Murillo: Intangible
Todos los días paso junto a la entrada del Mictlán.
En la primera sección del bosque de Chapultepec, hay una pequeña cueva que te acerca al inframundo. Según nuestros antepasados mexicas, ese portal conecta a los vivos con los muertos, es un portal de pasaje, un camino para llegar al otro lado.
Así que cuando paso por ahí en mi carrera matutina siempre tengo conciencia del espacio, no puedo evitarlo y un extraño estado de respeto se apodera de mí.
En otra época de mi vida no habría reparado en ello, no sentiría un pinchazo de conciencia cada vez que corro junto a ese lugar, pero hoy reconozco bien el mensaje cifrado en ese ticking clock de la vida: eres finita, el tiempo se acaba.
Creo que esa conciencia llega con nuestra primera muerte. Creo que no somos el adulto que seremos hasta que empezamos a acumular muertos cercanos, muertos de sangre, muertos con nombre y apellido que una vez nos miraron de frente y nos amaron.
Estoy convencida de que hay un antes y un después en la identidad.
En 2013 murió mi abuela. Con esa muerte aprendí que además del dolor por la pérdida, el duelo entraña un miedo impostergable: tu tribu poco a poco empezará a desintegrarse, en el orden natural del tiempo, luego de mi abuela tendría que morir mi madre. Y sólo pensarlo es insoportable pero no reconocerlo es insostenible. Con la muerte de los mayores sabes que vendrá la muerte de los de abajo, en línea recta si la suerte es buena. El organigrama implacable de la muerte. Las noches siguientes al entierro de mi abuela soñé muchas veces con mi abuela y mi madre bailando, así comprendí el sentido más duro del linaje.
En 2017 murió mi padre. En 2018 mi amigo Marcelino y en 2019 mi amigo Ramón. Sentí que me quedé huérfana de padre por partida triple y, al mismo tiempo, más y mejor acompañada. Vayan ustedes a saber, el dolor es una droga dura, a veces induce a una lucidez que ni el ácido más concentrado. Pero supe ver y sentir más allá de la ausencia.
Y me ocurrió que aunque nunca antes me había interesado el ritual del Día de Muertos, cuando llegaron mis muertos se convirtió en mi liturgia favorita, mi acto de fe más esperado. Y además de la ofrenda empecé a comprender que escribo para mis muertos, me atreveré a más: que se escribe para nuestros muertos. Para alargar una conversación eterna, para que sepan que siguen aquí… “su cuerpo dejará, no su cuidado”.
Volviendo al Mictlán, al Día de Muertos, al sincretismo por esta tradición que unos alegan precolombina y otros hispana; me hace gracia la declaración de la Unesco como “Patrimonio Oral e Intangible de la Humanidad”.
Y es que justamente esa es la batalla que intentamos librar: que no sea intangible, que no sea inmaterial; comemos y bebemos y recordamos porque queremos que nuestra carnalidad alcance para hacer vivir a quienes amamos. No me canso de citar este fragmento en Niveles de vida de Julian Barnes cuando habla del duelo por la muerte de su mujer:
Comprendí que, en la medida en que mi mujer estaba viva, lo estaba en mi memoria. Claro que también pervivía intensamente en la mente de otras personas; pero yo era quien más la rememoraba. Si ella estaba en algún sitio, era dentro de mí, interiorizada. Esto era normal. Y era igualmente normal —e irrefutable— que no podía matarme porque entonces también la mataría a ella. Moriría por segunda vez…
Así que esta noche como y bebo por mi abuela, por mi padre, por Marcelino, por Ramón. Por mi hermanito Martín que existió antes de que yo figurara siquiera en el universo de los nonatos. Y mañana correré junto al Mictlán al ritmo sincopado de mi corazón, que también es de ellos cuando atravieso ese espacio.