Naufragio conflictivo
Hundido hace tres siglos, el galeón español San José enfrenta ahora contingencias aún más peligrosas que el ataque de los corsarios británicos, desde que la Armada colombiana descubriera sus restos en las vecindades de Cartagena de Indias.
Un botín en oro, plata y piedras preciosas, con valor equivalente a 20 millardos de dólares, había sido razón suficiente para las numerosas tentativas de rescatar a la nave de su prolongado reposo, pero pocos imaginaron que el hallazgo, en 2015, provocaría la maraña de complicaciones políticas, académicas, jurídicas y mediáticas que han transformado el caso en un apasionante culebrón.
Refiere Wikipedia que la nave capitana de la Flota de Tierra Firme, partió de Cádiz en marzo de 1706, junto a la almiranta y diez buques de carga, con destino a Cartagena de Indias, donde tuvo que permanecer dos largos años por la amenaza de una flota británica hostil que merodeaba al mando del corsario Charles Wager, hasta que el capitán, don José Fernández de Santillán, conde de Casa Alegre, estimó que las condiciones eran propicias para retornar a España sin contratiempos.
Se equivocaba, sin embargo, porque ocurrió entonces la emboscada de la isla de Barú y la explosión del galeón de 40 metros de eslora, del cual salvaron la vida once de sus seiscientos tripulantes, mientras el Caribe engullía su tesoro miliunochesco.
Hasta que el hallazgo de 2015 alborotó todos los demonios.
Colombia lo declaró bien de interés cultural, desestimando su valor monetario y planteó un conflicto con cazatesoros estadounidenses que había invertido recursos y esfuerzos con el objetivo, muy legítimo, de recuperar un porcentaje del botín.
Sería un esfuerzo conjunto a partir de este mes, con el riesgo de maltratar la podrida estructura, del Ministerio de Cultura, el Instituto Colombiano de Antropología e Historia, la Armada y la Dirección Nacional Marítima, a un costo de 4.5 millones de dólares, que despierta críticas de expertos locales agrupados en una Red Universitaria de Patrimonio Cultural Sumergido. Coincidentes con el reclamo por la mitad del eventual beneficio, formalizada por la compañía Sea Search Armada ante los tribunales internacionales de La Haya.
También el Reino de España ha reivindicado derechos, porque el navío surcó alguna vez los mares con la bandera nacional, y su embajador en Bogotá planteó en febrero la conveniencia de suscribir un acuerdo bilateral relativo a la protección del patrimonio subacuático.
Y como si esto no fuera suficiente, ha surgido ahora un nuevo protagonista en Bolivia, donde las comunidades indígenas Qhara Qhara, Caranga, Chicha y Killaka aducen que las riquezas dormidas en las costas colombianas fueron extraídas de las pródigas minas de Potosí mediante la explotación y la violencia ejercida sobre sus remotos antepasados.
Además, la profundidad alrededor de 600 metros a que yace el San José implica una dificultad técnica primordial, a obviarse quizás con un robot sueco-británico operado por el Gobierno bogotano, cuyo destino sería un museo construido en Cartagena especialmente para albergarlo.
En resumen, jamás imaginó el presidente Gustavo Petro –agobiado ya por la oposición a su errático quinquenio- el avispero que despertaría con su iniciativa de extraer siquiera un fragmento del pecio, gracias a una asociación privado-gubernamental y el énfasis puesto en el valor histórico del buque sumergido.
Y por eso, quizás prevalecerá como punto final del embrollo la alternativa sugerida por la antropóloga Alhena Caicedo, de dejar tranquilo al venerable San José allí donde está, intacto en el lecho marino, y recabar in situ la información necesaria para enriquecer la historia de aquellos tiempos cuando, a cañonazo limpio, alboreaba el capitalismo mundial.
Varsovia, abril de 2024.