Naty Revuelta – El comandante ya no tendrá flores
Ha muerto la única persona que podría llevarlas, sin falta, a su tumba. Rememoramos la trágica historia de Naty Revuelta, una mujer que pasó de la lozanía a la dejadez, de la abundancia al desamparo, el protagonismo al olvido y de la renuncia a la obsesión, todo con un sino trágico: el desamor de Fidel Castro.
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La Habana, 1958. Un día, a eso de las cinco de la tarde, sonó el timbre en la casa de las Revuelta. Chucha, la querida cocinera negrita como un frijol, miró por el ojo de la puerta, la cabeza repleta de nuditos en forma de redecilla. Como un lamparazo, Elegguá, Yansá y Oggún se mezclaron en un alerta: “¡Señora Natica, no me haga abrir! ¡No abra! ¡Eso que está ahí afuera es el diablo!” El “diablo” vestía de punta en blanco, una guayabera almidonada blanco añil.
_ Busco a Naty Revuelta. ¿Esta es su casa?
_ ¿Y usted qué? ¿Tampoco tiene nombre y apellido? ¡Últimamente esta juventud está toda por el estilo!
Así comenzó la historia de la obsesión de Naty Revuelta por Fidel Castro. En realidad había empezado antes, cuando la bella y estilizada joven, de ojos verde-miel y porte voluptuoso había conocido al fogoso y carismático joven, que apenas hacia sus pininos en la convulsionada realidad política de un país en plena dictadura, cobijado por el manto vanguardista del Partido Ortodoxo.
BELLEZA HEREDADA
Dicen que todos tenían que volver la vista al paso de Naty, tan sensual era su presencia. Su padre, Manolo Revuelta, era un isleño-criollo cuya familia había disfrutado de una pretérita prosperidad santanderina, levantada a punta de boticas y ferreterías. Poseía una belleza intensa y una personalidad avasalladora. No perseguía a la fortuna pero sí a las mujeres, guitarra en mano, voz de trovador y mirada inevitable. Aficionado impenitente a esa mezcla explosiva del ron con yerba buena y azúcar mejor conocido como “mojito”, vivía y moraba felizmente borracho. La madre, Natica, hija de inglés y cubana, legó a su hija un físico que llegó a ser uno de los más asediados de La Habana. Cuentan que, como decimos acá, literalmente paraba tráfico. Era musa de modistos y dejó una lista interminable de corazones partidos cuando resolvió casarse con el alcohólico y pobretón inspector de obras públicas que era el mentado Manolo. El padre sajón le advirtió: “Esa va a ser la desgracia de tu vida”. Pero ella se casó y pronto tuvo una hija a la que también llamó Natalia.
Natalia fue debidamente registrada y bautizada. Mientras tanto, un niño nacía del otro lado de la isla, el tercero de una prole de bastardos hecha, no obstante, con amor verdadero. El viejo gallego que era Ángel Castro se había enamorado perdidamente de Lina, una casi niña hija de turco paupérrimo y de cubana hechicera. Judíos renegados por parte del padre, le habían borrado una letra a su apellido dejándolo en Ruz. Los niños fueron más tarde reconocidos, prolijamente alimentados, debidamente vestidos y cuidadosamente educados en las más conspicuas instituciones de la oligarquía. Sin embargo, el tiempo transcurrido en que veía pasar a su medio hermano Pedro Emilio andando a caballo, orgulloso al lado de su padre mientras ellos tenían que permanecer aparte como mancha oscura, fue una humillación que les envenenaría el alma y los marcaría para siempre con un lúgubre resentimiento, así luego quedara atrás, como parte de un pasado indeseado y oscuro.
Los caminos de Fidel y Naty distaban de encontrarse. Al mismo tiempo que el prestigioso médico Orlando Fernández-Ferrer caía postrado a los pies de ella, él había quedado con los ojos claros y sin vista al toparse con la preciosa jovencita Myrta Díaz-Balart, perteneciente al abolengo político de la isla, uno de cuyos tíos era ministro de Gobernación. Orlando y Naty se casaron y tuvieron una hija, Natalie. Casi a la vez, Fidel y Myrta traerían al mundo a Fidelito.
