Con excepción de una franja lunática de la izquierda, todo el mundo parece haber aceptado por fin que Nicolás Maduro es un dictador. Y que debe dejar el poder, ojalá por las buenas, aunque no faltan quienes quieren defenestrarlo por las malas. Yo estoy de acuerdo con lo primero –su carácter de dictador– y lo segundo –debe irse, ojalá sin violencia– desde mucho antes que existiera el actual consenso. Pero no comparto la extendida opinión de que la situación en Venezuela se debe a que Maduro es mala persona y peor gobernante. Ambas cosas son ciertas, ambas han agravado la crisis; pero no la explican.
Esa opinión compartió tarima con los artistas del concierto en Cúcuta el viernes pasado, quienes, uno a uno, cantaron dos o tres éxitos y lanzaron proclamas contra la dictadura o en pro de la libertad, ninguna especialmente incisiva. En el imaginario de hoy, los dictadores son como el ‘coco’ de la infancia o los villanos de las películas: químicamente malos, malos por definición. No se compromete demasiado quien los repudia.
Pero la villanía de Maduro es apenas un elemento en la ruina venezolana, no su causa. Maduro es tan solo el administrador del naufragio. Y, aunque es un administrador particularmente zafio e incapaz, si se hubiera colocado en su lugar al más hábil e inteligente de los venezolanos, tampoco se habría evitado el hundimiento. Pues lo que ocurre en Venezuela no es culpa de un hombre, sino de una idea. De una de las peores que se han ensayado.
Quienes se resisten a aceptar este enésimo fracaso del socialismo dicen que no fue esa ideología lo que descompuso a Venezuela, sino su dependencia del petróleo. Omiten que, con el petróleo a más de cien dólares el barril, ya había filas para comprar pan. Y que otros petro-Estados, como Arabia Saudita, Nigeria o Kuwait, no colapsaron cuando el precio del crudo cayó.
Añaden que en Venezuela no hay socialismo de verdad, pues aún se permite hacer negocios y poseer bienes. Es cierto, pero de nada sirven esos “derechos” sin mercado libre y estabilidad jurídica. Nadie invierte su dinero en un país en el que un chafarote jubiloso anuncia expropiaciones por televisión. O en el que leyes insensatas desquician el único mecanismo conocido para coordinar eficientemente una economía, que son los precios. No hace falta pleno socialismo para ulcerar una nación, con untarle un poco basta.
Sé que para muchos es evidente todo esto, y les parece increíble que haya que explicarlo. Y sí, es increíble, pero, lamentablemente, necesario. Sobre todo ahora que el mundo vive un reenamoramiento con las ideas socialistas, en particular entre los jóvenes. Una encuesta del año pasado en EE. UU. halló que los votantes del Partido Demócrata tienen por primera vez mejor opinión del socialismo que del capitalismo. No conozco un estudio similar en Colombia, pero ocho millones de personas votaron en las últimas presidenciales por un proyecto político apoyado por partidos afiliados al Foro de São Paulo; que exige diálogo con el déspota de Maduro, sabiendo que lo usará para recuperar oxígeno, pero pregona ‘resistencia’ contra el democráticamente electo Duque; y cuyo líder tomó distancia del chavismo solo cuando ya era políticamente inconveniente no hacerlo.
No fue el petróleo lo que partió a Venezuela, ni los malos manejos ni tampoco la corrupción, que existe en todas partes y no por eso perecen los países. Esas cosas tan solo ahondaron la debacle. Tampoco fue la tiranía. La tiranía es una característica necesaria de los regímenes socialistas, que son tan adversos a la naturaleza humana que solo por la fuerza pueden perdurar. No, no fue Maduro quien partió a Venezuela.
Fue el chavismo o, más exactamente, lo que hay de socialismo en el chavismo.
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