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Morena toma todo

Si contamos a partir de la reforma electoral de 1978 la transición democrática mexicana ha tenido tres parteaguas.

El primero en 1979, durante la LI legislatura que tuvo 104 diputados de oposición (26%) y un senador: el inicio de las legislaturas plurales, con el PRI en la posición dominante. El segundo parteaguas fue 1997, año del primer gobierno sin mayoría, con una Cámara de Diputados de 261 asientos (52%) para la oposición, que obligaba al presidente, todavía del PRI, a negociar todas sus iniciativas de ley, entre ellas el presupuesto. No hubo entonces un cambio equivalente en la pluralidad del Senado ni en la distribución de las gubernaturas que se mantuvieron mayoritariamente en el PRI, pero el cambio anticipó la primera alternancia pacífica en la presidencia, por la vía de las urnas, en las elecciones del año 2000.

Tuvimos a partir de ahí tres presidentes sin mayoría en una o ambas cámaras y seis legislaturas seguidas sin que una sola fuerza política o coalición electoral pudiese imponer su voluntad. Fueron más de 20 años de negociación obligada dentro del Congreso y en las relaciones del Ejecutivo con el Legislativo. No hubo parálisis como muchos auguraban. El número y calado de las reformas constitucionales fue mayor al que registraron los años de hegemonía priista.

Fueron tiempos de reacomodo por la nueva distribución del poder político, pero los parámetros trazados desde 1979 se mantuvieron inalterados con la disminución en la votación del partido de centro (PRI) y el crecimiento de dos polos que entraron de lleno a la repartición del poder: el centro-derecha con el PAN y el centro-izquierda con el PRD. Alrededor de ellos un conjunto de pequeños partidos que, casi siempre en alianza, mantuvieron su registro, eran beneficiarios de los generosos recursos públicos y reforzaban a los “tres grandes”. Este esquema sufrió una abolladura en 2015 cuando Morena irrumpió en el escenario partidista alcanzando en su primer turno al bat 35 asientos, 7% de la Cámara de Diputados, al tiempo que la llamada “chiquillada” (PVEM, PANAL, PT y MC) arrebataba también a los tres grandes importantes porciones del electorado. Su poder de chantaje para hacer coaliciones ganadoras en el Congreso no fue despreciable.

La distribución del poder político estatal se alteró más lentamente. El PRI perdió la primera gubernatura en 1989. Cuando en el año 2000 se produjo la primera alternancia en la presidencia, el PRI mantenía todavía 19 gubernaturas. A partir de ahí fue creciendo el número de gobernadores de otros partidos hasta que el país quedó dividido en 2017 con 14 gubernaturas para el PRI, siete para el PAN, cuatro para el PRD, cinco para la coalición PAN-PRD, una para el PVEM y una más para un independiente (NL).

El tercer parteaguas del proceso democrático mexicano es el de 2018, y se produce en varios frentes. López Obrador es el primer presidente desde 1988 (descuente usted la porción de fraude que desee en la elección del presidente Salinas) que gana la presidencia con más del 50%. Con 53% de la votación, la coalición Juntos Haremos Historia encabezada por López Obrador, en apenas cuatro años de vida, desplazó no sólo al PRD, de quien fue un desprendimiento, sino al PRI y al PAN. Los candidatos de estos dos partidos (y sus coaliciones) obtuvieron 16% y 22% de los votos, respectivamente. Sus menores votaciones desde 1994.

Infografía: Oldemar González

A la ruptura de la barrera del 50% habría que agregar que la diferencia entre el primero y el segundo lugares fue de 30.9% y entre el primero y el tercero de 36.8%. Un escenario nunca visto desde la elección de Miguel de la Madrid en 1982. Más aún, la suma total de la votación de las coaliciones de sus dos adversarios (Por México al Frente y Todos por México) más la del candidato independiente (Jaime Rodríguez Calderón) no alcanzan siquiera la votación que obtuvo Morena sin sus aliados: 24.86 millones de todos los candidatos versus 25.19 millones de Morena. Sumando los votos computados para el PT y el PES, el número sube a 30.11 millones.

El desprecio por los partidos “tradicionales” fue de tal magnitud que “El Bronco”, candidato independiente, obtuvo casi el doble de votos que el PRD que ni siquiera alcanzó el umbral del 3% y más que el PES, PVEM, MC y PANAL.