EL JURAMENTO CON SANGRE
Según sus contemporáneos, Naty era una chica con suerte. Recordaba una persona -que la conoció bien- que se le daba fácil ganar las partidas de tenis, “si se le ocurría voltear a ver a un espécimen del sexo masculino, en un minuto lo tenía de rodillas”, y tomaba clases de ballet en el exclusivo Pro-Arte Musical, el sacrosanto patronato de arte regentado por las encopetadas damas de la ultraconservadora sociedad cubana. Dicen que Naty agregaba a su natural encanto una dosis de extroversión y “libertad para hacer y andar”, un toque irreverente y escandaloso para los rígidos cánones de la época. Para explicar como es que una escuálida, de sospechosa aunque tremendamente atractiva piel aceitunada, pero niña-bien al fin, fuera a parar apasionada por un criador de pollos a granel en la azotea de un edificio, más tarde administrador de una venta de fritangas en una esquina de La Habana y en ese momento aventurero de la política, hay que entender el alto grado de politización de una sociedad hastiada de la corrupción y la arbitrariedad del régimen de Fulgencio Batista.
Poco tiempo después del matrimonio, nacida su primera hija y entrada ya en los riesgosos fangos del hastío, Naty se descubrió cansada de tanta suerte sin compartir y decidió dar una mirada a los desdichados y a las víctimas de un régimen oprobioso. Se unió a la Liga de Mujeres Martianas quienes, inspiradas en el pensamiento del prócer de la independencia cubana, cultivaban ideas libertarias por aquellos tiempos disfrazadas de focalizado mensaje antiimperialista. La sedujo el discurso de un hombre digno, valiente y meritorio como era Eduardo Chibás, egregio líder del Partido Ortodoxo. Poco a poco se fue mezclando entre los pliegues de ese enjambre de cubanos que luchaban denodadamente por salir de la dictadura, fue adhiriendo cada vez más intensamente a las causas y, más adelante, abonó con sincera emoción y considerable coraje el terreno de la pelea clandestina.
El día 16 de agosto de 1951, en una de sus escuchadas emisiones radiales, Chibás se confesó incapaz de aportar las pruebas para sostener las acusaciones que venía haciendo contra un ministro del gobierno, de robar al erario público. Acto seguido, allí, al aire en la radio, se dio un tiro. Era un hombre justo, de esos que no tienen la vergüenza como pose ni los principios de adorno. No quiso seguir viviendo, como relata uno que vivió el momento, “con el honor tachado de infundio”. Naty fue allí, mojó sus manos con la sangre de aquél político honesto en un tiempo de indecentes en el poder, y juró continuar su lucha para hacer realidad el ideal de una Cuba libre. Hasta el momento en que murió, cada agosto llevaba flores frescas a su tumba, según testimonio que nos ofrecen los descendientes del honorable y recordado líder.
Fueron múltiples los señalamientos de componendas de Fidel Castro en el suicidio de Eduardo Chibás. Supe, de boca de un destacado militante del Partido Ortodoxo quien caminaba detrás del féretro hacia el cementerio, colocado entre Fidel y el destacado hombre de radio José Pardo Llada, que el primero le propuso al archi-popular locutor: “Al pasar frente a Palacio, nos metemos con el muerto allí, damos el golpe, tú serás el Presidente y yo el Jefe del Ejército”. Por supuesto que aquello fue rechazado de plano y dejó un muy mal sabor en los paladares de aquellos cubanos atravesados por el dolor ante la muerte del jefe político y amigo entrañable.
LA LLAVE EN SOBRE DE PAPEL DE HILO
A todas estas, Fidel, con la carrera de Derecho sin terminar y de fracaso en fracaso entre empresas malogradas, resuelve usar su astucia en el campo de la política. Rápidamente, ayudado por su “estatura irreprochable y el encanto de su desvergüenza”, se deshace de sus rivales y alcanza el estatus de líder estudiantil. Es por esos días que Naty, enfervorizada por la causa ortodoxa, había entregado la llave de un apartamento de su propiedad -en la privilegiada zona de El Vedado- a tres dirigentes del partido chibasista, entre ellos a Fidel Castro. Dicha llave le llegó a Fidel en un sobre de papel de hilo y el fino aroma de Arpegio de Lanvin.
