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Muere Francisco Ibáñez, padre de Mortadelo y Filemón

El genial dibujante deja huérfanos, a los 87 años a inolvidables personajes como Rompetechos, Pepe Gotera y Otilio y El Botones Sacarino

                                   Francisco Ibáñez, fotografiado en 2017  ORIOL CAMPUZANO

 

Luto en la T.I.A. Banderas a media asta en 13 rue del Percebe. Francisco Ibáñez, historietista incansable y mago del humor con una chistera repleta de disparates y gags memorables, ha entregado el lápiz. Ha dejado caer las armasMortadelo y Filemón lo lloran desconsolados. Rompetechos y El Botones Sacarino se suman al coro. Y en su piso de Barcelona, humilde morada en La Verneda en la que la magia cobraba forma, sólo silencio. «Mi mujer sabe que estoy vivo porque escucha de vez en cuando los lápices moverse», decía con sorna, achinando los ojos como sólo él sabía y riéndose a trompicones, con arreones como de motor asmático recién salido de una de sus viñetas. Ahora ya ni eso. Ni lápices ni movimiento.

«Con enorme tristeza comunicamos que esta mañana ha fallecido en Barcelona el gran dibujante e historietista Francisco Ibáñez», ha anunciado este sábado la editorial Penguin Random House, hogar del dibujante desde que adquirió Ediciones B. Tenía 87 años y llevaba décadas fantaseando con una jubilación con la que, en realidad, tampoco habría sabido muy bien qué hacer. «A veces me preguntan por mis memorias. ¡Por favor! Mis memorias caben en dos líneas: ‘Ibáñez fue un gilipollas que trabajó, trabajó y trabajó’», decía. En este caso, decir que trabajó hasta el final no es ninguna exageración: hace pocos días que apareció el álbum de Mortadelo y Filemón dedicado al Mundial de Baloncesto 2023. «A pesar de poner toda su voluntad, desgraciadamente la aportación de los dos agentes de la T.I.A. solamente servirá para complicar mucho más las cosas», anunciaba la editorial. Un clásico, vamos.

 

                              Mortadelo y Filemón, creación de IbáñezABC

 

Quietos ya los lápices, sólo queda el recuerdo. La memoria. Y, sobre todo, la imponente estampa de Francisco Ibáñez Talavera (Barcelona, 1936) como cordón umbilical entre el tebeo y la literatura; como una de las pocas constantes culturales y sentimentales que se han repetido generación tras generación. «El caso es que aún no me lo explico. ¿Qué tendré yo que sigue gustando a la gente?», solía preguntarse un dibujante al que siempre le gustó ceder casi todo el protagonismo a sus personajes. «No he tenido aventuras en mi vida, las he vivido a través de ellos», repetía siempre que tenía ocasión.

Artista con vocación de monje trapense y firme defensor de que el mejor matrimonio era el de sus posaderas con el taburete, su vocación se destapó pronto. Prontísimo, vaya. Con 11 años ya publicó su primer dibujo en la revista ‘Chicos’. El año, 1947. El dibujo, la cara un indio americano. Un pequeño paso para aquel crío que devoraba los tebeos de ‘El guerrero del antifaz’ y ‘Pulgarcito’ pero un paso gigantesco para la historieta española.

Como recordaba hace unos años el historiador del cómic Antoni Guiral, «nadie ha tenido tanto impacto cultural, mediático, social o económico». ¿Exagerado? Para nada. Hubo una época en la que sus tebeos representaban hasta el 20 por ciento de los ingresos del cómic en España.

Nada de eso podía imaginarse el pequeño Francisco, hijo de padre alicantino y madre andaluza, mientras aprovechaba que el quiosquero del barrio guardaba la mercancía en casa de sus padres para darse un atracón de tebeos de y revistas. La vida le intentaría llevar por otro lado y, como aquello de los dibujitos no parecía serio, le llevó por el lado gris y seguro: estudios de perito mercantil, hojas de contabilidad y trabajo en un banco, primero como botones, luego como contable. Banco Español de Crédito. Palabras mayores para la época.