El triunfo de López Obrador como candidato fue arrollador: atravesó regiones del país, grupos de edad y estatus socioeconómicos. Ganó la elección presidencial en 31 de las 32 entidades federativas, en 82% de las casillas, en 92% de los distritos electorales y en 80% de los municipios. Además, gobernará cinco de las nueve gubernaturas que estuvieron en disputa, 13 de las 24 capitales, 314 de los municipios que se renovaron, 11 alcaldías de la CDMX y, hasta ahora, tendrá mayoría en 19 congresos locales. En la CDMX, por añadidura y gracias a la reforma que pasó el PRD, Morena no tendrá contrapesos de los concejales en las alcaldías pues por ley al ganador le corresponden seis de cada 10 de ellos.

La elección de 2018 también cambió el sistema de partidos. En 2006 hubo cuatro candidatos presidenciales y siete partidos. El partido ganador (PAN) compitió en solitario contra las alianzas PRI-PVEM (Alianza por México), PRD-PT-CDPPN (Alianza por el Bien de Todos), el PANAL y el PASDC. En 2012 participaron de nuevo siete partidos y cuatro candidatos. El PRI en alianza con el PVEM (Compromiso por México) ganó la presidencia, llegando en segundo lugar López Obrador al frente de la alianza PRD-PT-MC (Movimiento Progresista), seguido por el PAN y por el PANAL.

En las elecciones de 2018 compitieron nueve partidos y de nuevo cuatro candidatos. Uno independiente (Jaime Rodríguez Calderón) y tres en alianza: Juntos Haremos Historia (Morena-PT-PES), Por México Al Frente (PAN-PRD-MC) y Todos por México (PRI-PVEM-PANAL). A lo largo de este periodo desaparecieron dos partidos (PASDC y PH) y se creó uno nuevo (Morena).

La novedad no está en los competidores sino en cómo se realineó y fraccionó el sistema de partidos: MC y PRD se aliaron en esta ocasión con el PAN; el PT, veleta en el sistema de partidos, escogió a Morena y encontraron a un tercer socio que, extrañamente, es el que más a la derecha del espectro político se sitúa: el PES. El PRI se quedó con sus aliados tradicionales, el PVEM y el PANAL. El sistema de partidos también quedó redibujado a partir de la repartición del Congreso, de las gubernaturas y de los congresos locales.

Si atendemos al reparto del poder político este movimiento en el sistema de partidos venía trazándose desde el 2000. En este último año los tres partidos principales (PRI-PAN-PRD) daban cuenta del 94% de la Cámara de Diputados; para 2015, con la aparición de Morena su representación ya sólo alcanzaba el 73%. El cambio en el Senado fue menor. En 2000 los tres partidos representaban 96% de esta Cámara y en 2012 el 88%.

Ahora los números son otros: los tres “partidos históricos” sólo dan cuenta del 30% de la Cámara de Diputados y 34% del Senado. El gran perdedor es el PRI que sufre una auténtica debacle al pasar de tener una representación de 41% tanto de la Cámara baja como del Senado a tan sólo 9% y 10%, respectivamente. ¡Bienvenido a “la chiquillada”!

Al igual que en la votación para la presidencia, los tres partidos históricos de la democracia no alcanzan sumados el número de asientos que Morena obtuvo en esta elección. Mientras que PRI-PAN-PRD obtuvieron 149 diputaciones en conjunto, Morena por sí solo obtuvo 189 y en coalición 306. Si a los partidos de oposición les sumamos el PVEM, PANAL y MC, sólo tienen cinco diputados más que la bancada de Morena sola y se quedan a 112 legisladores de alcanzar la suma de la coalición de Juntos Haremos Historia.

La transformación del sistema de partidos es aún más profunda pues ahora los “tres partidos grandes”, los que explican el 78% de la Cámara de Diputados, ya no son PRI-PAN-PRD sino Morena-PAN-PT. ¡Y pensar que el PT debió perder su registro pues no alcanzó el 3% y el PRI decidió darle respiración artificial con una muy cuestionada decisión que anuló un distrito en la elección de Aguascalientes de 2015 y con el retiro del candidato del PRI en la reposición de la elección!

Otro dato asombroso es el número de distritos de mayoría ganados. El PRI, partido que se preciaba de tener la estructura y cobertura territorial más robusta, sólo ganó siete de los 300 distritos de mayoría relativa, mientras que en 2012 obtuvo 158. De no existir la representación proporcional que tanto combatió el PRI y que en 2014 propuso reducir en 50%, sólo habría obtenido el 2.3% de la Cámara de Diputados y se habría quedado con un solo senador.