Cuando él se presentó a las puertas de la casa de las damas Revuelta, enfundado en su mejor guayabera almidonada, oculto al cuello el amuleto abre-camino de su abuela Dominga, a pesar de las advertencias de la criada vidente “conectaron de inmediato y el mundo desapareció para los dos”, cuenta la familia de ella. “En realidad desapareció sólo para ella –aclaran amigos, testigos de aquellos andares-. El solo estaba interesado en el respaldo que ella efectivamente le brindó para sus objetivos políticos”. Era una mujer de posición. Sus joyas permitieron financiar el trabajo de las células clandestinas que Fidel comenzó a organizar casi inmediatamente después de la desaparición de Chibás. También agenció recursos para obtener las armas necesarias y expuso hasta su vida por la intentona del Moncada.
Tres mujeres llegaron a tener especial significación en el inicio de la saga fidelista: Celia Sánchez, mujer –según las buenas y las malas lenguas- eternamente enamorada sin esperanzas de Fidel, la miliciana de su confianza, apostada siempre a su puerta como perro fiel, muerta más adelante de cáncer; Haydée Santa María, participante en el asalto al Cuartel Moncada; Vilma Espín, procedente de la más rancia burguesía de provincia, casada luego con Raúl Castro y, de acuerdo a todos los relatos, de tal inconmovible resistencia a la crueldad que le permitió disfrutar, sin que se le alterara un solo músculo, trago en mano, los fusilamientos de cada uno de los soldaditos de Batista en los paredones de la revolución.
Otra de ellas era Naty Revuelta, la de la lealtad a prueba de humillaciones, la más utilizada para operaciones de riesgo, la que llevaba, camuflajeado en un misal, las instrucciones y la proclama del Moncada, material que repartía de casa en casa y de iglesia en iglesia, el velo sobre la cabeza, muerta de miedo pero henchida de convicción revolucionaria.
Naty era la proveedora, la facilitadora de recursos y la madre de una hija que terminó huyendo de la isla, entre otras razones, a causa de la impotencia de ver a su madre añorando a un Fidel siempre ausente y cabeceando de sueño ante la pantalla del televisor con tal de no perder sílaba de aquellos frecuentes y tediosamente largos discursos. “Quiero a mi madre, pero se me hizo insoportable presenciar tanta decadencia. Me dolía verla”, me confesó una vez. Por elemental respeto a los sentimientos ajenos no fui a detalles con Alina, la hija que se le rebeló a Fidel y un buen día escapó de Cuba ayudada por periodistas españoles de la tolda de Felipe González. Supongo que para una generación como la nuestra –tiene mi edad, la de la revolución- sin importar las ideologías, compromisos y aún la intensidad del amor perdido, resulta inconcebible semejante obsesión y, para una hija, extremadamente dolorosa.
BREVEMENTE AMANTES
Fidel, al fracasar la toma del Moncada, el cuartel más emblemático de la provincia cubana, estuvo preso en Isla de Pinos. Se escribían –aún solo se escribían- y Naty, llena de valor, se había sincerado con su respetable marido participándole sus sentimientos hacia Fidel. El afamado médico no veía motivos para divorciarse por aquél enamoramiento que calificaba de “ideológico y platónico”. Pero pronto tuvo que aceptar la realidad y se marchó a Estados Unidos, antes de que la salida para los médicos comenzara a ser restringida por razones de “prioridad revolucionaria”, sin por ningún motivo dejar atrás a su hija biológica. Naty volvió a verla apenas una o dos veces en la vida. La añoraba, según confesó a sus íntimos, pero pudo más el apego a la revolución. En entrevista reciente afirmó: “Si esto queda vacío, yo seré quien apague la luz del faro del morro”. Resultó que el faro del morro apagó la suya, como la de tantos cubanos que se fueron de este mundo antes que Fidel.
