Nava Contreras: Los griegos y la invención del culebrón
Estaba yo a mitad de carrera y todavía teníamos universidad cuando invitaron a la ULA a Salvador Garmendia. No era la primera vez ni sería la última, pero esa fue la primera vez que pude ver y conversar con el maestro. De hecho, Garmendia había trabajado en la década de los setenta en la ULA. Todos en la Escuela de Letras conocíamos sus cuentos y lo admirábamos como uno de los grandes de la narrativa venezolana; pero la charla que dio y las preguntas que le hicimos fueron, cómo no, sobre el culebrón, quizás el mayor aporte venezolano a la cultura de masas. Salvador Garmendia era sin duda uno de los libretistas más reconocidos y por tanto considerado uno de los representantes del género. Yo, como buen estudiante de clásicas y por tanto obsesionado con el origen de casi todo, hice una pregunta que iba directamente al grano: cuál era el origen de la telenovela. El maestro me respondió con toda naturalidad: la telenovela latinoamericana procede directamente de la novela de folletín francesa del siglo XIX. No sé si pude disimular mi cara de desconcierto, y es que a los helenistas se nos inocula un credo tan simple como radical, casi un fundamentalismo, una especie de convicción adánica: los griegos lo inventaron todo, o bueno, casi todo. ¿Acaso en ese estrechísimo margen que significa “casi” cabía un fenómeno tan complejo como la telenovela? Al final del encuentro, el maestro se tomó unos breves momentos para explicarme amablemente que, en efecto, la telenovela latinoamericana es descendiente directa de aquellas novelas que se publicaban por entregas en las revistas de la Francia del XIX, al estilo Madame Bovary.
El recuerdo y la desazón de aquella respuesta me acompañó por mucho tiempo, hasta que un día decidí ponerme a indagar sobre ella. Fue así como años después, ya graduado, publiqué mi artículo “Amor es un algo sin nombre… Tradición aristotélica y culebrón venezolano”, que con el tiempo se convirtió también en una conferencia y que, con ese nombre, no es difícil entender que haya tenido bastante suerte. El procedimiento fue sencillo: tomé uno de los pocos acercamientos teóricos a la telenovela que existen, un curso que dictara el otro gran referente de la época dorada de la telenovela venezolana, José Ignacio Cabrujas. En realidad, el texto corresponde a las transcripciones del taller “El libreto de telenovela”, que dictó Cabrujas en el CELARG en 1993, y que está recogido en Y Latinoamérica inventó la telenovela (Alfadil, Caracas, 2002). Tomé, pues, el texto de Cabrujas y lo confronté con el texto por excelencia sobre teoría literaria antigua, la Poética de Aristóteles. Y de la teoría a la práctica: también revisé por YouTube decenas y decenas de capítulos de las telenovelas que en mi opinión (discutible, lo sé) constituyen el canon del culebrón venezolano: Cristal (RCTV, 1985-1986), Topacio (RCTV, 1984), La dama de rosa (1986), Abigail (RCTV, 1988-1989) y Kassandra (RCTV, 1992-1993). Ése era mi corpus.
El resultado fue sorprendente. Cabrujas no solo conoce muy bien el texto de Aristóteles, sino incluso confiesa que muchos de sus conceptos le fueron útiles a la hora de escribir sus libretos. Cabrujas no tiene problemas en reconocer las deudas del género. Para él, la telenovela es “un género viejo y nuevo, anticuado y vigoroso, lleno de compromisos con el pasado”. Para Aristóteles, todo drama es imitación de una acción, mímesis práxeos (1450 b). En ese sentido, la parte más importante de la tragedia es el mythos, que los traductores coinciden en traducir aquí como “argumento”. Para Cabrujas, todo argumento es “una vida organizada a fin de ser comprendida”. Insiste en que “los sentimientos a los que apelamos deben ser reconocibles: amor, celos, envidia…”. Para Aristóteles esta imitación debe tener “cierta amplitud”, mégethos (1449 b). En la antigüedad, el tiempo de una tragedia se restringía a lo que duraba la luz del día. En los años cincuenta, los capítulos de las primeras telenovelas venezolanas duraban quince minutos y el número total de estos capítulos oscilaba entre los veinte y los veinticinco. Cristal, treinta años después, tuvo 246. Cabrujas admite que la extensión de la telenovela es cuestión de magnitudes, el tiempo necesario para que los protagonistas pasen “del sufrimiento a la felicidad”. Son exactamente las palabras de Aristóteles en la Poética: ek dystykhías eis eutykhían (1451 a). Y la felicidad, la eudaimonía, es, nos lo recuerda en la Ética a Nicómaco (1095 a) y en la Retórica (1360 b), el fin, télos, de la vida buena.