 Una hecatombe similar les ocurrió al PAN y al PRD. El PAN pasó de 114 diputados y 38 senadores en 2012 a 83 y 23 en 2018. Por su parte, el PRD que en 2012 tenía 100 diputados y 22 senadores obtuvo sólo 21 diputados y ocho senadores en la última elección.

En contraste, Morena, que en 2012 no existía, ganó por sí solo 105 distritos de mayoría y 218 en coalición con sus aliados. En el Senado, en su primera oportunidad electoral, obtuvo 55 legisladores y 69 con su coalición.

En estricto sentido, el partido del presidente —Morena— no tendrá, por sí solo, mayoría en las cámaras, es decir, seguimos en la era de los gobiernos sin mayoría que inició en 1997. Es sólo en coalición que alcanza 61% y 54% de los asientos en ambas cámaras. No obstante, es inédito que una alianza electoral consiga estos niveles de representación en el Congreso, esto es, que supere la mayoría simple e incluso se acerque a la mayoría calificada que se requiere para modificar la Constitución. Para ello, a la coalición le faltan 27 diputados y 15 senadores si asumimos un quórum completo en cada sesión.

Para hacer aprobar las leyes ordinarias en ambas cámaras, la coalición de AMLO es sobradamente autosuficiente: le “sobran” 55 diputados y 21 senadores. Pero aun sin sus aliados Morena tiene muchas otras posibilidades. Para lograr los dos tercios de las cámaras y así poder modificar la Constitución las combinaciones son múltiples y, ya se sabe, en política quien hoy es tu adversario mañana puede ser tu aliado por las “buenas” o “malas” razones. En todos los casos requiere de al menos un partido más. Pero en ambas cámaras podría prescindir del llamado PRIAN.

Habrá que esperar para ver su evolución en dos sentidos. Uno, si la coalición electoral se convierte en una coalición parlamentaria duradera (Fox no logró mantener su coalición con el PVEM) y, dos, si sus integrantes responden de manera disciplinada a los dictados del presidente. Cabe, asimismo, otra posibilidad: que la coalición no sólo se mantenga sino que se amplíe con diputados y senadores de otras bancadas.

 

A primera vista el mapa de distribución del poder territorial se mantuvo más estable, aunque ahora el pastel se dividirá entre cinco partidos. Aun así, las entidades federativas que gobernará Morena representan 22% de la población nacional (casi 27 millones) y 25% del PIB nacional.

La distribución del poder político es relevante por muchas razones, pero una de las más importantes es la de los recursos públicos que manejará cada formación política. Además del presupuesto federal que incluye la administración pública centralizada, las empresas productivas del Estado y los ramos generales 25 y 23 (previsiones y aportaciones para educación y previsiones salariales y económicas) que en 2019 ascenderá, según los Pre-Criterios Generales de Política Económica, a más de 5.5 billones de pesos, Morena tendrá en sus manos 500 mil millones de pesos que es la suma aproximada de los presupuestos de sus cinco estados (25% del presupuesto de todas las entidades federativas). Habría que añadir que si en 2018 las prerrogativas recibidas por Morena alcanzaron 649 millones de pesos, en 2019 tendrá mil 567 millones. Un aumento de 141%. Todos los demás partidos verán reducidas las suyas. Por ejemplo, el PRI pasará de mil 689 millones a 798.

Es cierto que el partido del presidente contará con tan sólo cinco gubernaturas, el menor número desde Vicente Fox, que llegó al poder con siete. Sin embargo, el mapa se altera cuando tomamos en cuenta las legislaturas locales. Después de las elecciones de 2018, de los 32 congresos locales Morena tendrá mayoría en 19 de ellos (posiblemente en 20). La relevancia de esta cifra no es menor. Se requiere de 17 congresos locales para que una reforma constitucional quede aprobada. En todos los estados en los que ganó la gubernatura (Morelos, CDMX, Veracruz, Tabasco y Chiapas) tendrá mayoría en el congreso local y, por tanto, no habrá contrapesos. En 12 más también la tendrá. Esto significa que, en 12 entidades federativas, la aprobación de nuevas leyes así como el control presupuestal, la vigilancia del gasto y los nombramientos para instituciones tan importantes como los tribunales superiores de justicia, las auditorías superiores, los órganos de transparencia o las comisiones de derechos humanos estarán en su poder.

