes a lo largo de la historia.

Como resultado de ese pretérito imperfecto y accidentado, nuestra lengua adquirió sus aberraciones estructurales, su lógica difusa y arrevesada, sus irregulares caprichosas, sus redundancias y ambigüedades, sus arcaísmos empolvados. Y son precisamente las aberraciones, las antipáticas irregularidades y los sinsentidos las marcas indelebles que sirven a los filólogos para reconstruir pedazos de su historia, y a los etimólogos, arqueólogos de las palabras, para recuperar genealogías ya olvidadas.

Al igual que los organismos biológicos, las lenguas naturales conservan memorias vestigiales de su pasado. Residuos arcaicos de elementos que antaño desempeñaron funciones importantes, convertidos ahora nada más que en lastre cargoso. En el español encontramos la hache muda de huevo, la pe igualmente muda de psicología, la inútil eme de mnemónico y la no menos útil ge de gnomo, la u silenciosa y cautiva de la cu, la ye usurpándole funciones a la i, la che, doble pero sencilla, amén de tildes inútiles, interminables y molestas irregularidades de los verbos y otras anormalidades del idioma.

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Preocupado por tantos y tan molestos vestigios arcaicos, Gabriel García Márquez propuso en Zacatecas, en un discurso ya famoso, “jubilar” la ortografía, “el terror del ser humano desde la cuna”. Otro escritor, Nobel también, el poeta Juan Ramón Jiménez, hace ya varios decenios propuso un tratado de límites amistosos entre las ge y la jota, “por amor a la sencillez, a la simplificación en este caso, por odio a lo inútil”. Estas iniciativas, y otras ya olvidadas, sanas en principio, han tropezado, y por eso yacen arrumadas en silencio en los museos de la cultura, con dos obstáculos bien difíciles de superar: la naturaleza conservadora y romántica de los humanos, y el difícil periodo de transición, con su exigencia inevitable de aprender lo nuevo y desaprender lo viejo. Pero, por encima de todo, piensan algunos que los cambios propuestos le quitarían al idioma escrito el sabor y la belleza de lo añejo, y eliminarían de un tajo la pátina milenaria depositada en sus palabras.

Con la autorización de Legis.

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