Murillo: Por unos días sin miedo
Pego mi cuerpo al ventanal que cruje porque el sol lo ha calentado todo el día, el contacto con esa tibieza es agradable, me quedo ahí, mirando hacia abajo desde el piso 12 del hotel donde me hospedo. El verde de los árboles en el camellón, el amarillo de los taxis que esperan, el blanco en la cara de todas esas personas que desde aquí parecen aves humanoides de pico color KN95, blanco pandemia pospandemia recontrapandemia y retropandemia.
Estamos aquí, otra vez, martillando con nuestros corazones los pasillos de la segunda feria del libro más grande del mundo. Y a mí, que nunca me gustó Guadalajara, hoy me parece tierra santa.
Es como entrar en un no tiempo, transcurrir entre abrazos, bolsas al hombro que se van llenando de libros, plumas, accesos que te bautizan de sanitización con olor a cúrcuma o clavo o tal vez orégano, geles antibacterianos, registros de la temperatura del cuerpo —qué atraco a la intimidad ir por ahí revelando la temperatura de nuestras pieles—, más libros en la bolsa, más abrazos, presentaciones que escuchas con media cara y media concentración porque nadie puede estar en un sitio así cien por ciento concentrado.
Más amigos, más abrazos, ese cielo que planean unas aves que me parecen zopilotes aura, ese cielo de sierra occidental, micrófonos que se encienden y se apagan, más libros.
Y la bolsa que se va llenando también de burbujas de ego, del registro de lo humano, escritores que nos queremos y nos abrazamos pero que, lo sabemos bien, hablaremos mal unos de otros en las pequeñas mesas del desayuno, con los últimos mezcales de la noche, con lo botella de vino a medio terminar.
El ritual de encontrarnos en el elevador con las ojeras cada vez más profundas y con la alegría de una nueva mañana presentir nuevas amistades, nuevas querencias, nuevos partners in crime. Lectores que te saludan, que te dictan su nombre con cuidado para que no te equivoques en la dedicatoria. Un tenaz desorden que se impone sobre los protocolos porque no queremos perder la alegría, no queremos.
Que ahí viene ómicron, en el fondo sabemos que nos la estamos jugando, pero cómo cancelar todo lo que ya se había planeado, cómo detener la vida luego de casi dos años atrapados en la pulcritud de las pantallas.
Preguntar por la mejor torta ahogada, olvidar que tienes la edad que tienes, que ya no devoras como antes y, soberbia, ordenar la más grande, la más picosa, la más surtida. No poder comer ni la mitad, asumir la derrota como la has asumido ante la necesidad de controlar ya cualquier cosa.
Que no, que nadie acabará con los libros aun cuando nosotros acabemos con nosotros mismos.
Veinticinco mil personas que vienen cada día a buscar libros, a interactuar con sus escritores y a cosechar una firma donde puedan leer su nombre que sella el pacto de la complicidad entre dos soledades, la de quien escribe y la de quien lee. Con esa firma la ceremonia se ha completado.
Qué haría Gengis Kan con un ejército de veinticinco mil miembros.
O Alejandro Magno.
O el Caballero de la triste figura.
Sobre todo el Caballero de la triste figura, tal vez se volvería más loco, si cabe, rodeado de todos estos insanos libros que cuentan un mundo alterno, ficticio, tierras prometidas, paraísos de la mentira, imperios de belleza.
Me emociona todo, me emborracho con el café de la mañana, con el mareo de las voces del coro de Babel, con los abrazos cada vez más fermentados del delirio de estar aquí de cuerpo presente, con mi alforja que carga letras llenas de estados alterados de conciencia.
Me emborracho de la luz del cielo de esta ciudad, de los árboles tan desnudos, tan proféticos como los libros, tan incómodos para la muerte.
Los que creo que son zopilotes sobrevuelan frente al cristal del mastodóntico hotel que se refleja junto al mío, pero nos encuentran vivos.
Y ya es diciembre, y me emborracho de calendario, de no poder creer todo lo que ha sucedido en los últimos dos años que no se parecen a ninguno o que se parecen a todos juntos. Y probablemente cuando termine de escribir este texto me daré cuenta de que ya es 2022.
Ahora me emborracho de sorpresa, de escándalo ante la belleza que es la vida.
Y, por favor, que nadie se ofenda. Que nos perdonen el delito de vivir, por unos días, sin miedo.