Nuevas dinámicas para los disidentes en Cuba / Shifting Dynamics for Cuba’s Dissidents
Las Damas de Blanco, un grupo de disidentes, durante una protesta en La Habana este mes. Credit Meridith Kohut for The New York Times
A continuación un editorial del New York Times, publicado hoy domingo 28 de diciembre. Para facilitar su lectura, ofrecemos dos opciones: en primer lugar, su versión en castellano, y luego el original en inglés.
América 2.1
————————————–
Las palabras fueron escritas en grafiti en la calle donde vivía el disidente cubano Oswaldo Payá, unos pocos años antes de su misteriosa muerte en 2012. “En una plaza sitiada, la disidencia es traición”.
A lo largo de décadas, el autoritario Gobierno cubano ha usado ese conveniente argumento para ejercer un fuerte control sobre la vida de sus ciudadanos e impedir que los movimientos de oposición lleguen a representar una amenaza para el Estado. El mensaje era perfectamente claro: mientras Estados Unidos insistiera en derrocar a los líderes de la isla y entrometerse en los asuntos internos del país, los cubanos, por cuestión de soberanía nacional, tendrían que permanecer unidos. La era que comenzó este mes cuando el Presidente Obama y el Presidente de Cuba, Raúl Castro, anunciaron el fin de más de medio siglo de enemistad entre sus gobiernos, es un momento clave para quienes forman parte del diverso y valiente movimiento de oposición en Cuba.
Bajo el mando del Partido Comunista, los cubanos han sido sometidos a la austeridad, producto de una anémica economía centralmente planificada. Su acceso al Internet es severamente limitado y censurado. La prensa oficial de la isla está completamente subyugada a los intereses del Estado. Fuera de los rígidos mecanismos del Partido Comunista, los cubanos tienen pocas vías para enfrentar a sus líderes.
En 1998, durante el fin de una década de hambre y privación, propiciada por el colapso de la Unión Soviética, la cual sirvió como patrón de Cuba por muchos años, Payá dio inicio a una misión corajuda. Bajo una ley cubana que en teoría permitía que grupos de 10,000 o más votantes sugirieran nuevas leyes, Payá obtuvo, según algunos cálculos, más de 25,000 firmas de cubanos partidarios de reformar la Constitución de manera drástica para autorizar elecciones libres, derecho de asamblea, prensa libre y una economía menos regulada.
En 2002, la Asamblea Nacional de Cuba respondió a la iniciativa de Payá, conocida como el Proyecto Varela, enmendando la Constitución para establecer que el sistema unipartidista socialista de la isla era “irrevocable”. El siguiente año, las autoridades en Cuba encarcelaron a decenas de disidentes y periodistas independientes durante un período de intensa represión conocido como la primavera negra. Muchas de las personas detenidas durante ese periodo, el cual pasó relativamente desapercibido en el ámbito internacional por coincidir con el principio de la guerra en Irak, pertenecían al movimiento de Payá.
En 2010, el Gobierno cubano accedió a poner en libertad a varios de los presos políticos, mediante un acuerdo negociado con la Iglesia Católica, con la condición de que debían emigrar a España. En 2012, Payá falleció en un accidente vehicular en Cuba que, según sospechan muchos activistas, fue orquestado por agentes de seguridad.
Algunos de los presos que fueron puestos en libertad, entre ellos José Daniel Ferrer, un aliado de Payá conocido por ser de carácter fuerte, rehusaron abandonar la isla. Ferrer es el líder de la Unión Patriótica de Cuba, el grupo de oposición más visible y activo. En una reciente entrevista en La Habana, Ferrer dijo que los ocho años que pasó en prisión representaron una oportunidad para considerar por qué no triunfaron los movimientos de disidencia en el pasado y cuál podría ser la fórmula exitosa en el futuro. Históricamente, dijo, los activistas han sido percibidos por sus compatriotas como víctimas indefensas de un Estado opresivo. “Esa gente lo que inspira es lástima, no deseo de seguirle”, dijo. “Tratamos de evitar que a la gente le lleguen discursos de perdedores”.
Ferrer dijo que su objetivo no es propiciar el tipo de cambio de régimen repentino y dramático por el cual han luchado varios exiliados. Lo que busca es que el movimiento de oposición llegue a ser lo suficientemente empoderado para tener voz y voto en el ámbito político. “Hay que ser suficientemente grande para obligar al régimen a negociar”, dijo. “Nadie quiere apostarle al caballo que va a perder la carrera”.
A pesar de décadas de privación económica y represión estatal, la gran mayoría de cubanos no han estado dispuestos a unirse a movimientos de oposición o apoyarlos abiertamente. Es fácil comprender por qué. El audaz servicio de inteligencia de la isla ha logrado penetrar los movimientos de oposición a través de los años, lo cual ha dificultado que formen alianzas. También ha logrado tildar a los disidentes como codiciosos agentes de iniciativas de gobiernos occidentales, una estrategia efectiva en un país nacionalista que históricamente ha sido objeto de complots estadounidenses.