 

                     Caricatura de Francisco Ibáñez, por JM. Nieto ABC

 

De tapadillo, sin embargo, seguía dibujando. Nunca dejó de hacerlo. «¡Pero, Ibáñez, otra vez!», le decían cada vez que le descubrían haciendo garabatos entre los papeles del trabajo. Pero él ni caso. Hasta que se fue del banco y empezó a trabajar para la editorial Marco. Fue en Bruguera, sin embargo, donde Ibáñez se convirtió en maestro del humor y artesano del gag desopilante. Ahí llegó en 1957 para cubrir el vacío dejado por Escobar, Conti, Peñarroya, Cifré y Giner y en apenas un año ya había hecho historia sacándose de la chistera a ‘Mortadelo y Filemón, agencia de información’. Era, diría más tarde, una serie para salir del paso, un par de dibujillos simpáticos para cubrir el expediente. Un par de detectives calamitosos, el colmo de la ineptitud, que se acabaron convirtiendo en héroes de varias generaciones. Ahí estaba todo: el gag afilado, la onomatopeya disparatada, el guion como base de casi todo… «Yo no soy un gran dibujante, ya me habría gustado», decía cuando quería quitarse importancia.

La fórmula, ese arreón de amor absurdo e historias delirantes, no tardó en cuajar y, sin dejar nunca a sus hijos predilectos, esos Mortadelo y Filemón que se han pasado más de seis décadas a su lado, Ibáñez creó en los sesenta otros personajes y series como ‘La familia Trapisonda, un grupito que es la monda’, ’13, Rue del Percebe’; ‘Pepe Gotera y Otilio, chapuzas a domicilio’; ‘Rompetechos’ y ‘El botones Sacarino’. «No he tenido aventuras en mi vida, las he vivido a través de mis personajes. ¡Ojalá fuera ellos!», insistía.

 

                                          13, Rue del PercebeABC

 

Y a través de sus personajes pasó revista también a la actualidad, redibujándola del derecho y del revés y ajustándola al tamaño de la viñeta. Así, desde que se estrenaron de largo con ‘El sulfato atómico’ en 1968, Mortadelo y Filemón han alternado misiones a cual más disparatadas con Juegos Olímpicos, Mundiales de Fútbol y Baloncesto, elecciones, tijeretezos, jubilaciones imposibles y corruptelas variadas.

«Si tuviese treinta años menos te diría que me gustaría buscar nuevas estructuras o algo así, pero ahora es cuando me digo: ‘Tito, esto se acaba’. Ya me lo dice la gente: ‘trabaja, trabaja y no te mueras’», bromeaba hace unos años, en una de sus últimas entrevistas con este diario. Y sí, esto se acaba. Se acabó. Atrás quedan los más de cien millones de álbumes despachados, los problemas y desencuentros con Bruguera, el nacimiento de series menores aunque igualmente entrañables como ‘Ocarino y Lentejo’ y ‘Yo y yo’ cuando perdió los derechos de sus personajes, los niños en los quioscos debatiéndose entre «el Mortadelo bueno y el Mortadelo malo» y, en fin, esa candidatura al premio Princesa de Asturias que ya no podrá ser.

«Cuando tengo un nubarrón encima y me quedo atascado, cojo un álbum mío de los antiguos y me hago una autotransfusión de humor», decía Ibáñez. La risa como remedio infalible. Mortadelo y Filemón como antidepresivos naturales. Al final, sin embargo, los nubarrones fueron otros y tampoco hace tanto, a finales de la década pasada, a Ibáñez se le empezó a afear públicamente que no acreditase ni reconociese el trabajo de sus ayudantes, mancha en un expediente que si por algo destaca es por haber enseñado a leer y a reír a millones de niños y no tan niños.

 

 

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