Muere Sean Connery, el mejor James Bond a ratos y un gran actor siempre
Fallece a los noventa años y deja títulos como «El hombre que pudo reinar» o «Robin y Marian» que ensanchan su imagen de aventurero y mito de la pantalla
Complicado situar la noticia: ¿Se ha muerto Sean Connery?, ¿se ha muerto el mejor James Bond?, ¿se ha muerto un actor extraordinario?…, en fin, quien se acaba de morir era un tipo de una pieza, que se llamaba Sean Connery, que ha sido el mejor James Bond y un actor extraordinario. Tenía noventa años, pero nunca, nadie, lo vio viejo en la pantalla, pues incluso en su última aparición en película, «La liga de los hombres extraordinarios» (en 2003), y que no era gran cosa, Sir Thomas Sean Connery era lo único jovial e impetuoso que había en ella.
Probablemente quedará para la Historia del Cine como el actor que le dio carnalidad, carisma y eternidad al personaje de Ian Fleming, al que interpretó en seis ocasiones, desde 1962 en «Agente 007 contra el Dr. No», hasta 1971 en «Diamantes para la eternidad», aunque una década después, y tras el paréntesis (estupendo paréntesis) de Roger Moore, se permitió una espuela sorprendente y por ese capricho de volver solo apto para los escogidos con «No digas nunca jamás», en 1983, algo así como una revisión de «Operación Trueno» en la que brilló él tanto, al menos, como su peluquín.
Y es cierto, solo por la personalidad con la que encarnó a James Bond, Sean Connery se merece su lugar en el Olimpo del Cine, aunque no es menos cierto que en sus descansos de rodaje intenso siendo Bond y en los años posteriores a su decisión de dejárselo a otro, el cinéfilo encuentra los mejores diamantes de Connery, sus auténticos diamantes para la eternidad, como ese aventurero con olor a Kipling que interpretó para John Huston en «El hombre que pudo reinar» (1975), película que ensancha la mente, el horizonte, el alma y que hizo justo después de «El viento y el león», de John Milius, donde encarna al rey bereber El Raisuni con tanto idealismo y encanto que hasta el mármol de Candice Bergen se desleía. Y justo después, en 1976, «Robin y Marian», de Richard Lester, donde lo aventurero se torna crepuscular y lírico con esos maduros y baqueteados Robin Hood y Lady Marian que Connery y Audrey Hepburn convirtieron en pura emoción.
No busquen otro actor tan dotado para el humor en la aventura, la angustia en la comedia y el regocijo en el drama, ni tan creíble en lo fantástico ni tan sencillo en lo extraordinario, y busquen estos contrasentidos en su aparición y presencia en películas como «Indiana Jones», «Sol naciente», «La caza del Octubre Rojo», «Odio en las entrañas» o «Los intocables de Eliot Ness», título por el que consiguió su único Oscar secundario…, o ese personaje rocoso que interpretó para Hitchcock en «Marnie, la ladrona». Tampoco sería difícil encontrarle su sello para la aventura, la angustia, la comedia y el drama en ese Guillermo de Baskerville que interpretó en «El nombre de la rosa».
Como personaje del interior de una pantalla solo era o excelente o solvente y en algunos títulos suyos más como de andar por casa, como «La trampa» (Jon Amiel, 1999) o «La roca» (Michael Bay, 1996), era fiable y funcionaba como un reloj suizo. Especialmente ejemplar de su talento interpretativo, del más emocional y humano, es su trabajo en «Descubriendo a Forrester», una película de Gus Van Sant en la que, ya con setenta castañas, interpretaba a un escritor huraño a medio camino entre el viejo Eastwood y el viejo Salinger. Y como personaje de fuera de la pantalla, Sean Connery era un tipo peculiar, escocés de Edimburgo, que se sentía cómodo en faldita «kilt», pero que hizo hilo en Marbella y que vivía en las Bahamas, donde murió (en Nassau) rodeado de su familia, su segunda esposa, Micheline Roquebrune, y el hijo de su anterior matrimonio con Diane Cilento, Jason Connery.
En este breve repaso de sus películas y de algunas de sus grandes cualidades como actor, falta la más notoria y la menos «correcta» a día de hoy: aunque llenaba el plano con su enorme atractivo macho, como de anuncio de colonia, dejaba el hueco suficiente para que se ennoblecieran y sublimaran las actrices en su regazo, a Ursula Andress, a Claudine Auger, a Gina Lollobrigida, a Tippi Hedren, a Brigitte Bardot (en «Shalako»), a Catherine Zeta-Jones…, y también, como pocos, a la ya sublime Audrey Hepburn.