Aunque las tácticas empleadas en contra de los disidentes en la actualidad no son tan extremas como lo fueron hace una década, siguen siendo insidiosas. Los líderes de la oposición son atacados constantemente por los medios nacionales. Con frecuencia, las autoridades detienen temporalmente a los activistas para impedir que asistan a reuniones, y para que ellos —y sus vecinos— recuerden que están siendo vigilados. Quienes viven en Cuba asumen que el espionaje interno es tan amplio que los diplomáticos suben el volumen de la música cuando quieren hablar sobre temas delicados. Los cubanos frecuentemente retiran la batería de su teléfono celular cuando quieren tener una conversación privada, por temor a que el enorme equipo de seguridad de la isla tenga la capacidad de escuchar las conversaciones de prácticamente todos los ciudadanos, a cualquier hora.
En un nivel básico, dijo Elizardo Sánchez, quien es conocido como el decano de los defensores de los derechos humanos en Cuba, muchos cubanos no tienen la energía que requiere el activismo político.
“La vida es tan dura que la gente no tiene tiempo de pensar en términos políticos”, dijo. “Conseguir alimentos, transporte, medicina, toma mucho tiempo”.
Después del anuncio de un acercamiento entre Washington y La Habana este mes, un grupo de prominentes activistas y miembros de la sociedad civil emitieron un comunicado con cuatro demandas razonables. Piden la liberación incondicional de presos políticos. Cuba se comprometió a liberar a 53 presos políticos como parte del acuerdo que negoció con Washington. Los activistas también exigen que Cuba acate los principios de la Declaración Universal de Derechos Humanos, un acuerdo que La Habana ratificó. El comunicado, firmado por Ferrer y la popular bloguera Yoani Sánchez, entre otras personas, también pide que el gobierno reconozca a líderes de la sociedad civil que no están vinculados al Estado. Por último, exigen que el gobierno esté dispuesto a contemplar reformas constitucionales que pudieran llevar finalmente a elecciones libres y democráticas.
Si el movimiento de oposición en Cuba se fortalece a raíz de la mejora de relaciones con Washington, o si el acercamiento hace que la represión se intensifique, dependerá en buena medida del apoyo que obtengan los activistas de la comunidad internacional. A medida que Cuba sea más accesible para los estadounidenses, particularmente quienes además tienen ciudadanía cubana, es posible que el gobierno en La Habana, sintiéndose vulnerable frente a una oleada de inversión, turismo y mayor flujo de información, aumente sus esfuerzos por reprimir la disidencia.
Durante décadas, los gobiernos latinoamericanos han protegido, o por lo menos tolerado, al régimen de los Castro porque confrontarlo hubiera sido interpretado como un respaldo de la política severa de Washington. Ahora que Obama puso fin a ese dilema, los líderes de países democráticos tienen la posibilidad de defender los principios por los que abogan activistas cubanos. Los líderes de las más grandes economías de América Latina, en particular, podrían convertirse en los principales protectores de los líderes de la oposición cubana durante la Cumbre de las Américas en Panamá, en abril.
Aunque históricamente, los países de América Latina han rehusado intervenir en asuntos internos de sus vecinos, el Presidente Enrique Peña Nieto de México y la Presidenta Dilma Rousseff de Brasil, deberían hablar enfáticamente en defensa de los principios democráticos acatados por la mayoría de naciones en las Américas. Rousseff, quien fue presa política antes de convertirse en una de las más destacadas líderes de izquierda, y cuyo país es uno de los principales aliados comerciales de Cuba, podría tener una influencia singular.
Si los líderes de movimientos de oposición y de la sociedad civil cubana son invitados a la cumbre, como lo ha pedido Washington, Rousseff podría estar hablando en presencia de los líderes de una Cuba democrática.
ENGLISH VERSION:
The words were scrawled in graffiti on a street near the house of the Cuban dissident Oswaldo Payá a few years before his suspicious death in 2012. “In a plaza under siege, dissidence is treasonous.”
Over the decades, Cuba’s authoritarian government has relied on that convenient argument to exert pervasive control over the lives of its citizens and keep opposition movements from gaining enough traction to threaten the state. The message was unmistakable: As long as the United States was intent on toppling the island’s leaders and meddling in the country’s affairs, Cubans, as a matter of national sovereignty, had to close ranks. The era that began this month when President Obama and President Raúl Castro of Cuba announced an end to more than 50 years of enmity between their governments is a watershed moment for Cuba’s diverse and courageous opposition movement.
Under Communist Party rule, Cubans endure the austerity of living under a stagnant, centrally planned economy. Their access to the Internet is severely limited and censored. The island’s official press is wholly subservient to the state. Outside the rigid mechanisms of the party, Cubans have few substantive vehicles to challenge their leaders.
In 1998, at the end of a decade of hunger and deprivation triggered by the collapse of Havana’s longtime patron, the Soviet Union, Mr. Payá undertook an audacious mission. Relying on a Cuban law that ostensibly allowed groups of 10,000 or more eligible voters to propose new laws, Mr. Payá gathered, by some estimates, more than 25,000 signatures from Cubans who endorsed sweeping democratic reforms, including free elections, freedom of assembly, freedom of the press and a less-regulated economy.