Adicionalmente, por primera vez en la historia democrática de México el partido del presidente controlará el gobierno de la capital a través de 11 de 16 alcaldías, 79 de 160 concejales y 58% del congreso de la CDMX. Junto con ello controlará el 17% del PIB nacional.

Pero no sólo importa lo cuantitativo. Morena, el claro ganador de las elecciones es un híbrido entre movimiento y partido. Y si recurrimos a la tipología de partidos no encuentra cabida ni en lo que se llama partido de masas ni, tampoco, en el partido de cuadros. Ni siquiera podría caracterizarse como un catch all party. En todo caso se apega más a la definición de cesarismo que se fundamenta en la movilización popular convocada por un líder carismático en cuya capacidad personal se deposita una especie de fe para regenerar a la política y a la sociedad. Ahí estará uno de los primeros retos de AMLO que se decidió por competir y ejercer el poder en la institucionalidad pero que aún tiene que dar a su partido/movimiento una vida propia con capacidad de subsistir y recrearse sin su figura personal.

En un contexto en el que la coalición ganadora y el partido del presidente responden hasta ahora a una sola voluntad y en el que la oposición será endeble por el doble motivo de la aritmética congresional y de que el PRI, el PAN y el PRD están débiles y fracturados a su interior, es difícil pensar en una política institucional y en una oposición medianamente robusta.

 

Por motivos idiosincráticos muchos han considerado que México dio un paso importante en su consolidación democrática, pues se “permitió” que un hombre de izquierda llegara al poder. No concuerdo con esta tesis. Coincidir con ella supondría que la democracia depende de las posiciones ideológicas. Ha habido tres alternancias en las últimas cuatro elecciones presidenciales. Tan democrática (o no) fue esta elección como la de Fox o la de Peña Nieto. El dinero ilegal que entró a las campañas es difícil de cuantificar, pero todos recurrieron a él y ningún partido se caracterizó por la transparencia.

Vaya de muestra un botón. Los topes de campañas para la presidencia fueron fijados en 429 millones de pesos. Pues resulta que nuestros candidatos son muy austeros. Nadie se acercó al tope. De acuerdo a lo que los candidatos reportaron al INE, R. Anaya usó 350 millones, J. A. Meade 302 millones y López Obrador solamente 100.6 millones. Es francamente implausible que un candidato se haya gastado menos del 25% del dinero asignado. Cuánto dinero corrió bajo la mesa, no se sabe.

Nuestra democracia sigue siendo igual de virtuosa o defectuosa antes que después de la elección del 1 de julio. Lo mismo puede decirse de las instituciones. Falta por ver la forma en la que ejercerá el poder presidencial López Obrador.

Una cosa es cierta. La llegada de AMLO al poder no romperá la llamada “ley de hierro de la oligarquía” acuñada por Robert Michels que postula que no se puede tener grandes organizaciones, como los gobiernos, sin ceder el poder efectivo a los pocos que ocupan los cargos superiores. Ese poder puede ejercerse de manera más o menos democrática, más o menos discrecionalmente, más o menos permanentemente y más o menos apegado a la legalidad. Las soluciones propuestas por el nuevo gobierno a partir del 1 de diciembre sustituirán a las de los pasados gobiernos. Sus expertos y allegados serán otros, pero el poder recaerá en esos pocos. Ellos serán los nuevos intérpretes de lo que necesita México y de cómo lograrlo. El pueblo no gobierna ni nunca ha gobernado.

Los poderes presidenciales y la capacidad de ejercerlos derivan, por una parte, de las facultades que le otorgan las constituciones —son fijas— y, por la otra, de su poder partidario, esto es, de la distribución del poder político y de la disciplina o cohesión de los integrantes de los partidos. Ambas juegan en favor de AMLO.

López Obrador, como cualquier otro presidente e independientemente del porcentaje de votación con el que llegó al poder, contará con las mismas facultades de ley y no hay nada que nos haga pensar que propondrá modificaciones a las mismas para mermarlas. Ya se pronunció, por ejemplo, por no dar un paso adelante con la reforma al artículo 102 para garantizar una fiscalía independiente. No conozco presidente que voluntariamente se prive del poder que le toca. Sí, en cambio, cientos de experiencias en que sus poderes son aumentados en la norma o en la práctica.

