Cultura y ArtesMúsica

Murillo: I’m no Good

Era 23 de julio de 2011 y yo recién bajaba de un avión que venía de Toronto, las pantallas del aeropuerto mostraban imágenes de Amy Winehouse, había muerto. En el vuelo venía una familia inglesa, cómo olvidar a la adolescente que, por todos nosotros, lloró sin pudor viendo el collage de imágenes de Amy: esa cara de niña que ni el cat eyeliner podía convertir realmente en maligna.

Yo no daba crédito, cómo era posible, tan joven, tan pronto. Carajo. Qué pérdida esa voz que irrumpió como relámpago y que igual se fue.

Hay eventos que se atan a la propia biografía como una enredadera que no ha de dejar nunca el tronco del árbol que eligió para vivir. Era 2011 y mi relación amorosa agonizaba, habían sido casi diez años, nos habíamos fundado el uno al otro, mi rosario de primeras veces tejidas con él estaba a punto de romper el hilo y todas las cuentitas saldrían volando, rebotando por el piso, perdiéndose entre los rincones de aquel departamento que remodelamos juntos. Volvíamos del viaje que, ambos lo sabíamos, marcaba el punto de ruptura entre nosotros, ya no iríamos por el mismo rumbo, tenía su gracia comprenderlo justamente en un aeropuerto.

Cinco años atrás el mundo había descubierto a Amy Winehouse y la había premiado con un Grammy tras otro por el disco Black to black, yo tenía el CD que escuchaba y cantaba con toda la resonancia de mi alma durante los trayectos en auto que hacía para cumplir con mi jornada de empleada —infeliz, no podía ser distinto— de oficina. Pero quería ser escritora y había reunido ya un montón de cuentos protagonizados por mujeres desobedientes, un tanto torcidas, un poquito malas. Quizá podría buscar una editorial y publicarlos, la sola idea me volvía loca de ilusión, de terror, de entusiasmo.

Las canciones de Amy sedujeron mi espíritu con la primera nota. Las letras tan simples como sofisticadas y esa voz cuyos colores y vibratos parecen contener la voz de otras incontables mujeres, se me prendían de la entraña con toda su potencia.

Agotados, arrastrando el corazón y las maletas, compramos un boleto para uno de esos taxis de aeropuerto y nos fuimos a casa. Hasta el taxista escuchaba la noticia de la muerte y las canciones de Amy, yo sentía que mi corazón latía al ritmo de la cuenta regresiva que sólo puede desembocar en el final. Le daba la mano y me esocía la lengua, tenía que decirle que ya no, que no más. Su deseo era que nos fuéramos a vivir a la selva pero yo quería escribir, quería publicar mis cuentos, intentarlo todo desde esta jungla de asfalto mugriento y tardes soleadas; él quería ir a la prístina península, vivir en un árbol, construir una aldea ecológica, renunciar a todas las frivolidades de la vida cosmopolita.

Llegamos a casa, salimos a buscar algo para comer, la tristeza contenida seguía ahí. Desempacamos ropa sucia, libros, regalos; y puse mi disco de Amy. Tuvimos un encuentro sexual de esos que duelen, cuando tu cuerpo sabe que se está despidiendo, que la ternura te desgarra por dentro tanto como el deseo de irte de ahí.

Love is a losing game…

Dormimos abrazados, apretados y adheridos como dos moluscos.

Finalmente al día siguiente se lo dije. Ojalá separarse fuera tomar una decisión, ojalá fuera eso y no el dolor de morirse y renacer. Pero fue.

Él viajó a la selva, después volvió a Canadá, luego a Europa, a recorrer el mundo.

Y yo me fui a los libros, al viaje de contar historias.

Diez años después nos hemos reencontrado en la vida como amigos, nos iluminan otros soles, nos queremos bien.

Pero es 23 de julio de 2021 y la voz de Amy todavía convoca a mi clan de mujeres internas como un cuerno tribal, como un viento de batalla.

I told you I, I was trouble
You know that I’m no good

 

 

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