Gente y Sociedad

Murillo: Decir adiós a una generación

Nos hicimos viejos. O quizá es peor: nos hicimos de la edad de nuestros viejos sin tener la edad que tienen ellos.

Este tiempo, esta pandemia, estos días han revelado una verdad brutal: sí, ya sabíamos que nuestros padres y madres son mayores, pero no sabíamos cuánto. Tengo la impresión de que no sabíamos realmente que su vulnerabilidad era tan palpable y que su existencia de verdad es finita; que la probabilidad de su muerte era tan alta, tan cercana, tan acosadora, tan horrible, tan hija de puta.

A veces creo que vivimos una pesadilla, un mal sueño colectivo, que este hablar con dos o tres amigos por semana que han perdido a sus padres, es una alucinación. Puedo contar ahora mismo nueve amigas y amigos que están en duelo porque han perdido a su mamá, a su papá, o a sus abuelos en los últimos meses.

A pesar de que nos hemos pasado el año cuidándolos, manteniéndolos encerrados, asegurándonos de que no se expongan, midiendo la distancia.

Midiendo el oxígeno, midiendo la temperatura, midiendo la presión, midiendo el tiempo, midiendo los días y las noches que pasan y pasan y pasan.

Pero ha ocurrido otra cosa cuya conciencia me resulta escalofriante, y es que también medimos nuestro oxígeno, nuestra temperatura, nuestra presión. Ocurre que también sentimos el cansancio; ocurre que, más que adultos, nos hicimos viejos de golpe.

Viejos a rajatabla si tuvimos que cremar sus cuerpos sin hacer una ceremonia de despedida y ahora somos la generación en primera línea de nuestra familia, somos los nuevos patriarcas, ostentamos el cargo que ellos dejaron vacío. Así que de cierto modo ahora tenemos la misma edad que ellos, resulta increíble. No sólo somos contemporáneos de nuestros padres, de pronto ocupamos su lugar en el organigrama.

Y la aventura de la vacunación de esos “adultos mayores” ha sido un viaje múltiple, un viaje en espiral, un viaje al pasado y al futuro al mismo tiempo. Esperamos por nuestros padres horas y días frente a la computadora como esperaron ellos por nosotros tantas veces afuera de la escuela, afuera del examen de admisión o de la consulta médica cuando éramos niños.

Y apostamos, pese a todo, a que hay un futuro, por eso queremos vacunarlos e intuimos, o tal vez lo sabemos de facto, que ellos se vacunan por el futuro de nosotros, no por el suyo. Tal como me dijo mi madre, “¿sabes por qué me voy a vacunar?, por ustedes”.

Y pienso en la deuda impagable que tenemos con ellos, no solo con nuestros viejos, sino con todos los viejos. El abandono, la insensibilidad de un mundo que los dejó fuera de golpe y porrazo cuando todo se volvió digital. La soberbia generacional de la que todos estamos hechos, de la que todos pecamos; de la que también, alguna vez, pecaron ellos.

Como te ves, me vi; y como me ves, te verás. Esa era la sentencia de mi abuela. Vaticinio circular implacable. Abuela implacable.

Cuántos abuelos, cuántas madres y padres mayores de sesenta habremos despedido cuando esto termine. ¿Tenemos idea de lo que implica despedir a una generación de golpe?

Hoy me dijo una compañera de trabajo que duda si ir a visitar a su padre en Venezuela, tiene noventa años y ella sabe que no podrá abrazarlo, que será una visita aséptica, distante, sin besos, sin contacto.

Algo saltó en mi corazón cuando la vi dudar, quise decirle que no lo pensara, que corriera a buscarlo, a mirarlo de cuerpo presente. Y me mordí la lengua porque sé que aconsejar cercanía en estos tiempos malditos, puede ser letal.

Y no digo nada. Y escucho la sentencia de mi abuela mientras constato que sí, que el tiempo es circular, y que la extraño tanto.

Me muerdo la lengua mientras pienso cómo vamos a componer un adiós digno para los miles de padres y madres que se fueron de forma inesperada, a causa de este virus de mierda.

Me muerdo la lengua mientras pienso cómo vamos a lidiar con el alma cuando dejemos el encierro y descubramos que ahora el mundo es un mundo sin ellos.

 

 

Botón volver arriba