Pero, a diferencia de los últimos cuatro presidentes, tendrá una distribución del poder que le impondrá pocas restricciones y que, incluso, aumentará notablemente sus posibilidades de mandar. Es previsible que el Congreso no constituya un freno a sus iniciativas, su necesidad de negociar será menor, las facultades de nombramiento de los funcionarios de la administración pública (SHCP o SRE) y los otros poderes (SCJN) u órganos autónomos constitucionales no se verán constreñidas, el veto presidencial no podrá ser sobreseído, el poder de la bolsa estará más que nunca en manos del presidente y la vigilancia del gasto podrá ser más laxa. Además, cuenta con algunas formas de democracia directa como la consulta popular de la que podría echar mano si fuese necesario. La apuesta aquí es a la autolimitación.

Compárese el porcentaje de la Cámara de Diputados en el mandato de AMLO con el de otros países presidencialistas. En Brasil, por ejemplo, Lula (2002) gobernó con sistema de partidos sumamente fraccionado (19 partidos) en el que su formación política sólo obtuvo 17% de la representación en el Congreso. En contraste, Rafael Correa de Ecuador llegó al poder con 64% de la Cámara. Correa gobernó sin contrapesos, Lula fue un presidente moderado obligado a negociar dentro y fuera del gobierno.

Existen muchos otros ejemplos en el mundo, pero las democracias más consolidadas, no importa si son parlamentarias o presidenciales, suelen carecer de mayorías derivadas de las urnas: Estados Unidos y la mayor parte de los países de Europa. Aun en un sistema bipartidista como el de Estados Unidos, en 18 de las últimas 25 elecciones para el Congreso la mayoría no ha sido para el partido del presidente. En contraste las “democracias” más frágiles como la de Rusia o Turquía obtienen grandes mayorías: Putin (2016) con 76% de la Duma, o Erdogan (2018) con 57% de la Gran Asamblea Nacional.

Los partidos en los sistemas parlamentarios se ven forzados a negociar y a hacer alianzas después de las urnas para constituir gobierno. Pero ahí no termina la negociación. Los primeros ministros se vuelven a ver forzados a negociar cada política pública que se discute en el Parlamento. En los sistemas presidenciales nos saltamos el primer paso —sobre todo ahí donde no hay segunda vuelta— pero el de la negociación de las reformas y políticas públicas por falta de mayoría en el Congreso para el partido del presidente ha sido más la norma que la excepción en casi todos los periodos democráticos de los países de América Latina. En México llegamos tarde a los gobiernos minoritarios y 21 años después de tenerlos regresamos a lo nuestro: la mayoría para el partido del presidente.

No hay que confundirse. Los gobiernos de mayoría son perfectamente legítimos y democráticos y, si la competencia es real —como lo fue—, no hay por qué denostarlos. En la democracia son los electores los que deciden y, en esta ocasión, decidieron libremente hacer más fuerte a la presidencia de AMLO. No lo obligaron como a otros presidentes a negociar ni a gobernar en pluralidad.

Sin embargo, en un contexto de poca densidad institucional, una cultura de la legalidad muy precaria y baja participación social, la concentración de poder no me parece un buen augurio. Reconozco que no soy partidaria de los gobiernos sin contrapesos y que encuentro nociva la especie de entre reverencia y miedo con que se ha recibido la llegada de López Obrador al poder. Me preocupan expresiones como la de Martí Batres: “El voto ciudadano nos llevó a una especie de Constituyente: 17 congresos locales (sic, en realidad son 19) y mayoría muy cercana a los dos tercios en el Congreso; es el momento para realizar todas las reformas progresistas con las que ha soñado la sociedad mexicana”. Quizá me preocupa porque algo de verdad tiene.

Creo no exagerar al decir que se le entregó el gobierno del país prácticamente a un solo hombre. El suyo no es un partido como tal. No está asentado en una institucionalidad que lo sostenga sino en su carisma y liderazgo personales. Las decisiones las toma una sola persona: quién es aceptado en sus filas, a quién se puede perdonar y darle una segunda oportunidad, qué políticas son las correctas, cuáles son los procedimientos, en qué tiempo, en qué dirección, qué instituciones deben permanecer y cuáles desaparecer.

