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Nicaragua: la imposición del silencio

Wilfredo Miranda Aburto es periodista nicaragüense. Es cofundador de ‘Divergentes’ y colaborador en ‘El País’, ‘Univision’ y ‘The Guardian’.

 

El viejo edificio del diario La Prensa, situado al pie de la Carretera Norte en Managua, es un referente en Nicaragua no precisamente por sus características arquitectónicas. Es una fachada blanca, un tanto anodina, con el logotipo del periódico que recibe la sombra de una enorme bandera de Nicaragua. Sin embargo, la redacción es un referente, un icono intangible que durante 95 años ha informado pese a los terremotos y bombardeos que la han devastado, así como sorteado las zancadillas puestas por las dictaduras que han gobernado este país en el último siglo.

 

Suele uno pensar que cuando una institución adquiere el grado de símbolo, hay respeto unánime en torno a ella. Sin embargo, el mediodía del pasado viernes 13 de agosto el inmueble fue asaltado sin ambages por tropas policiales que responden al dictado de Daniel Ortega y Rosario Murillo.

 

Las patrullas cerraron los portones del principal y más longevo diario del país para allanarlo. Aislaron a periodistas, desconectaron los servidores internos de la redacción, requisaron el edificio, y apresaron al gerente general de la Editorial La Prensa, Juan Lorenzo Holmann, por los supuestos delitos de “defraudación aduanera y lavado de dinero”. Hasta el 18 de agosto el edificio seguía tomado, en una virtual confiscación, si se toma como parámetro los asaltos previos de las redacciones de Confidencial y el Canal 100% Noticias, las que tras ser allanadas pasaron de facto a ser propiedad del Estado.

 

Pero más allá de eso, lo que aún queda fresco son las imágenes de las patrullas saqueando La Prensa este viernes. Un símbolo violado por un gobierno que, 42 años después, dice “combatir al somocismo”, la dictadura que atacó a La Prensa, al punto de asesinar a su director histórico, el mártir de las libertades públicas Pedro Joaquín Chamorro, en 1978.

 

Cuando los símbolos que han delineado la historia de un país comienzan a ser apedreados sin pudor, significa que quienes lanzan las piedras, en este caso los Ortega-Murillo, han cruzado una línea roja, igual que los Somoza para imponer un régimen en el que el disenso es anatema. Pero, a decir verdad, la pareja presidencial ya ha cruzado tantas líneas rojas en Nicaragua que han roto cualquier precedente: desde easesinato de al menos 325 personas durante las protestas de 2018, el secuestro de más de 1,000 presos políticos, la expulsión forzada al exilio de más de 100,000 nicaragüenses y, más reciente, la liquidación del proceso electoral con el encarcelamiento de 32 líderes opositores, entre ellos siete precandidatos presidenciales, que anula toda competitividad.

 

El párrafo anterior es un resumen muy escueto de las perennes violaciones a los derechos humanos que hemos sufrido en los últimos tres años, pero sirve para contextualizar la escalada represiva que atravesamos. Empezó en mayo cuando el régimen Ortega-Murillo ordenó a la Fiscalía armar un supuesto caso de lavado de dinero en contra de la Fundación Violeta Barrios de Chamorro (la expresidenta que en 1990 derrotó en las urnas al sandinismo). El caso, que hasta el día de hoy no ha reunido pruebas ni siquiera para iniciar juicio, tuvo dos objetivos claros. El primero fue inhibir la candidatura presidencial de Cristiana Chamorro, quien era directora de la fundación que trabajaba en la capacitación y apoyo de periodistas locales. Cristiana, hija del mártir Pedro Joaquín y la expresidenta Chamorro, era la candidata más popular en las encuestas para enfrentar a Ortega y Murillo.

 

El segundo objetivo es acallar al periodismo independiente en Nicaragua. Desde las protestas de 2018, los reporteros hemos jugado un rol fundamental en la documentación de las graves violaciones a los derechos humanos, como ejecuciones extrajudiciales cometidas por policías y paramilitares. El periodismo ha sido uno de los principales enemigos del régimen sandinista. En palabras de la propia vicepresidenta Murillo, somos “terroristas de la comunicación”. Más de una treintena de periodistas hemos desfilado por la Fiscalía, donde hemos sido interrogados de forma inquisidora.

 

Los fiscales a cargo del caso de supuesto lavado de dinero cuestionan nuestro quehacer periodístico, insisten en que revelemos nuestras fuentes y, como en mi caso, la fiscal Heidy Ramírez leyó mis colaboraciones con medios internacionales y me juzgó, irónicamente, sin ser jueza. Me declaró culpable de “violar la ley de Ciberdelitos”, una de las arbitrarias leyes aprobadas por el Gobierno para silenciar a los reporteros. “¡Sos mentiroso!”, me espetaba la fiscal.

 

Con la ley de “Ciberdelitos” el Gobierno Ortega-Murillo se abroga la facultad de decidir cuando un reportaje es “noticia falsa” e imponer de uno a ocho años de prisión. Posteriormente otros colegas —y hasta médicos que informan sobre la negligencia oficial ante el COVID-19— han sido amenazados con esta normativa. Otra ley que ha usado el régimen para imponer el silencio es la de “traición a la patria”. Bajo esa acusación han sido encarcelados la mayoría de opositores. En pocas palabras, prisión inmediata por criticar o, según el oficialismo, por “realizar actos que menoscaban la independencia, la soberanía, la autodeterminación e incitar a la injerencia extranjera en los asuntos internos”. Este cóctel punitivo ha tenido graves efectos en los últimos meses.

 

Según he corroborado en conversación con colegas, al menos unos 21 periodistas han tenido que salir al exilio hacia Costa Rica de manera irregular para que las autoridades de migración no les quiten el pasaporte. Las redacciones se han desarticulado parcialmente, ya sea por los reporteros que huyen o los que se resguardan para no ser apresados, como sucedió con el periodista deportivo Miguel Mendoza y también con Miguel Mora, capturado por segunda ocasión. Las fuentes de información se han cerrado por temor a la cárcel. El miedo no es infundado. Por ejemplo, el experto en materia electoral, José Antonio Peraza, fue capturado luego de una comparecencia en un canal local y lo acusaron de “traición a la patria”.

 

La autocensura nunca había sido tan palpable en Nicaragua. Solo basta ingresar a los diarios para encontrarse con una muletilla —cansina pero necesaria—: “la fuente pidió anonimato por razones de seguridad”. Es orwelliano. El “crimental” instalado. El régimen trata de imponer un “apagón informativo” a tan solo tres meses de unas cuestionadas elecciones. El fin es diáfano: impedir la fiscalización del periodismo y la ciudadanía de un proceso electoral considerado viciado.

 

Con el asalto de La Prensa, referente y símbolo del periodismo libre, el régimen ha enviado un mensaje perentorio a los periodistas: van por todos y “con todo”, una de sus principales consignas represivas. Quedan ya pocas líneas rojas que cruzar. El tándem Ortega-Murillo apunta al 7 de noviembre, el día de los comicios, para consolidar la dictadura de partido único sobre el gulag del pensamiento crítico que han construido. Pero quedan esperanzas para las libertades y están cifradas detrás de la anodina fachada blanca de La Prensa, desde donde Pedro Joaquín Chamorro estableció un concepto imperecedero: “Mientras haya una máquina de escribir, un papel, un micrófono, una plaza pública, un balcón o un espacio para hablar aunque sea en la celda de una cárcel, seguiremos denunciando a los inmorales”.

 

 

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