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No hay memo que cien años dure

Hace unas semanas, Marina Yers, monísima tik toker, consiguió que se hiciera viral uno de sus vídeos. En él se la puede ver posando con un microbikini hecho de mascarillas quirúrgicas mientras suspira de este modo: «¡Aj!» para luego, con un encantador mohín de repugnancia, añadir: «Que lo sepáis: no me pongo mascarilla porque no me sale del chichinabo». En un vídeo anterior, y siempre con la misma cara de asco que contrasta con su angelical apariencia, predicaba: «No bebáis agua. ¿Veis? Aquí en la botella en ninguna parte pone que el agua hidrate, el agua deshidrata». Hasta hace poco, comentarios como estos se habrían descartado como dislates de una adolescente ignorante. Ahora no. Con casi cuatro millones de seguidores en las redes, Marina es referente, una figura de autoridad. Como lo son también los terraplanistas, que han decidido que el Sol gira alrededor de la Tierra, o los que sostienen que Bill Gates fabricó el coronavirus para acabar con los viejos y con los enfermos; o los que aseguran que una pizzería de Columbia es la tapadera  de una red de pederastia vinculada al Partido Demócrata. Tontos, pirados y conspiranoicos, así como miserables dedicados a sembrar insidias, han existido siempre. El dato nuevo es que todos ellos han encontrado en las redes sociales el vehículo perfecto para que sus disparates se extiendan y arraiguen. No solo entre pirados, también entre personas manipulables y/o deseosas de unirse a tal o cual colectivo que dé sentido a sus rutinarias y posiblemente aburridas vidas. ¿No les parece asombroso que en el siglo XXI, con niveles de alfabetización más altos que en cualquier otro momento de la historia, y con información fidedigna al alcance de cualquiera, la gente esté dispuesta a tragarse no importa qué disparate? Yo estoy con un ojo en cada mano, como decía mi abuela, cada vez más estupefacta e intentando descifrar enigma tan asombroso. De tanto darle vueltas a la mollera y de tanto leer todo lo que cae en mi mano, he elaborado un par de hipótesis que me gustaría comentar con ustedes, a ver qué opinan. La primera es que las redes han propiciado lo que podríamos llamar una ‘democratización de las opiniones’ por la cual todas tienen el mismo valor, vengan de quien vengan. Hasta tal punto que, al parecer, las de un premio Nobel valen tanto como las de un influencer o un youtuber. Peor aún. Tienen más trascendencia y, por tanto, también más peso las de los segundos porque llegan a mucha más gente. A ustedes, como a mí, les parecerá una chaladura que Marina Yers diga que el agua deshidrata y que trompetee por ahí que no usa mascarilla porque no le sale del chichinabo; pero, desde que sus vídeos se hicieron virales, el número de sus seguidores ha aumentado notablemente. Es lo que hay. Ya nada es verdad ni es mentira. Y ni siquiera depende del color del cristal con que se mira, como apuntaba Campoamor, que era decimonónico y superviejuno, como nosotros. Ahora, lo que es cierto y lo que no se mide por el número de likes. A más likes, más verdad. Por eso, de nada sirve afearle la conducta a Marina Yers o argumentar con un terraplanista. Si alguno de ustedes lo intenta, lo mirarán con sorpresa antes de explicarle, como quien habla con un débil mental, que hoy en día todo es opinable. Por eso, lasciate ogni speranza, pierdan ustedes toda esperanza de que siquiera les entienda este tipo de personas. El mundo actual ya no va de razones. Va de percepciones, de emociones, de pálpitos, de relatos, y usar la cabeza, la inteligencia, es una antigualla, algo muy poco cool. Para mí, la mejor explicación a tan asombroso fenómeno es la que dio Umberto Eco en uno de sus ensayos. Según él, las necedades que se decían antes no pasaban del reducido ámbito de quien las profería. Ahora, en cambio, las redes sociales han conseguido promover al tonto del pueblo a portador de la verdad. Y lo más incomprensible –concluye él– es que otros, que no son tontos pero que no quieren quedar como insensibles, acaban dando por buena toda una sarta de estupideces. Esa es la razón por la que hoy me ha dado por ponerme trágica recordando la frase que podía leerse a la entrada del infierno de Dante. Abandonemos toda esperanza de que esto cambie a corto plazo. Solo me consuela pensar que, igual que se ha puesto de moda la estupidez, un día de estos se produzca la moda contraria. Ojalá.

 

 

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