La certeza de lo que significa el tamaño de su mandato ya se vislumbra. Esa certeza es alimentada por las circunstancias: la legitimidad de su mandato es incuestionable, el monopolio de la agenda pública es evidente, la oposición está pasmada, los grandes empresarios se han volcado en muestras de beneplácito y deseos de colaboración, los medios han sido más que generosos, el presidente constitucional le ha otorgado un espacio nunca visto, el representante en turno de la Conago ha expresado que en los gobernadores “tendrá amigos y aliados para hacer realidad la cuarta transformación de México como la que se vivió en 1810 con Juárez y en la Revolución de 1910”. Con gran habilidad política López Obrador ha aprovechado espacio y circunstancia.

La visión concentradora y centralizadora del poder está cantada. Desde minucias como los nombres que se han dado a los proyectos preparados por sus equipos —en el área económica pejenomics, en el área de medio ambiente naturamlo, y en desarrollo territorial amlópolis— hasta el anuncio de que “todos los programas y estructuras publicados: oficialías mayores, oficinas de prensa, oficinas de publicaciones, defensorías jurídicas, oficinas de compras, contralorías internas, delegaciones y otras… se centralizarán en una sola unidad o coordinación”. No se ha dicho a quién responderán estas unidades o coordinaciones pero presumiblemente será a la propia presidencia. De esta manera no sólo quedarán debilitados los contrapesos interorgánicos sino también los intraorgánicos, esto es, los que existen al interior del propio Ejecutivo.

Su concepción de federalismo no es clara pero ya se anuncian los controles sobre los gobernadores. El primero de ellos es el dominio que Morena tendrá sobre los congresos locales, muchos de los cuales han estado cooptados, cuando no comprados, por los gobernadores. Falta saber si lo que ocurrirá no será únicamente un cambio de “dueño”: del gobernador al presidente. En todo caso no es de esperar que del lado de los gobernadores venga un contrapeso. No tienen con qué: su dependencia fiscal del gobierno federal es histórica.

Después viene la dosis de voluntarismo: no se reformará el 102 pero “la fiscalía contará en los hechos con absoluta autonomía y no recibirá consigna alguna de la Presidencia de la República”; el sistema de inteligencia del gobierno estará exclusivamente dedicado a la prevención de delitos, al combate a la delincuencia y a la preservación de la seguridad nacional; se garantizará la educación gratuita en todos los niveles y grados escolares; no se utilizarán las finanzas públicas para premiar o castigar a los gobernadores. Preocupa que hasta el momento no haya planteamientos de elevar las capacidades institucionales. Todo parece poder resolverse por voluntad y decreto. Parece haber más referentes personales que institucionales del poder.

Si bien no puede compararse el arribo al poder de AMLO con el de los presidentes priistas de antaño pues él llegó a través de una competencia democrática, sí hay rasgos que permiten recordar la época de oro del PRI: hoy el presidente será el líder indiscutible del Estado, del gobierno, del Congreso y de su partido. Aunque dijo que no era una orden sino un compromiso político que debe honrarse, ya nos dio una probadita con el anuncio de que Ricardo Monreal será el próximo líder de la bancada parlamentaria de Morena. Así nombraba el viejo PRI a los “pastores” de las cámaras de diputados y senadores. Veremos de nuevo el maridaje Estado-Gobierno-Partido, pero con la legitimidad que dan las urnas.

Quedarán los contrapesos sociales: el poder del dinero, la libertad de prensa, las organizaciones de la sociedad civil y las restricciones que impone un mundo globalizado a cualquier nación. Y uno más, quizá el mayor: la realidad del país.

El tamaño del poder que se le entregó será la vara con la que se mida a López Obrador. En las democracias hay dos tipos de legitimidad: la que dan las urnas y la del desempeño. La primera ya la obtuvo y es indiscutible y contundente. La segunda está en veremos.

Sus promesas de campaña no fueron menores: eliminar la corrupción, la impunidad, los fueros y los privilegios; acabar con los fraudes electorales y la compra de votos; recortar los sueldos de los funcionarios; disminuir la pobreza y la desigualdad, una beca mensual a 300 mil universitarios de familias de escasos recursos (dos mil 400 pesos mensuales), la contratación de más de dos millones de jóvenes a los que se les dará un sueldo como aprendices y duplicar la pensión a adultos mayores; fijar los precios agrícolas y transitar a la autosuficiencia alimentaria; renovar seis refinerías, construir dos más, acabar con la importación de gasolina, no aumentar su precio en los próximos tres años y reducirlos en los subsiguientes; derogar la reforma educativa; duplicar o triplicar la inversión pública; reducir la violencia a través de atacar sus causas como la pobreza o el desempleo. Todo esto sin recurrir al endeudamiento y sin subir los impuestos. Todo a través de la austeridad, la reducción de salarios para altos funcionarios y la eficientización del gasto público. Del régimen político habló poco salvo que por ello entienda la redacción de una “Constitución Moral”.

