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Murillo: La otra música

Subía trotando a buen ritmo por el parque Mont Royal, media sonrisa en el rostro y las primeras gotas de sudor surcando la espalda. En mis audífonos sonaba Iggy Pop que siempre me pone de buen humor cantando I’m a passenger and I ride and I ride…  Iba pensando que la sombra de los árboles tiene que ser el paraíso, la tierra prometida, el templo de los dioses, todo.

Y en lo que duran dos zancadas, no sé cómo, apareció delante de mí un hombre que también corría. Es divertido deducir la edad, imaginar el rostro, suponer el frente de alguien cuando lo vemos de espaldas. Tendría poco más de cuarenta años y era bajito, me pareció que encajaba bien en el fenotipo oriental, trotaba con pasos cortos y casi no movía los brazos.

Montreal es una de esas ciudades Babel donde se mezclan todas las nacionalidades y todas las lenguas. Si levantas la cabeza hay cuervos y gaviotas planeando en un cielo azulísimo y si miras delante o detrás te encuentras lo mismo con un mulato que con un pelirrojo, un pálido cercano a la transparencia o un asiático de pelo tan negro que parece violeta. Así que, supuse, mi desconocido compañero de trote tendría que ser, por ejemplo, coreano, los destellos purpúreos de su media melena eran un buen dato.

Los dos mantuvimos el ritmo durante un par de kilómetros, sus pasos breves pero rápidos marcaban la pauta delante de mí. De pronto se detuvo. Yo también me detuve, me tardé en reaccionar y hacer lo que tocaba que era seguir corriendo porque apenas paró, dio un tirón al cable de sus audífonos para quitárselos y empezó a sacudirse, agachó la cabeza. ¿Lloraba?

Lloraba. A la izquierda del camino había una estación de bicicletas y una banca que le sirvieron de refugio. Se sentó ahí, flexionó el torso hacia adelante y lloró como animal malherido.

Seguí trotando de cualquier manera, creo que más despacio, o creo que más rápido. Perturbadísima. Sintiendo que espiaba, que presenciaba algo impropio, que debí preguntarle si estaba bien, que no sé.

Llegué a Montreal, creo, como parte de la culminación de un largo proceso de duelo. Porque luego de años de desmontar un nido que al final no fue nido, en mi alma quedó una certeza indestructible: el duelo sin música, sería un error. (Parafraseando, que es gerundio.)

Pasé noches y noches —como muchos de ustedes— oyendo canciones y llorando, depurando un ciclo, despidiéndome de una yo que sonaba de un modo distinto a como sueno ahora.

No es nuevo hablar de la música y las emociones que provoca: su retumbar en el sistema límbico, su alterar la respiración y el ritmo cardíaco, su poder catártico.

No iré tan lejos como el vapuleado Tomatis que aseveró la existencia del efecto Mozart que se supone hace a las personas más inteligentes, pero sí puedo decir que José Alfredo exorciza las penas de amor lo mismo que Miles Davis, y que llorar con Caetano Veloso o bailar con Lee Morgan son caminos infalibles para aligerar el alma.

El pianista James Rhodes asegura que Bach le salvó la vida en su libro Instrumental. Memorias de música, medicina y locura (Blackie Books, 2015). Y yo creo que, si se lo permitimos, la música podría salvarnos de todo.

Montreal siempre me atrajo por el festival de jazz que es, sí, una maravilla para reconciliarse con la humanidad, pero así como tiene una ciudad subterránea, tiene otra música subyacente: la de los diferentes que se unen y que, para unirse, también han tenido que separarse, dejar lo que antes eran, sus países, sus familias, sus primeros amores. Una puede olfatear la vitalidad en las calles pero también la nostalgia de todos los que se fueron de algún lado —o de alguna persona— para llegar hasta ahí.

Pienso en mi canción interior, esa playlist integrada que todos tenemos, desde “pajaritos a volar” que me conmueve porque de pequeña me la cantaba mi madre hasta el concierto de Chick Corea que oí por aquellos días, y no pude sino preguntarme si el hombre del parque lloraba por la música que escuchaba durante la carrera.

Al siguiente día subí trotando por el mismo sendero, tenía la secreta esperanza de volver a verlo pero no, era una mañana nueva y todos lucían eufóricos, hasta las ardillas. Tal vez, y sólo tal vez, en su reproductor interior sonaba James Brown. O yo qué sé pero get up, get on up, stay on the scene porque like a sex machine, la vida empuja. Y baila. Y canta. Y esa otra música nunca deja de sonar.

 

 

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