Naty Revuelta resentía de los desprecios de que fue constante víctima, Fidel mediante. No hace mucho tiempo le impidieron compartir el palco de los veteranos de la revolución en los actos conmemorativos, teniendo que pasar agachada. Ella invariablemente excusó a Fidel. Siempre pensó que todo se hacía a sus espaldas. Nunca le pidió el menor favor, ni siquiera cuando a ella, a su hija y a su nieta les faltó hasta lo más elemental.
Mientras Fidel estuvo prisionero, Naty le llevaba lo que necesitaba y más. Hasta se ocupó de ver por Myrta y Fidelito. Escribía a la madre de Fidel y también a Raúl, el hermano, para darles ánimo e informarles sobre su estado. Lo colmaba de atenciones, libros y golosinas. Durante el intercambio epistolar entre Fidel, Myrta y Naty, las cartas se cruzaron y así se enteró la esposa del episodio Revuelta. Hay quienes sostienen que los familiares de ella, partidarios de Batista contra quien Fidel se había alzado, lo querían bien lejos de Myrta y propiciaron el cruce de la correspondencia. El matrimonio acabó y el todavía dictador, en un cálculo errado, subestima a Fidel y lo indulta. El resto es historia.
Fidel sale expatriado hacia México pero, en los días antes de partir, tiene un número indeterminado pero ciertamente breve de furtivos encuentros con Naty. Alguien allegado a los entonces amantes me dijo: “En realidad solo se vieron una vez, pero ella quedó embarazada”. Naty lo ayudaba desde Cuba con todo lo que podía. Casi nadie dudaba de que, al volver de México donde había conspirado sin descanso para derrocar a Batista, ya divorciado y sin impedimento alguno, se casaría con Naty. Pero no, el cuadro fue el mismo: Fidel la usaba, “la mareaba”, pero jamás concretó nada con ella, a pesar de enterarse al regresar de que tenían una hija. Esquivó el bulto cuanto pudo. Cuando, por fin, pusieron a la niña frente a él, dijo: “Es muy linda”. Se llamaba Alina. Esa escueta reacción prefiguró la relación que mantendría con su hija en adelante.
ETERNAMENTE ENAMORADA
Naty no se quejaba. Tampoco lo hizo cuando, a los diez años de edad, Alina fue llevada a la presencia de quien creía un amigo de su madre, para serle revelado que en realidad era su padre biológico. Naty nunca se lo confesó. Fue el propio Fidel quien se lo soltó sin mayores antesalas. Acto seguido, le participó que en adelante llevaría el apellido Castro, a lo cual ella se negó rotundamente y adoptó para siempre el Fernández de su recordado y amoroso papá-médico. Tampoco se inmutaba Naty cuando, súbitamente, algo recordaba a Fidel desde lo más profundo de su memoria que tenía una hija y se apersonaba -o sencillamente enviaba por ella- sin importar si era de madrugada. Parafernalia de por medio, ordenaba despertar a la criatura porque no tenía otra hora para visitarla. Después de generaciones de Natalias le pusieron por nombre Alina, en honor a Lina, la mamá de Fidel.
Naty vivió hasta el último minuto por y para la revolución porque era su manera de vivir por y para Fidel. Al fin y al cabo, son nombres preparados para que signifiquen lo mismo. Mientras “el sí se le traba en la garganta” a Alina ante la pregunta de si es la hija de Fidel, Naty siguió siempre soñando con aquél peludo puntiagudo, enfundado en impecable guayabera blanco añil que fue Fidel. Y mientras ella, en el sopor de la soledad y el olvido semejando aquella Cuba que se quedó en los cincuenta, escuchaba como ecos somníferos de su pasado de vértigo los gritos de “¡Fidel, viva Fidel!, para el resto del elenco de esta historia repican inclementes las premonitorias palabras que Chucha, la cocinera retinta que se ufanaba de no tener pelo sino “pasa de negra conga”, repitió indignada cuando Fidel llevó el veintiúnico regalo que hizo a su hija Alina, un muñeco-fetiche de sí mismo: “¡Hace años le dije a la señora Natica que no lo dejara entrar en la casa, que era el mismísimo diablo!”.–