Entiendo la retórica y lo maniqueo de las campañas. Sus propuestas se redujeron a generalidades o slogans de campaña muy efectivos pero con poco contenido. La corrupción se arregla si el presidente no roba y “barriendo las escaleras de arriba hacia abajo”; la violencia disminuye gracias a la reunión diaria de gabinete a las 6 a.m., el desempleo se termina con becas para que todos tengan un oficio, el acceso a la educación superior se garantiza eliminando los exámenes de ingreso.

Sus ofrecimientos de no vivir en Los Pinos, no dejarse cuidar por el Estado Mayor, vender el avión y prescindir de la flota aérea presidencial, bajarse el sueldo a la mitad, retirar la pensión a los ex presidentes, acabar con el informe presidencial y sustituirlo por asambleas públicas en las plazas públicas cada seis meses y someterse a la revocación de mandato a medio sexenio son fáciles de cumplir.

Muchos de sus otros anuncios como la no adquisición de autos nuevos para funcionarios, la suspensión de bonos y canonjías, la supresión de las partidas de seguros médicos privados, la limitación de los viáticos, la desaparición del seguro de separación individualizado, la suspensión de choferes para funcionarios o la eliminación de partidas para vestuario serán aplaudidos por una sociedad legítimamente cansada de los abusos y porque es verdad que son muchos los gastos superfluos que deben desaparecer. Sorprende, sin embargo, que de los privilegios de que gozan los sindicatos nada haya dicho.

Difícil será cumplir sus otras ofertas de campaña. Difícil será gobernar con éxito un país que no crece al ritmo que requiere, que no genera los suficientes empleos, que tiene una tasa de 24 homicidios por cada 100 mil habitantes, que cuenta con 53 millones de pobres, que se encuentra entre los 25 países con mayor desigualdad, que tiene a seis de cada 10 trabajadores en la informalidad, que reporta una impunidad de 97% y que ocupa el número 135 de 180 en el Índice de Percepción de Corrupción.

Para cambiar la realidad se requiere —además de la indispensable voluntad— visión de Estado, instituciones fuertes, la integración de un equipo competente y comprometido, la inversión de los empresarios, el desarrollo en ciencia y tecnología, los acuerdos internacionales de cooperación, y dinero, mucho dinero. Se requiere rehacer casi desde sus cimientos los sistemas económico y social, el de procuración y administración de justicia y el federalismo.

Imposible saber qué esperar del nuevo gobierno. López Obrador se contradijo una y otra vez respecto a lo que haría de llegar a la presidencia. Un día prometió amnistía al crimen organizado y al otro que pondría a consideración de expertos la política criminal; un día que se hará el aeropuerto y al siguiente que se resolverá a través de una consulta popular; uno que echaría para atrás la reforma energética y otro que revisaría los contratos de inversión privada; uno que nadie por encima de la ley y otro que Peña no tiene qué preocuparse. Tendremos que esperar los largos meses de transición, y más para saber qué nos espera. Lo que es claro es que habrá una gran concentración de poder, una presidencia poco acotada y un estilo personal de gobernar que se basa en certezas a priori.

Como a todos —supongo—, me gustaría que a López Obrador le fuera bien, pero creo en los contrapesos y en la necesidad de vigilar el ejercicio del poder, en el debate, la confrontación de ideas y la crítica constructiva, en la división de poderes más que en su concentración, en la negociación más que en la imposición, en la duda más que en la certeza.

En este contexto y precisamente porque la representación y delegación del poder se ha puesto en las manos de un líder que ha mostrado su poder de convencimiento, es imprescindible acordarse todos los días de la máxima de Daniel Innerarity: “En una democracia la ciudadanía no puede dimitir de la obligación de observar y controlar críticamente a aquellos en quien ha confiado”.

 

María Amparo Casar
Investigadora del CIDE, analista político y presidente ejecutivo de Mexicanos Contra la Corrupción y la Impunidad.

Agradezco la colaboración de Leonardo Núñez González en la compilación de los datos y elaboración de las gráficas.

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