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Murillo: El que nunca se queda

Yo tenía otra yo a la que quise mucho, en días recientes me ha mordido su recuerdo y, buscándola, me asomo al espejo de vez en cuando pero ya no está; debe ser que guardarme del mundo durante este año la empujó a desaparecer para siempre.

Tenía quince años cuando presencié el milagro de la transformación de mi cuerpo, los senos me crecieron un día como sin previo aviso, mis piernas se estiraron y se tornearon de otro modo, las caderas se suavizaron, algo parecido a una cintura me ciñó el vientre y el ombligo.

Aquellos eran tiempos de mirarse obsesivamente al espejo porque no sólo cambiaba el cuerpo; mi cara también se rebeló contra la redondez de la infancia y me alarmaba reconocer el intenso filo de la barbilla, de los pómulos, de mi nariz prominente. Me costó adaptarme, pero al final comprendí que esa era yo. Esa era yo.

Andar con un mismo cuerpo durante más de veinte años y apenas percibirlo distinto es algo que crees que no va a cambiar nunca hasta que cambia, radicalmente. Me pregunto ahora mismo si lo habría notado así de rotundo de no ser por esta plaga de espejos en Zoom que trajo la pandemia. ¿Cuándo se me formaron esos dos surcos en el entrecejo?, ¿cuándo se me puso ese gesto de tipa dura a punto de echarse a llorar?, ¿de quién es esta cara?

Algo está pasando con ese mirarse horas y horas en una computadora que mutó en espejo insolente, terco, perseguidor, acechante. Ahora sabemos que también hay un círculo del infierno llamado reunión virtual que tortura obligándote a mirar tu reflejo todos los días de tu vida.

Pero el cuerpo. Me desnudo y me miro antes de entrar a la ducha. Me veo distinta; todo va, poco a poco, desplazándose, perdiendo tensión y peso; recupero con una nitidez aguda aquella sensación de cuando apenas reconocía en la piel a quien despuntaba en mí a los quince años, tiene su gracia pasar de los cuarenta y volver a estar ahí, delante de mi reflejo, con alma de adolescente asustada pero macerada en pandemia, con cuarenta años encima y un par de pérdidas punzando.

Debe ser el encierro, pienso. Debe ser que el cuerpo se replegó del territorio de la existencia, debe ser que extraño sentirme atractiva sentada a la mesa de un café aunque apenas levante la vista para agradecer al mesero que me rellena la taza, debe ser que no salí a bailar en más de un año; que no me tomé un mezcal en ese bar donde mi compa el oaxaqueño me llenaba hasta el borde el caballito, debe ser que no he vuelto a sentarme a trabajar en una destartalada mesa de escritores junto a cinco colegas mientras gritoneamos ideas y soltamos carcajadas sin ton ni son, debe ser que no entré a empujones a ningún concierto mientras me desgañitaba cantando, que hace quince meses dejé cerrado mi candado diminuto en el vestidor del gimnasio al que no volví a sudar entre otros treinta cuerpos haciendo posturas de yoga que me hacían sentir tan ridícula como liberada. Debe ser que perdí la llave diminuta de ese candado diminuto.

No.

No es todo eso, a quién quiero engañar. Es el tiempo, el implacable, el que no perdona, el hijo de puta, el que nunca se queda, el que siempre vuelve, el que cómo jode, el que un día te cae encima y apenas puedes tragar un bocado porque todo te duele y todo te aprieta y todo se te atraganta. Y todo te asusta.

No sabía que la primavera duraba un segundo, dice la canción.

Me lo digo yo ahora pero no en clave de Sol, sino de lluvia.

Habrá que llevar a este cuerpo nuevo a reconocer el mundo. Habrá que descubrir a esta otra yo y, si no quererla mucho, al menos amistarse con ella. Hasta donde tope, hasta que de nuevo me toque extrañarla frente al espejo y ponerme a buscarla.

 

 

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