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¿Nación ideológica? La adaptación cubana del ‘fin de la Historia’

El intento de construir una nación desde un Estado ideológico necesita no una tabla rasa, sino la construcción de la desmemoria

El discurso de aceptación del nuevo primer secretario del Partido Comunista de Cuba es especialmente revelador de una visión extraña a la construcción nacional en las Américas y, por derivación, en Cuba: la de que las naciones se construyen desde el Estado. Puesta en práctica, semejante visión no concluye nunca en un Estado-nación, sino en el Estado como nación. Nuestro caso. El costo es la expulsión sistemática de los nacionales y la ideologización ficticia de la nación. Con un remate: la pretensión política de crear una nación ideológica. Una contradicción en los términos.

La estructura del discurso es una versión de relevo generacional de esa pretensión. En el segmento principal, dedicado a identificar al Partido Comunista con Carlos Manuel de Céspedes (con la Historia) ―asimilación parvular―, hay un montaje de doble sostén: la Historia acontecimiento y la patrística (padres fundadores con sus actos heroicos y sus personalidades singulares). La fusión entre los nombres, los gestos, las fechas y las actitudes conduce a un orden lineal del relato político en el que, en un primer forzamiento, el Partido Comunista parece nacido de un momento épico y de lucidez de una Historia que hay que preservar, proteger y defender a través del… Partido Comunista. Un enfoque circular convertido en la adaptación cubana del fin de la Historia.

En el medio, muchos héroes y acontecimientos, incluso una brevísima incursión por la rebeldía de los esclavos, para fortalecer la intensidad del presente en una presentación sin respiro de momentos estelares del pasado.

La asociación entre el Partido Comunista y cualquier pugna bélica en Cuba es una lectura bastante atrevida, pero sirve al propósito de asimilar las guerras de independencia a la forma de un Estado con el fin de proporcionarle contenido nacionalista a un partido que funda su ideología en la clase y no en la nación; un segundo forzamiento. Que lleva a un tercero: emparentar un partido de clase con un partido por la independencia. La identidad entre el Partido Revolucionario Cubano y el Partido Comunista de Cuba solo se sostiene desde la fuerza de un Estado que impone esa lectura, pero no existe en realidad punto de contacto entre ambas formaciones, empezando por algo tan importante como su estructura: no hay manera de encontrar algo parecido a un Comité Central y un Politburó en el partido fundado por José Martí. Y sin estas estructuras, no hay partidos comunistas posibles. Lo fundamental: un partido por la independencia no es asimilable a un partido de clase.

Esta diferencia es clave en lo que hace a la construcción nacional. Las guerras por la independencia están obligadas a ser integradoras si quieren tener éxito. Y donde lo lograron, que es en casi todo el mundo, culminan en un tipo de Estado que refleja la composición plural del pedazo de territorio que delimitan, sin excluir por principio a ningún sector ni ciudadano. Las repúblicas son la forma que adquieren estos Estados, fundados en dos pilares: toda la población comprendida en el territorio y un orden legal que regule los vínculos en su interior en base a la igualdad de todos por la ley y ante la ley. Los partidos comunistas tienen otras dos prioridades: primera, la clase; segunda, el Estado. En verdad, al revés.

Y la segunda de ellas solo puede ser satisfecha cuando y si existe ya una nación. Esta nación existente faltó en el discurso de asunción del primer secretario. En todas las dimensiones que dieron especial sentido a los acontecimientos de los que se apropia el relato político que nos cuenta: la nación cultural (la Historia y las tradiciones de la arquitectura cubana son un testimonio potente de la nación que teníamos), la nación económica, la nación urbana, la nación moral, la nación sociológica, la nación constitucional, la de la identidad y la de las tradiciones. En fin, la nación nacionalista, anterior, paralela y más fundamentada que la de una combinación tan rara como la de un nacionalismo comunista.

Estas ausencias se entienden. El intento de construir una nación desde un Estado ideológico necesita no una tabla rasa, sino la construcción de la desmemoria. Siempre recuerdo la anécdota de cuando Fidel Castro quiso impresionar a Suharto, presidente de Indonesia y de visita en Cuba a principios de la Revolución, mostrándole la arquitectura del Vedado. Éste, listo y locuaz, alcanzó a preguntarle cómo habían construido una ciudad tan bella en tan poco tiempo. Sonrisas y a otro asunto. El punto de exhibición revolucionaria fue el Hotel Habana Libre, no una tienda de campaña en medio de La Habana Vieja.

De la desmemoria a la nación ideológica es el mismo tránsito que se produce de la nación real a la nación inventada desde el Estado. Con un problema para esta última: el regreso abrupto o paulatino de la memoria. Diría mejor: la nación inventada se ve obligada a permitir el regreso de la memoria por dos motivos. Por el peso de la tradición ―el fracaso del hombre nuevo es a su vez el triunfo de la tradición sobre el artificio― y por razones utilitarias. Las naciones ideológicamente inventadas se desconectan tanto de la (su) realidad que se ven obligadas a tomar prestado de la nación real que expulsan. En lo cultural, en lo instrumental y, sobre todo, en lo económico.

Es aquí donde aparecen todas sus tensiones con aquello y con aquellos que expulsan. ¿Cómo incorporar las herramientas económicas proscritas en una nación ideológica? ¿Cómo integrar a los otros nacionales transnacionalizados dentro de un molde de Estado nacionalizado por una ideología después que se les explusó? Y, ¿cómo reincorporar a los nacionales insulares en un mundo una vez más reinventado por la nación ideológica?

Porque las naciones ideológicas se inventan la nación cada vez que sea necesario al Estado que las crea. Y esto es posible por un paso crucial: las naciones inventadas por el Estado desde un partido destruyen la base misma de los estados nacionales: la ciudadanía y su igualdad ante la ley.

El VIII Congreso, al parapetar al Partido detrás de la Revolución y presentar a esta como la razón de ser del Partido ―el mismo recorrido circular del fin de la Historia―, vuelve a inventar ahora otra nación, capitalismo mediante, contra la nación real: la que vive otros capitalismos en el exterior, y envía remesas, y la que tiene prohibido experimentarlo.

¿Y la independencia? Seamos serios, ser antiestadounidense no es nacionalismo. Recordemos nuestras memorias soviéticas. Eso sí, la existencia misma de los Estados Unidos es una excelente coartada para el poder: el del partido único.

 

 

 

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