Murillo: Siete kilos y mil pasiones
Tenía el metabolismo fiero y la visión inflamada de veinteañera cuando sufrí mi primera ruptura amorosa. Sentía que me faltaba el aire, que me había quedado sin hambre y hasta sin sed.
Dejé de comer, simplemente no podía. Entonces el desamor era un cocodrilo frío e inmóvil que se alojaba entre el pecho y el vientre y no había manera de pasar bocado. Perdí cinco kilos en dos semanas y media. Aprendí desde entonces que, a veces, el amor es así. Se cobra con kilos del cuerpo.
Siempre vuelvo a estas preguntas: ¿Cuánto peso perdemos cuando nos enamoramos?, ¿cuánto cuando el desamor nos condena?
Tuve también, sigo teniendo, la suerte de que una amiga con más años que yo y más camino andado, me rescatara de aquella crisis. Hablamos tardes y noches cansinas, repetitivas, dimos vueltas en el mismo círculo en que se ha perdido la humanidad entera parando en los lugares comunes del (casi) simpático circuito del amor y el desamor.
Hasta que una mañana de domingo, muy temprano, mi amiga llamó a la puerta. Abrí. Mi apariencia era la de una Nosferatu posmoderna en ropa de dormir y con unas ojeras que parecían túneles del tiempo para cambiar de dimensión. Se me notaban de veras esos cinco kilos menos porque el pantalón del pijama se me caía. “Tienes que comer bien, vamos a alimentarte”, me dijo.
Insistió en que era el único consejo verdaderamente útil que había recibido, puesto en práctica y atesorado para superar un duelo amoroso: “come bien”.
Yo lo había escuchado antes y lo escucharía un par de veces más en mi vida, pero nadie había materializado la sugerencia como ella. Esperó a que me pusiera unos jeans y una playera descolorida que hacía juego con mi tristeza y me remolcó al tianguis del domingo que se desplegaba, portentoso, a pocas cuadras de mi casa.
Apenas empezar a recorrer el tianguis, mi tono fatalista se fue desvaneciendo. Empecé a sentir esa punzada aguda, innegable y poderosa que llamamos hambre. Conforme los vendedores me iban alimentando con pruebas de sandías jugosísimas, tostadas con crema, trozos de ate de guayaba o hebras de quesillo, yo iba sintiendo que el cocodrilo gigante y frío se desintegraba.
Quería comérmelo todo, los olores me invadían y entré en un estado hipersensorial un punto doloroso.
Mi amiga me observaba, probamos y compramos de todo, aquí y allá, poco a poco la voracidad inicial se fue calmando y cuando regresamos al edificio donde éramos vecinas, yo sentí como si hubiera transplantado la semilla de mi duelo.
Pasamos el día juntas, cocinamos tremendo banquete para dos amigas con casi treinta años de diferencia pero que compartían el lenguaje universal que no es el del amor, sino el del estómago estimulado y hambriento.
Cuando nos sentamos a comer, ella dijo una cosa más: “¿Ves?, no te vas a morir de esto, te faltan mil pasiones por vivir”. No olvido esa hipérbole, esa exageración cariñosa con la que quería consolarme: mil pasiones por vivir. “Ya será menos, que no hay quien aguante mil veces esta chingadera”, contesté.
Tuvimos un ataque de risa que nos duró horas.
Primero mi amiga, y luego el tiempo, hicieron que un día esos cinco kilos regresaran para habitar el pantalón del pijama y los jeans que ya no se me caían. Yo me miraba al espejo tasando el progreso conforme mi ropa volvía a dibujar las formas promedio de mi cuerpo y la verdad es que me alegraba, el dolor bestial estaba cediendo. Ya podía respirar.
El caso es que todo este devaneo vino a cuento de la talla de Kim Kardashian, que se sometió a no sé qué rigurosa dieta para bajar siete kilos y poder entrar en el vestido de Marilyn Monroe. Siete kilos en tres semanas, no por desamor o por una enfermedad (valga la redundancia), tampoco con fines atléticos ni cinematográficos… lo hizo para entrar en el vestido de una chica con caderas considerablemente más pequeñas. Pues, qué cosa, digo, porque no atino a decir más; que cada quien haga con sus kilos lo que quiera y con el ancho de sus caderas lo mismo. Pero yo, de ser posible, firmaría ahora mismo una póliza para garantizar que no volveré a ser devorada por aquel cocodrilo frío que se alimentó con sangre de mi sangre y cuerpo de mi cuerpo. Ni cinco kilos ni siete, ni mil pasiones. Que no.
En fin, que ahora se lo digo yo a quien lo necesite porque no hay predador interior ni reptil de desamor que lo resista: comer bien, y tiempo.