Cabrujas habla de unas “sensibilidades compartidas” que configuran los “resortes de la pasión” que aspira tocar toda buena telenovela. Aristóteles alude a una sensibilidad popular modelada por los mitos en los que se basan las grandes tragedias: Edipo, Hipólito, Medea, Ifigenia. Mitos cuyas historias son “las más admirables”, thaumasiótata (1452 b), y que modelan la educación sentimental de los griegos. Lo mismo pasa en Latinoamérica. Al igual que el infortunado rey de Tebas, Topacio es ciega y regalada al nacer. También Cristina, la futura “Cristal”, se ha criado en un orfanato y Kassandra es regalada a unos gitanos. Como Ifigenia, Gabriela Suárez, “la Dama de Rosa”, pagará por un crimen que nunca cometió. Medea enloquecerá por la traición de Jasón y matará a sus hijos. En cambio Abigail pierde a su hijo recién nacido y enloquece; pero ambas enloquecen de dolor. Todas luchan por un amor imposible, como el que arrebata a Fedra por su hijastro Hipólito.
Son las historias que viven estas heroínas, las de las tragedias y las de las telenovelas; pero que también podría vivir cualquiera de nosotros. En ello consiste precisamente el secreto de la kathársis. La catarsis no es más que lo que resulta cuando se activan los resortes de la pasión, el arte de “despertar las pasiones” (tò páthê paraskeuázein) de que nos habla Aristóteles en la Poética (1456 b). Se trata de un viejo término que se empleaba en dos contextos bien diferentes: en el mundo de la medicina, significando “purgación”, y en contextos religiosos, significando “purificación”. Creo que Aristóteles, cuyo padre era médico, concibe la catarsis más como un proceso de “expulsión” de las pasiones que como “expiación” de faltas contra los dioses. Estas pasiones son fundamentalmente dos: éleos kaì phóbos, compasión y temor. A la compasión también la llamaban los griegos sympátheia, una disposición para sufrir juntos.
En todo caso, es claro que el dominio de las técnicas de la catarsis implica un conocimiento profundo del alma humana, de la naturaleza del hombre y de los sentimientos. Uno de los recursos más recurridos es, por ejemplo, el de lo patético, tò páthos, que consiste, según palabras del mismo Aristóteles, en “una acción destructora o dolorosa como, por ejemplo, las muertes en escena, los tormentos, las heridas y demás cosas semejantes” (1452 b). Otra es el “reconocimiento”, la anagnórisis, en que está, prácticamente, el desenlace del drama. Aristóteles la define como “un cambio de la ignorancia al conocimiento” que resuelve la peripecia (1452 b). En las telenovelas constituye un momento fundamental, cuando la protagonista descubre su verdadero origen y entonces le cambia la vida. Recordemos cuando a Cristal la reconoce su madre, Victoria, por ejemplo. Para Aristóteles, todo reconocimiento ha de ser “verosímil o necesario”, katà tò éikon ê anankaion. La verosimilitud, éikos, es el arte de construir el relato de modo que el espectador pueda creerlo, dando origen a lo que los semióticos llaman un “contrato fiduciario”, en otras palabras, el milagro por el que nos quedamos pegados al asiento al ver una película de terror, sabiendo que sólo se trata de una película. Lo verosímil no es necesariamente verdadero. Sin un relato verosímil es imposible la sympátheia. En el caso de la telenovela, siendo que su magnitud es superior a la de la tragedia, no podemos hablar de una catarsis, sino de varias. Así lo dice Cabrujas: “para que el espectador se instale en el argumento y reciba la catarsis, hay que suministrarle pequeñas dosis de catarsis a lo largo de la historia y dejar la gran catarsis para el final”. La telenovela latinoamericana es simplemente incomprensible sin el dominio de la catarsis.
Lo que subyace en Aristóteles, como por supuesto en Cabrujas, es una concepción de la literatura en tanto que tékhnê, un conjunto de “técnicas” encaminadas a suscitar el placer de la representación. Una hedoné de la mímesis que, en el caso de la tragedia como de la telenovela, se convierte en hedoné del sufrimiento y del dolor, por paradójico que nos parezca. Hay, pues, una tradición que se remonta a la tragedia ateniense y que sin duda se conserva entre los televidentes de Latinoamérica, quizás un instinto ancestral que inexorablemente nos lleva a los placeres del mito. Se trata de una tradición que nos concita frente a la pantalla del televisor, la tradición de deleitarnos al sufrir con los sufrimientos y alegrarnos con las alegrías de unos personajes que encarnan no solo lo que les sucede, sino también lo que podría sucedernos a nosotros mismos en cualquier lugar, en cualquier momento.