Nicaragua: en las puertas del infierno y la deshumanización
Hay una profusión de caracterizaciones sobre la situación política de Nicaragua, sobre la naturaleza del sandinismo, del llamado orteguismo, de la oposición colaboracionista (“zancudos”), del modelo dictatorial que desarrolla el Frente Sandinista de Liberación Nacional-FSLN, etc. Esto se puede comprobar a los pocos minutos de conversación con cualquier nicaragüense radicado en cualquier parte del mundo. Si algo tienen en común estas narrativas que vislumbran claros juicios de valor, es su vehemencia y emotividad, en la mayoría de los casos.
Por ende, estoy consciente de que mi apreciación—la que expondré en esta nota—es, solamente, una entre tantas. Ahora bien, si de algo estoy seguro es que, transcurridos más de tres años desde las matanzas del 2018, hay pocos sectores nicaragüenses que han compartido o comparten lo que voy a explicar en las próximas líneas. Esto responde tanto a la crisis del modelo de poder sandinista, como a una visión estratégica para salir de esa crisis. Pese a ello, hay que insistir.
Sostengo que la crisis política desatada en Nicaragua desde el 2018 ha desencadenado una crisis profunda en materia de derechos humanos. La situación extrema a la que hemos llegado en unos tres años se debe a la radicalización de la dictadura genocida; pero también a la estrategia objetivamente derrotista de una “oposición”, llena de retórica, lugares comunes y versos poéticos, que resulta siendo complementaria a la dictadura.
Esto último no es difícil de comprobar: Desde el 19 de abril 2018, el poder sandinista asumió con sangrienta frialdad el principio de que ninguna presión popular pacífica y cívica desplazaría a Ortega y Murillo del poder. Casi de inmediato, Ortega, Murillo y el FSLN percibieron que el pueblo no quería transitar por una nueva guerra civil, que su protesta era netamente cívica y pacífica. Así, desplegando todas las fuerzas posibles del partido, el Estado y el gobierno, decidieron declarar una guerra unilateral: una violenta represión para asegurar la extinción rápida y de raíz de la inconformidad ciudadana. Esta estrategia de respuesta de Ortega y su aparato a las primeras movilizaciones masivas se sintetizó en la consigna “el comandante se queda”. Su retiro, renuncia, desplazamiento del poder, dijeron, no era negociable. De esa manera, el sicariato, la policía (guardia) y los destacamentos selectivos del ejército -que como plaga de langosta se extendieron de un lugar a otro reprimiendo a la ciudadanía- repetían su consigna del “vamos con todo”, para hacer valer dicha. Consigna. El “comandante” se quedaba. Ortega desafiaba la inconformidad del pueblo.
Insólitamente, en medio de tales feroces matanzas que tuvieron lugar especialmente entre abril y julio del 2018 y que llegaron a contabilizar casi tres asesinatos diarios, la oposición aplicaba una estrategia de contención de las movilizaciones. El llamado era a esperar su participación en elecciones con Ortega (que se plantearon inicialmente como “adelantadas”). La “oposición” se dotó de su orientación estratégica: que a la dictadura debía permitírsele un “aterrizaje suave”, no provocar su caída en picada. Se decía que la salida de Ortega podría provocar un vacío de poder de impredecibles consecuencias.
El comandante Ortega se quedaba, permitiéndole una suavizada bajada del poder. Se consolidó entonces una estrategia común y complementaria entre el poder sandinista y las fuerzas que se presentaban como su alternativa.
Fusión de estrategias
Aunque resulte inconcebible, aún a estas fechas del 2021, muchos sectores políticos nicaragüenses, especialmente los líderes juveniles y estudiantiles, no constatan la cercanía entre las estrategias de Ortega y las de esa “oposición” de salón, oposición de capilla, nacida en el escritorio del ubicuo Cardenal Leopoldo Brenes entre abril y mayo 2018: “El comandante se queda, vamos con todo” = “Aterrizaje suave al comandante, vamos a sus elecciones”.
Esta convergencia de estrategias ha devuelto la potencia al régimen; le ha dado patente de vida y muerte sobre el colectivo social y le ha permitido pasar de un momento de acorralamiento (abril-mayo 2018), a la violación flagrante del marco legal y penal inmediato. De allí a la violación absoluta del orden constitucional ha habido un solo paso. Todo esto sin solución de continuidad y con una creciente violación de los principios y los derechos humanos universales. Es este el punto en el que actualmente nos encontramos.
En este contexto en el que sigue vigente la consigna estratégica del “vamos con todo”, Ortega y Murillo han llegado a convertir a su poder, a su familia, a su partido FSLN, en una aberración, en una fuerza objetivamente enemiga de la humanidad. Se trata de una fuerza de terror tal que los lleva a asesinar, perseguir, secuestrar, encerrar personas, privarles de sus derechos fundamentales so pretexto de la guerra contra el imperialismo o la defensa del socialismo.
Estamos en las puertas del infierno
Cualquier formación política, cualquier modelo de Estado y de poder que, independientemente de sus expresiones y suposiciones, de sus credos ideológicos, suprima masiva o selectivamente el derecho a la vida (sin mencionar el resto de los derechos humanos), está condenando a las personas a un estado de barbarie, de pérdida de su humanidad. Se trata de una regresión evolutiva donde la capacidad de hacer daño físico, el imperio de la violencia irracional y primitiva es la única valedera. Esto es lo que vivimos en Nicaragua: la negación de todo principio de humanidad y civilización, la involución al estado de barbarie.
Es por ello que el país está llegando a un punto de no retorno: más allá de los crímenes y torturas masivas, los secuestros impunes, la negación de la atención médica por razones sectarias, en este punto solo queda la oscuridad antihumana, la pesadilla de los campos de concentración, la arbitrariedad del poder de las armas, de la bota, el fusil, la picana eléctrica, el poder de secta encima de toda la sociedad. ¿Cómo detener la deshumanización absoluta de un sistema, de un estado, un país?
