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Nuestro odio es más que legítimo

Nadie que vive en Cuba con los pies bien pegados al suelo, y que además sabe por experiencia propia cuál es la verdadera fuente de tanta miseria —material y humana—, se traga el cuento de “odiadores” contra “dictadores inocentes”.

LA HABANA, Cuba. – Cuando escucho la palabra “odiador” en boca de voceros de la dictadura o incluso pronunciada por las principales figuras del régimen comunista no hago otra cosa que echarme a reír a carcajadas, no solo porque sé que más temprano que tarde los escucharemos, a 90 millas de distancia de Cuba, jurar que los obligaron a decir tales sandeces, sino porque los imagino a todos como a ese marido abusador, tiránico, mentiroso y manipulador que pretende el amor de su esposa pero apenas recibe odio y desprecio.

La golpea, la humilla, la silencia, la encierra, la amenaza con hambre y muerte y aun así espera de vuelta cariño, respeto, devoción, lealtad y docilidad plenas no solo porque las pocas entendederas de su naturaleza bestial no le permiten comprender que ningún amor se impone por la fuerza sino porque él mismo, entrenado desde pequeño en las simulaciones como estrategia de supervivencia, jamás espera amor y lealtad “verdaderos” sino apenas el fingimiento de un siervo, la actuación donde la fuerza de tanto odio acumulado se asemeja a una gran pasión.

“Pasión enfermiza, demencial, retorcida pero pasión”. Así piensa el déspota hipócrita que somete y que al mismo tiempo desea guardar las apariencias de un “matrimonio feliz” con esa recua de funcionarios y voceros “leales” que bien saben maquillar sentimientos aún más oscuros que el odio.

Lo hemos visto por estos días de oleada migratoria en que algunos de esos funcionarios y voceros más furibundos —delos que más gustaban de tildar de “odiadores” a periodistas independientes, activistas y opositores—, han puesto rumbo al Norte intentando hacer borrón y cuenta nueva en sus expedientes de cómplices de una dictadura, que es como echar al fuego la ética, el compromiso con la verdad, que siempre deben guiar los ejercicios público y periodístico.

La palabra “odiador” en boca de quienes en verdad fomentan el odio, por más que intenten instalarla a su favor de modo tramposo en la opinión pública, jamás pudiera ser peyorativa en tanto pretenden traspasar a las víctimas una culpa que no les pertenece.

Es una perversa pero a la vez risible —por estúpida— estrategia comunicacional del Partido Comunista y por ahí circulan las órdenes a los “cibercombatientes”, “ciberclarias”, troles y voceros de usarla tanto en los medios de comunicación como en las redes sociales para descalificar a quien se atreva a criticar, denunciar o emplazar a la dictadura.

Evidentemente hay un guion, una metodología diseñada por el régimen para, por medio del lenguaje, de la reiteración, intentar colar en las cabezas de los cubanos y cubanas la idea de que criticar, pedir cuentas al Gobierno, exigir, oponerse, develar verdades ocultas, emplazar a los funcionarios públicos, expresarse en la calle y en las redes sociales sin miedo a las represalias de la policía política, no plegarse al chantaje, es odiar.

Y no solo eso —porque en definitiva odiar y actuar contra el poder que oprime siempre será moralmente legítimo—, sino que pretende hacernos creer que odiamos por una vocación demencial, sin fundamentos, y no por hartazgo de un secuestro ideológico que se ha extendido en el tiempo más de lo humanamente soportable, y porque son más que evidentes las raíces y objetos de nuestra ira.

Pero esa estrategia manipuladora no funciona con los que hacen cola de madrugada para el pollo, el aceite, el arroz, la gasolina, el papel higiénico, la pensión, el pasaporte e incluso para morirse y ser enterrados, ni con los “fieles” y “agradecidos” que vieron evaporarse sus ahorros de toda la vida con la “Tarea Ordenamiento”—a esos les han dado ellos mismos todas las razones para odiar y hasta para pensar en matar o suicidarse— sino que es parte de una puesta en escena de “exportación”, dirigida a fingirse víctimas y así saquear los bolsillos de todos esos extranjeros, empresarios, agentes de influencia y fanáticos del castrismo que hacen más prolongada nuestra agonía con sus chocheras, idealismos, egoísmos, mediocridades, oportunismos e ingenuidades.

Hace unos días escuché en la calle a un adolescente, vestido con uniforme escolar, que un tanto en broma pero desde el fastidio político, se autocalificaba como “odiador”. Me explicaba, junto a otros jóvenes que lo acompañaban, por qué se sentían tan a gusto llamándose como tal, e incluso con otros términos con los que el discurso del régimen pretende descalificar a quienes se le oponen o desafían.

Es interesante cómo sentían regocijo al apropiarse de tales términos precisamente por estar marcados de manera negativa por un régimen que no los representa. Se llamaban a sí mismos, como grupo urbano, “Los odiadores”, a la vez que gozaban gritando otras frases como “Patria y Vida”, “Nos vamos pa’Nicaragua” o DPEPDPE, aunque esta última en “modo extendido” y a voz en cuello, no susurrada ni en abreviatura. ¡Bravo por ellos! Me regocija comprobar que no todo está perdido.

Nadie que vive en Cuba con los pies bien pegados al suelo, y que además sabe por experiencia propia cuál es la verdadera fuente de tanta miseria —material y humana—, se traga ese cuento de “odiadores” contra “dictadores inocentes”, no cuando estos últimos no solo han criminalizado durante décadas la libre expresión, el emprendimiento, el ejercicio periodístico independiente del poder y de cualquier facción política, así como el derecho a buscar información y reclamar transparencia a las instituciones del Gobierno sino que, además, responden con represión, cárcel, destierro y tortura física y psicológica a cualquier forma de disentimiento político, incluidas las manifestaciones artísticas que les resulten incómodas.

Sobrados vamos hoy de pruebas de esto último, más allá de los casos actuales de Luis Manuel Otero Alcántara o Maykel Osorbo. Hablo, sin mencionar nombres por tal de no olvidar alguno, de ejemplos antiquísimos que en conjunto serían suficientes para odiar a un régimen tan solo por el daño infligido a la cultura cubana en más de 60 años.

Más de medio siglo no solo de represión sino de aniquilación del más minúsculo foco de disidencia política o ideológica, de marginación y silenciamiento de las diferencias. Y si ese crimen por sí solo no es suficiente para odiar y sentir que nuestro sentimiento, aunque oscuro, es legítimo, entonces ¿cuánto más debemos soportar para dejar de ofrecer al abusador la otra mejilla?

 

 

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