In 2002, Cuba’s National Assembly responded to Mr. Paya’s initiative, known as the Varela Project, by amending the Constitution to make the island’s socialist, one-party system “irrevocable.” The following year, Cuban authorities jailed scores of dissidents and independent journalists during a period of intense repression known as the Black Spring. The crackdown, which took aim at many leaders of Mr. Payá’s movement, largely escaped global attention.
In 2010, the Cuban government agreed to release many political prisoners in a deal brokered by the Catholic Church, on the condition that they move to Spain. Mr. Payá died in a car crash in 2012 in Cuba that many human rights activists suspect was staged by the authorities.
A few of the released prisoners, including José Daniel Ferrer, a fiery lieutenant in Mr. Payá’s movement, refused to leave the island. Mr. Ferrer now leads the Patriotic Union for Cuba, the most visible and outspoken opposition group on the island. In a recent interview in Havana, Mr. Ferrer said his eight years in prison gave him time to reflect on why Cuba’s democratic movements had failed in the past and how they might one day prevail. Historically, he said, Cuban activists have often been seen by their compatriots as hapless victims of an oppressive state. “These people inspire pity, not a desire to follow them,” said Mr. Ferrer, who is based in Santiago de Cuba, the island’s second-largest city. “We’re trying to avoid reaching people with speeches of losers.”
Mr. Ferrer says his goal is not the type of sudden, dramatic overthrow of the Castro government that many Cuban exiles have historically favored. Rather, he said, Cuba’s opposition movement must become sufficiently empowered to get a seat at the table.
“We need to become large enough to force the regime to negotiate,” Mr. Ferrer said, acknowledging that it will take time to get enough Cubans to believe that siding with the opposition is worth the risks. “No one wants to bet on the horse that’s losing the race.”
Despite decades of economic deprivation and government oppression, the vast majority of Cubans have been unwilling to join, or openly support, opposition movements. It is easy to understand why. Cuba’s shrewd intelligence service has managed to penetrate those movements over the years and make it hard for opposition leaders to join forces. And it has effectively cast dissidents as greedy agents of Western plots in a deeply nationalistic nation that for many years was, in fact, the target of covert American plots.
While the tactics used against dissidents are not nearly as brutal as they were a decade ago, they remain insidious. Prominent opposition leaders are attacked by the official media. Activists are often detained temporarily to keep them from attending meetings and to remind them — and their neighbors — that they are being watched. State surveillance is widely assumed to be so pervasive that diplomats blast music whenever they want to have a conversation about sensitive issues. Wary Cubans pop out the batteries of their cellphones if they want to speak privately, fearing that the state’s extensive army of domestic spies can listen in on virtually anyone at any time.
On a very basic level, said Elizardo Sánchez, who is known as the dean of Cuba’s human rights activists, political activism requires a level of zeal that many Cubans lack. “Life is so hard that people don’t have time to think in political terms,” he said. “Everything from finding food, transportation and medicine takes so much time.”
After the announcement of the rapprochement between Washington and Havana this month, a handful of prominent activists and civil society leaders issued a joint statement outlining four sensible requests. They call for the unconditional release of all political prisoners. Under the deal Mr. Castro and Mr. Obama announced, the Cuban government pledged to free 53 of them. The activists also demand that Havana abide by the Universal Declaration of Human Rights, which the Cuban government has ratified. The statement — signed by Mr. Ferrer and the popular dissident blogger Yoani Sánchez, among others — asks that the Cuban government formally recognize civil society leaders who are at odds with the state. Finally, they argue that the state must be open to constitutional reforms that will eventually lead to free, democratic elections.
Whether Cuba’s opposition movement will be empowered by the thaw in relations with the United States or suffer intensified repression will depend largely on the support activists receive from the international community. As Cuba becomes more accessible to Americans, including Cubans who are dual citizens, the government in Havana, feeling vulnerable in the face of a flood of investment, increased travel and a less-regulated flow of information, may well seek to redouble its efforts to stifle dissent.
For decades, Latin American governments have coddled, or appeased, the Castro regime because confronting it would be interpreted as an endorsement of Washington’s harshly punitive policy toward the island. By changing that policy, Mr. Obama has removed that concern, which should allow leaders from democratic nations to support the principles Cuban activists have put forward. The leaders of Latin America’s largest economies, in particular, can be strong champions of Cuba’s opposition leaders at the Summit of the Americas in Panama in April.
Despite a traditional reluctance to meddle in other countries’ internal affairs, President Enrique Peña Nieto of Mexico and President Dilma Rousseff of Brazil should speak up unequivocally for democratic values that are embraced by most nations in the Americas. As a former political prisoner, a leftist and the leader of one of Cuba’s main trading allies, Ms. Rousseff would arguably carry the most weight.
If Cuban dissidents and civil society leaders are allowed to participate in the summit meeting, as Washington has advocated, Ms. Rousseff may well be speaking to the future leaders of a democratic Cuba.