Empero, hay –y, sobre todo, debe haber un límite: la universalidad de los derechos humanos
Al haber sobrevivido al descuartizamiento mutuo entre casi todos los pueblos y gobiernos del mundo, a la Segunda Guerra Mundial (1939-1945); al haber podido superar el fascismo italiano, el nazismo alemán, el imperialismo nipón, tuvo un momento de inspiración y reafirmación al haber decidido comprometerse mutuamente en la Declaración Universal de Derechos Humanos (adoptada y proclamada por la Asamblea General de Naciones Unidas en su resolución 217 A (III), del 10 de diciembre de 1948). Este compromiso constituye la base histórica que ha permitido, por sobre cualquier otra diferencia, particularidad o sistema social y político, establecer los derechos civiles, políticos, económicos, sociales y culturales básicos que son la esencia de la humanidad como tal. Deben regir para una monarquía, una democracia, un socialismo, comunismo, liberalismos de cualquier variante. La Declaración Universal ha llegado a tomar peso jurídico y vinculante, a través de otros instrumentos como el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (con sus dos protocolos facultativos), y el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales. Esos tres instrumentos forman la llamada “Carta Internacional de Derechos Humanos”. Junto al entramado de instrumentos complementarios, de los principios de las constituciones de muchos países o de tratados específicos regionales, el mundo cuenta con un sólido sistema de derecho internacional para la preservación de los derechos humanos que hace posible vigilar, prevenir, advertir, corregir y penalizar las violaciones a ese entramado.
El derecho internacional, dado su carácter universal y la competencia supranacional de su defensa a partir de las firmas de compromiso y reconocimiento de los Estados, impide a cualquier país falto de legalidad y legitimidad el reclamo del principio de autodeterminación, soberanía nacional y anti-injerencia, sobre todo si en su interior se viven situaciones de terrorismo estatal, crímenes de lesa humanidad, régimen de torturas, secuestros, ejecuciones sumarias, fanatismo político y pseudoreligioso, sicariato y paramilitarismo, negación de derechos civiles y políticos, militarización institucionalizada, interdicción y judicialización de toda la sociedad civil, tal como sucede en Nicaragua.
Hay que resaltar que, de manera consciente, la “oposición” nicaragüense ha estado rechazando y obviando este fenómeno fundamental del estado crítico de los derechos humanos en Nicaragua: por tres largos y dolorosos años, ha pretendido convencer a la “comunidad internacional”, con meras razones políticas, de la necesidad de sanciones económicas que no solo afectan al régimen, sino también a la población. Se han escuchado voces pidiendo suspender tratados comerciales suscritos por el país con Estados Unidos o la Unión Europea. Esto paradójicamente, ha agravado la ya precaria situación en materia de derechos humanos fundamentales y han sentado un grave precedente en las relaciones internacionales de los estados.
Desde este enfoque acomodaticio e irresponsable, la hipótesis subyacente es que la “comunidad internacional” puede obligar a Ortega a hacer reformas electorales, permitir movilizaciones políticas, devolver personerías jurídicas, hacer modificaciones constitucionales que le faciliten las cosas a la “oposición” interna. Como se ve, son temas internos, nacionales, que ningún Estado que esté en sus cabales va a implementar contra otro Estado, porque, sencillamente, se lo podrían aplicar a él mismo un poco más adelante. Es tal limitante la que le facilita al canciller sandinista a hacer sorna de esos esfuerzos y que, incluso, los tilde de injerencistas. Es decir, esto solo ha validado y fortalecido su verborrea anti intervencionista y antiimperialista en los foros internacionales.
Tal limitante resulta aún más evidente si pensamos que, en estos tres años, ningún líder ni fuerza política ha intentado, siquiera, una acción formal de denuncia del régimen y sus cabecillas por crímenes de lesa humanidad ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos. El enjuiciamiento internacional de Ortega y Murillo, por ejemplo, por violaciones a los derechos humanos en el ejercicio de su poder, sería un golpe jurídico y moral de indudable efecto interno, que sí ayudaría a neutralizar la letalidad represiva de la que ha hecho gala el sandinismo en el poder.
Igualmente, ha estado ausente el llamado y cabildeo a algunos países sensibles, a convocar el derecho a la justicia universal en este tipo de crímenes. Esto permitiría el enjuiciamiento de los cabecillas en el sistema judicial de dichas naciones.
Extrañamente, tampoco esos liderazgos han planteado el llamado al embargo internacional de armas, instrumentos y herramientas letales indispensables en la estrategia represiva del régimen. Hablan de embargo comercial y económico, pero no dicen nada sobre el embargo total a las armas, municiones y demás instrumentos de muerte que sostienen al régimen.
Por estas razones, el foco actual, vital, de urgencia, en el caso de Nicaragua (así como el caso de Cuba y Venezuela), es el tutelaje, la defensa de los derechos humanos y la aplicación de penalidades, a nivel internacional, por las violaciones perpetradas por las élites en el poder. Esta es la única manera de lograr apoyo de la llamada comunidad internacional para frenar o, incluso, golpear la capacidad represiva de un régimen que se sostiene sobre la base de tales violaciones. Asimismo, brindaría un margen para acciones políticas cívicas y pacíficas que lleven a una salida humanitaria frente a la crisis nicaragüense.
Nos encontramos en las puertas del infierno en Nicaragua. Ojalá podamos tomar un rumbo estratégico, antes de que sea imposible detenerse en la caída a la barbarie, a la total deshumanización que no tiene camino de retorno.
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Franja de Gaza, 14 julio 2021