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Napoleón en Fontainebleau

El pasado fin de semana estuve en París por razones familiares y aproveché para visitar el palacio de Fontainebleau, coincidiendo con la conmemoración del segundo centenario de la muerte de Napoleón en Santa Elena.

Bonaparte desplazó su corte a Fontainebleau tras proclamarse emperador. Allí vivió con María Luisa de Austria y dio sus primeros pasos su querido hijo. Y allí, tras la derrota, firmó en 1814 el edicto por el que renunciaba al poder en el que proclamaba su sacrificio por Francia. Bajó las escaleras del palacio y se marchó a su exilio en Elba.

Fontainebleau había sido residencia de los reyes de Francia desde Luis VII. Pero fue Napoleón el que reconstruyó el conjunto de edificios y los jardines que hoy se pueden admirar. Si hay algún sitio donde podemos hallar sus huellas, es en este lugar.

Me lo imagino paseando por sus alamedas y el frondoso bosque mientras meditaba los pasos para dominar Europa y derrotar a los ingleses y los prusianos, sus dos grandes enemigos. Logró todo lo que se proponía, pero su Imperio se derrumbó rápidamente porque no supo calibrar la fortaleza de sus adversarios.

Siempre he admirado a Napoleón y no sólo por su genio militar. Era un hombre de Estado, una persona de gran curiosidad intelectual y un general amado por sus soldados. Pero también era un personaje soberbio, sin sentido de los límites. Su hybris le llevó a la catástrofe.

En Fontainebleau se halla el retrato de Gérard en el que aparece con una toga púrpura, una corona de laurel y el cetro del emperador. Podemos ver sus estancias, su dormitorio, su estudio, la vajilla con la que comía y los objetos que le rodeaban.

Pero lo que más me impresionó fue su uniforme de campaña dentro de una vitrina. Es un gabán azul oscuro, sin ningún distintivo, y su bicornio negro. Se observa por las proporciones que Bonaparte era muy bajo. La sobriedad de su atuendo contrasta con la magnificencia de los salones y el boato de su corte.

El mayor error de Napoleón fue confundir su persona con la nación. Él se creía la encarnación de Francia, como dejó claro cuando abdicó. Elevó a sus hermanos a la condición de monarcas y se divorció para casarse con la hija del emperador de Austria. Y quiso hacer de Fontainebleau el escaparate de su grandeza. Por eso, recorrer los pasillos y las estancias del palacio es un ejercicio sobre su desmesura y su vulnerabilidad. Quiso elevarse sobre la condición humana y su caída fue estrepitosa.

Hegel contempló pasar a Napoleón bajo su ventana tras la batalla de Jena y vio «el espíritu del mundo» en el general. Muchos franceses y europeos sentían lo mismo. Pero se equivocaban porque el emperador traicionó el ideal que defendía para consolidar su poder y destruir a sus adversarios. Fracasó porque no se puede imponer la libertad a la fuerza.

 

 

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