Monseñor Ovidio Pérez Morales: Ceniza y novedad
Desde hace un milenio y medio entre los católicos se tiene una celebración litúrgica de hondo sentido humanista y religioso: la bendición de cenizas y su imposición en la frente de los fieles. Ayer miércoles tuvo lugar y con ella se inauguró el tiempo denominado cuaresma.
Las palabras que usa la Iglesia al imponer la ceniza -materia particularmente expresiva de poquedad y humillación- son muy expresivas: “Recuerda que eres polvo y al polvo volverás”. Recuerdan la temporalidad del ser humano, su extracción original de origen terreno como aparece claramente en el relato de la creación que trae el libro del Génesis (2,7). La celebración litúrgica al hacer memoria de la muerte lo hace, sin embargo, en un contexto bien distinto de una concepción materialista, pues la entiende en coordenadas cristianas, pascuales, de resurrección. A este propósito es supremamente esperanzador el desafío que lanza Pablo en su primera Carta a los Corintios al hablar del horizonte definitivo humano: “Dónde está, oh muerte, tu victoria” (15, 55). Porque Cristo ha resucitado para él y para la entera humanidad.
La ceniza no se queda, pues, en el recuerdo de la muerte. Lo hace principalmente como llamado a una metanoia, conversión, cambio ético y espiritual. Esta apunta hacia una vida en sintonía con el querer de Dios, que es, en definitiva, el bien auténtico del ser humano, en correspondencia a su naturaleza y al proyecto divino salvador en Cristo. El tránsito existencial que se propone con la ceniza es el de una situación de pecado a otra de coherencia personal y amistad con Dios.
Pecado es una categoría de tipo moral y espiritual, que no entra en el vocabulario de las ciencias física y matemáticas o de humanas como la economía o la política, aunque la filosofía de base de estas establezca puentes. El pecado, en sentido propio, se teje con una alteridad trascendente; entraña, en efecto, no sólo una responsabilidad consigo mismo o con el prójimo, sino con el principio y fuente últimos, divinos, de la libertad personal, de la propia existencia. Va más allá, por tanto, de una exigencia ética autorreferencial, al modo kantiano.
La ceniza invita a una viva toma de conciencia de lo limitado de la condición humana y, sobre todo, de la negatividad que acarrea el pecado. Pero, por encima de todo ello, subraya la novedad vital que ofrece el regreso a Dios. En esto es sumamente iluminadora la parábola del hijo pródigo, que Jesús propone como central en su evangelio (Lucas 15, 11-31). La conversión es el retorno a Dios, a la convivencia fraterna, a la vida en plenitud.
Algo sumamente importante al hablar de pecado y conversión es el de su interpretación en coordenadas de tipo relacional y social, superando un marco religioso intimista y verticalista en que se las suele ubicar. Algo que contraría el sentido comunional del mandamiento del Señor Jesús, clara y repetitivamente formulado en el Sermón de la Cena (ver Juan 15, 12). La apertura al prójimo -especialmente el más necesitado- como expresión de la obediencia y amor a Dios, la había planteado de modo nítido el profeta Isaías: “¿No saben cuál es el ayuno que me agrada? Romper las cadenas injustas (…), dejar libres a los oprimidos y romper toda clase de yugo. Compartirás tu pan con el hambriento, los pobres sin techo entrarán a tu casa, vestirás al que veas desnudo y no volverás la espalda a tu hermano. Entonces tu luz surgirá como la aurora y tus heridas sanarán rápidamente” (Is 58, 6-8).
La ceniza es una invitación a una genuina novedad, la cual toca a la persona en su intimidad con su proyección social y trascendente. Es aquí donde el compromiso político se plantea como ineludible en una interpretación cristiana de la conversión ética y espiritual. El cambio que reclama el miércoles de ceniza es hacia un reconocimiento obediente y afectuoso a Dios Trinidad, que envuelve, de modo inseparable, un amoroso relacionamiento con el prójimo, como individuo, familia, grupo y polis.