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Nostalgia de Tocqueville

«Tocqueville supo señalar que las opiniones mayoritarias no son necesariamente certeras: son, simplemente, mayoritarias. Nos hemos acostumbrado a constatar cómo el refrendo de la mayoría ampara falsas soluciones que encubren la difícil naturaleza de los problemas políticos»

Alexis de Tocqueville - Wikipedia, la enciclopedia libre

 

Cuando, en mi ya lejana juventud, estudiaba leyes en la Universidad de Yale, tuve la fortuna de coincidir con un joven profesor de Ciencia Política que pasaba sus días encerrado en la Beinicke Library descifrando los manuscritos de ‘La democracia en América’, de Alexis de Tocqueville. Mi admiración por el talento tenaz de Eduardo Nolla se transmitió, como por ósmosis, a la obra del gran autor francés, cuya lectura no he abandonado desde entonces. Convencido de que el avance de la igualdad en las sociedades occidentales era una tendencia histórica irreversible –que calificó de designio providencial–, Tocqueville identificó, ya en 1835, los desafíos que los sistemas democráticos plantean para la preservación de sociedades realmente libres.

Defensor ardiente de la libertad –para él, más una sensación difícilmente definible que un concepto–, era sin duda también favorable a lo que denominaba «la igualdad de condición» entre los ciudadanos. Pero la pulsión por la igualdad en las sociedades democráticas puede llegar a erosionar los fundamentos de su libertad. Tocqueville nos advierte de que la mera mecánica democrática, despojada de las actitudes y mentalidades adecuadas entre los ciudadanos –las ‘mores’– no solo no es garantía de sociedades libres, sino que puede desembocar en una sutil tiranía difusa, mucho más difícil de desmantelar que las provenientes del ejercicio despótico del poder.

Tocqueville estaba preocupado por la acomodaticia tendencia de los agentes sociales a ignorar las cuestiones de interés general. La tentación de renunciar a cualquier preocupación más allá de la obtención del bienestar material se presenta a sus ojos como una amenaza para el compromiso ciudadano. Es Tocqueville quien elabora la noción crítica de individualismo, definido como la creencia de que la satisfacción del propio interés, el egoísmo material, es el hilo con el que se teje la urdimbre de la sociedad, sin que haya más ni mejor recompensa que la riqueza ni sea menester ulterior actuación del individuo para que la sociedad se estructure.

Albergaba escasas esperanzas regeneradoras en la llamada «aristocracia manufacturera» a la que –aunque más abierta y permeable que la de la sangre a la que él pertenecía– veía aferrada al reconocimiento del dinero como único parámetro de medición de valor y mérito. Esa búsqueda de la mera acumulación material poco podía impresionar al biznieto de Malesherbes, defensor del pueblo frente al Rey absolutista –sufriendo por ello el exilio– y defensor del Rey ante la Convención, acabando por ello en la guillotina. La virtud pública, esa decencia e integridad ciudadana, no puede ser valorada desde los terrenos del egoísmo económico. Igual temor le suscitaba la tiranía de la mayoría: la manipulación de los medios públicos para generar corrientes de opinión que producen la sensación de consensos artificiales a los que es preciso adherirse para merecer la aprobación de los bien pensantes y que expulsan de la arena pública a quienes no los comparten.

Antes que nadie, Tocqueville supo señalar que las opiniones mayoritarias no son necesariamente certeras: son, simplemente, mayoritarias. La historia reciente de Europa nos ha enseñado a sangre y fuego cómo decisiones impecablemente democráticas abrieron las puertas a la negación misma de la democracia y al más oscuro totalitarismo. Sin llegar a esos dramáticos extremos, nos hemos acostumbrado ya a constatar cómo el refrendo de la mayoría ampara falsas soluciones –no por ello menos democráticas– que encubren y no resuelven la difícil naturaleza de los problemas políticos.

Tocqueville defendía la naturaleza por sí compleja de los asuntos que conforman la agenda política y desconfiaba de quienes predicaban su resolución mediante recetas supuestamente definitivas. Supo ver que, tras los discursos simplificadores y sus remedios simplistas, se esconde la sustracción de espacios de debate político reservados a la ciudadanía y su usurpación por quienes se erigen en controladores de la maquinaria omnipotente de un Estado cada vez más presente en todos los ámbitos públicos. Creo ver en Tocqueville una cierta mirada nostálgica hacia algunos valores que parecen condenados por el avance de las nuevos tiempos, eso que algunos han denominado su regusto aristocrático. Una leve y resignada aceptación del fin de una era no siempre bien comprendida, como intuyendo la sustitución progresiva de realidades profundas por meras proclamas. Sin embargo, nada más lejos de su obra que la melancolía estéril: siempre, y con enorme contundencia, Tocqueville enfatizó que somos nosotros quienes, en cada momento, con nuestro comportamiento y compromiso ciudadano, tenemos las claves para preservar las ventajas de vivir en sociedades no solo democráticas sino también libres.

Las amenazas señaladas por el pensador francés en la mitad del siglo XIX se ven agigantadas en nuestros días. No existe mejor sistema de gobierno que el democrático, pero no debemos por eso conformarnos con sus sucedáneos formales ni renunciar a una democracia de calidad. ¿Tenemos conciencia de la importancia de preservar espacios de acción política para la sociedad civil? Y, aún más importante, ¿tenemos nosotros, como ciudadanos, la voluntad y determinación de actuar en esos ámbitos o preferimos descansar en las acolchadas esferas de nuestro interés individual?, ¿vamos a seguir impasiblemente sometidos a los abusos en la difusión de las llamadas verdades incuestionables y correctas cuya procedencia es a menudo oscura? ¿o apostaremos por la potenciación del rigor y el debate informado que caracterizan a la vieja libertad de expresión, con su inescindible carga de autoría y responsabilidad? ¿Somos aún capaces de confrontar con argumentos racionales y rigurosos las falaces propuestas de los populismos o nos conformamos con el mesmerismo de mensajes breves y ocurrentes por toda respuesta?

Tocqueville no nos regala soluciones fáciles, ni recomendaciones mágicas para los serios problemas con los que debemos convivir en nuestra búsqueda de una vida libre y plena. Ese hombre, que alcanzó el reconocimiento y la fama apenas cumplidos los treinta años, nunca abandonó la reivindicación del pensamiento propio, del cuestionamiento de las verdades aparentes. Su obra nos remite a la costosa tarea de asumir nuestra responsabilidad como ciudadanos, de comportarnos como miembros adultos de una comunidad de hombres y mujeres libres que eligen ejercer la cuota de poder que les corresponde. Afán no reservado a gestas heroicas, sino lleno de pequeñas tareas, de pequeñas contribuciones altruistas que, sumadas, pavimentan la senda grande de la excelencia.

Ante los grandes retos de la sociedad digital y las tendencias polarizadoras de los discursos populistas que marcan la agenda política de nuestros días, se hacen más necesarias que nunca voces lúcidas y comprometidas como la de Tocqueville. Y, sobre todo, hacen falta personas libres que quieran, de verdad, ejercer con responsabilidad sus derechos democráticos de ciudadanía. En todo caso, gracias a Tocqueville, nadie podrá arrebatarnos la conciencia de que las cosas pueden ser de otro modo. De esa otra forma mejor que presentíamos como posible durante los paseos por New Heaven en los días pasados de la juventud.

 

 

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