Muere el pensador Zygmunt Bauman, ‘padre’ de la “modernidad líquida”
El sociólogo de origen polaco denunció con lucidez el individualismo y la desigualdad hasta el fin de sus 91 años
Con Zygmunt Bauman se apaga una de las voces más críticas con la sociedad contemporánea, individualista y despiadada, a la que definió como la “modernidad líquida”, aquella en la que ya nada es sólido. No es sólido el Estado-nación, ni la familia, ni el empleo, ni el compromiso con la comunidad. Y hoy “nuestros acuerdos son temporales, pasajeros, válidos solo hasta nuevo aviso”. Esa voz sonó lúcida hasta el fin de sus 91 años. Escribía uno, dos y hasta tres libros al año, en solitario o con otros pensadores, pronunciaba conferencias y respondía a los periodistas en entrevistas en las que había que elegir muy bien las preguntas porque las respuestas se extendían muchos minutos como en una sucesión de breves discursos. Esos sí, muy sólidos.
Hablaba despacio porque pulía cada una de sus frases, un hilo de ideas que daría para más libros de los que ha firmado en su prolífica carrera. Algunos tomados al dictado, cabe creer que de un tirón. Quizás con alguna pausa de las que aprovechaba para fumar en pipa.
El sociólogo y filósofo de origen polaco (Poznan, 1925) murió ayer “en su casa de Leeds, junto a su familia”, anunció su colaboradora Aleksandra Kania en nombre de los suyos. En su larga vida sufrió los horrores del siglo XX —la guerra, la persecución, las purgas, el exilio— pero eso no le hizo conformista con nada de lo que vino después.
Durante más de medio siglo ha sido uno de los más influyentes observadores de la realidad social y política, el azote de la superficialidad dominante en el debate público, crítico feroz de la burbuja liberal que inflaron Reagan o Thatcher en los ochenta y que reventó más de 30 años después. Retrató con agudeza el desconcierto del ciudadano de hoy ante un mundo que no ofrece seguridades a las que asirse. Se refería al “precariado” como al nuevo proletariado, con la diferencia de que no tiene conciencia de clase. Figura muy respetada por los movimientos de indignados del nuevo siglo (desde el 15-M español a Occupy Wall Street), él comprendía sus motivos y se interesaba por sus experiencias, pero apuntaba sus debilidades e incongruencias, convencido como estaba de que es más fácil unir en la protesta que en la propuesta. Desconfiaba del “activismo de sofá”, ese que quiere cambiar el mundo a golpe de clic, y relativizaba el poder que se atribuye a las redes sociales, porque pensaba que el verdadero diálogo solo se produce en las interacciones con los diferentes, y no en esas “zonas de confort” donde los internautas debaten con quienes piensan igual que ellos.
Su trayectoria avalaba su autoridad intelectual. Apenas tenía 13 años cuando su familia, judía aunque no religiosa, escapó de la invasión nazi de Polonia en 1939 refugiándose en la URSS. El joven Zygmunt se alistó después en la división polaca del Ejército rojo, lo que le valió una medalla en 1945. Tras la guerra pudo volver a Varsovia, casarse con Janina Lewinson (superviviente del gueto de Varsovia, también escritora, su compañera hasta su muerte en 2009) y compatibilizar su carrera militar con los estudios universitarios, además de la militancia en el Partido Comunista.
La decepción llegó cuando se vio otra vez puesto en la diana por el antisemitismo, durante las purgas desatadas en Polonia en 1968, tras una serie de protestas estudiantiles y de colectivos de artistas contra la censura del régimen y con el trasfondo internacional de la Guerra de los Seis Días. Ese mismo año Bauman tuvo que dejar su tierra natal por segunda vez. Se instaló primero en Tel Aviv y, desde 1972, en la Universidad de Leeds (Inglaterra), de donde ya no se movió más que para explicar su pensamiento por el mundo.
Cuando llegó a Leeds, Bauman ya era una autoridad en el ámbito de la sociología. Luego se convirtió en lo más parecido a una celebridad que se puede ser en esa disciplina: fue a partir del libro Modernidad líquida, editado en 2000, el mismo año que vio nacer en Seattle al movimiento de protesta contra la globalización.
Reacio al término “posmodernidad” (porque falta perspectiva histórica para dar por terminada la modernidad), Bauman clamaba: “La nuestra es una versión privatizada de la modernidad”. Hoy la esfera pública “no tiene otra sustancia que ser el escenario donde se confiesan y exhiben las preocupaciones privadas». Y advertía contra las “comunidades perchero”, de quita y pon, declaraba “el fin de la era del compromiso mutuo”, advertía de que “ya no hay líderes sino asesores”. Y concluía: “Cuando las creencias, valores y estilos han sido privatizados (….), los sitios que se ofrecen para el rearraigo se parecen más a un hotel que a un hogar”.
Volvió a estas obsesiones en decenas de libros. En algunos de los más recientes (Estado de crisis o ¿La riqueza de unos pocos nos beneficia a todos?), dirigió su mirada a los perdedores de una crisis que él no veía como un bache sino como el nuevo escenario. Y en su última obra publicada, Extraños llamando a la puerta (Paidós), observa la crisis de los refugiados desde la comprensión de la ansiedad que genera en la población y el rechazo a vallas y muros. El pensador volvía así a uno de los temas que más le han preocupado: el rechazo al otro, el miedo al diferente, que ya había tratado en sus primeros años en Varsovia en relación al antisemitismo.
Con su figura espigada, sus pelos blancos revueltos y su pipa en los labios, Bauman posaba ante el fotógrafo hace un año en las calles de Burgos con la actitud de una estrella del rock. Quizás era un pesimista, pero nunca fue un gruñón. Solo que nunca quiso escribir para agradarnos. Sino para agitarnos.