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Murillo: El respingo intelectual

A la vida no se le hacen ascos, más que por apertura mental, por mera supervivencia. que cuando nuestras madres sugerían: tienes que probar el pescado antes de decir que no te gusta, intentaban que fuéramos menos melindrosos, pero también menos vulnerables. Y es que para crecer había que probarlo todo, ir haciendo estómago para digerir y metabolizar nuevas sustancias, para vencer a nuevas bacterias.
Cuán sintomáticas de nuestras carencias internas pueden ser las manifestaciones de desprecio o repugnancia de las que hacemos alarde.

Cuando cursaba el último semestre del bachillerato (que 20 años no es nada…), presté el servicio social en la Secretaría de Relaciones Exteriores; mi jefa era una mujer de cuarenta años, bajita y con cojera de una polio infantil mal atendida, era brillante y encantadora, llena de una vitalidad que daban ganas de estar con ella para que su entusiasmo hiciera contagio.

La oficina contigua a la de mi jefa la ocupaba una mujer de la misma edad, ella era la pulcritud con bolso y zapatos a tono, de cuerpo atlético, magro y con unas pantorrillas que embelesaban. Y era insoportable. Llegaba cada mañana a montar un tinglado que consistía en un cojín para no sentarse directamente sobre el forro de la silla pues juraba que se la cambiaban por la noche y le provocaba asco posar el culo donde otros lo hubieran posado, un dispensador de gel antibacteriano, un purificador de aire y, en invierno, agregaba al kit antihumanos un cubre bocas para no contagiarse de las gripes estacionales.

Una compañera del bachillerato —que hacía su servicio social con ella— y yo, no tardamos en apodarla Doña Asepsia.

Cuando terminamos el periodo de servicio, nuestras respectivas jefas debían evaluarnos y escribir unas notas de recomendación.

La mía tuvo la generosidad de agregar a la evaluación —clara, sencilla, bien redactada— una carta personal llena de gratitud y deseos cariñosos que remataba con un único consejo: hazlo todo con honestidad.

La que recibió mi compañera era una monserga, una especie de escritura críptica y dura para decirle, básicamente, que tenía que mejorar su capacidad organizativa. Un fardo, no exagero, casi ininteligible.

Éramos casi unas adolescentes, no hacía falta más que un poco de cercanía, de ligereza, alguna palabra verdadera. ¿Qué perdía la señora Asepsia con permitirse un gesto amable? Mi compañera comparó su carta con la mía y me dijo: le doy hueva.

Nos miramos resignadas y luego tuvimos un ataque de risa.

Me parece que la conclusión de esa chica preparatoriana, describe con absoluta precisión una línea editorial que se mantiene en sus trece: la de los escritores (y medios) a los que los lectores les damos hueva. Y digo escritores porque, con perdón, pero hay un canon masculino que mucho ha tirado línea y formado escuela en aquello de la escritura impenetrable.

Nobel tras Nobel de literatura aparecen esos encumbrados expertos que leen únicamente a otros encumbrados expertos, que escriben sólo por y para ellos, que desprecian a quien no decodifique sus códigos con una cerrazón quisquillosa y hasta colérica. Y más que una imagen soberbia, es una imagen triste pues se confinan al despoblado pabellón donde se admiran entre cuatro o cinco ciegos monumentales.

Y es, además de triste, un páramo infértil  porque los lectores también salimos perdiendo: cómo drenan el entusiasmo esos textos escritos desde el respingo, desde la rigidez académica, desde el cubre bocas intelectual.

Es una pena cuando la chispa de la curiosidad nos hace comprar un libro o dar clic a una liga para encontrarnos con un contenido que nos pone cara de asco, que nos dice no estás a mi altura y hazte para allá.

Suerte que el gozo vital se multiplica a sí mismo, que el placer y la vida siempre encuentran por dónde. A pesar de purificadores de aire, desprecios intelectuales y geles antibacterianos.

 

 

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