Nuestro muro no ha caído… pero no es eterno
Mi vida hasta ese entonces siempre discurrió entre muros. El del malecón, que me separaba de un mundo del que solo había escuchado el horror. El muro de la escuela donde estudiaba cuando Alemania se reunificó. Una larga tapia detrás de la cual se escondían los vendedores ilegales de dulces y golosinas. Casi dos metros de ladrillos superpuestos que algunos colegas saltaban para escapar de unas clases, tan adoctrinadas como aburridas. A eso se le sumaba el muro del silencio y del miedo. En casa, mis padres se llevaban el dedo a los labios, hablaban en voz baja… algo pasaba, pero no me decían.
En noviembre de 1989 cayó el Muro de Berlín. En realidad lo tumbaron, a golpe de mandarria y punta de cincel. La emprendieron contra él, los mismos que semanas atrás parecían obedecer al Partido Comunista y creer en el paraíso del proletariado. La noticia llegó lenta y fragmentada hasta nosotros. El oficialismo cubano trató de distraer la atención y restarle importancia al asunto; pero los detalles se iban colando poco a poco. Ese año terminó mi adolescencia. Tenía sólo catorce años y todo lo que vendría después no me dejó espacio a ingenuidades.
Las máscaras cayeron una a una. Los berlineses se despertaban con el ruido de los martillos y los cubanos descubríamos que el futuro prometido era pura mentira. Mientras Europa del Este se zafaba del largo abrazo del Kremlin, Fidel Castro elevaba los gritos en la tribuna y prometía en nombre de todos que jamás íbamos a claudicar. Pocos tuvieron la lucidez de darse cuenta que aquel delirio político nos condenaría a los años más difíciles que enfrentaron varias generaciones de cubanos. El muro caía allá lejos, mientras otro parapeto se alzaba alrededor nuestro, el de la ceguera ideológica, la irresponsabilidad y el voluntarismo.
Ha pasado un cuarto de siglo. Hoy los alemanes y todo el planeta celebran el final de un absurdo. Sacan balance de lo logrado después de aquel noviembre y gozan de la libertad para quejarse de lo que no ha salido bien. Nosotros, en Cuba, hemos perdido veinticinco años para sumarnos al carro de la historia. Para nuestro país el muro sigue en pie, aunque ahora mismo pocos apuntalen un baluarte erigido más por capricho de un hombre que por decisión de un pueblo.
Nuestro muro no ha caído… pero no es eterno.