Nueve preguntas para Pensar la Transición. Responde Pablo Antillano
Seguimos con la décimo primera entrega de nuestra serie: 13 intelectuales reflexionan sobre la crisis venezolana. Hoy toca al periodista Pablo Antillano (1947), ganador del Premio Nacional de Periodismo Cultural y Premio Municipal Periodismo de Opinión. Es Politólogo, Magister en Gobernanza y Comunicación Política en The George Washington University, y Profesor de Comunicación Política en la Universidad Central de Venezuela.
—Queremos comenzar por su visión del actual estado de cosas en Venezuela. ¿Qué ve, qué siente, qué le resulta inquietante?
—Vivimos un estado de incerteza permanente: es muy difícil para el venezolano de hoy prevenir lo que va a pasarle cada día, y mucho menos pronosticar lo que será de su vida en el mediano o largo plazo. Esta incertidumbre tiene su fuente en los profundos desequilibrios de la cotidianidad que producen las agendas económicas: el desabastecimiento de los productos que antes poblaban nuestro entorno íntimo y nuestros hábitos familiares, el aumento diario del valor de los enseres y alimentos, la amenaza constante de la delincuencia pero también la inestabilidad laboral: los empleados viven en vilo y los profesionales libres dependen ahora de factores incontrolables y no hay honorarios en bolívares que puedan pagar el costo de la vida…
Eso en lo personal, porque en lo público existe una grande y contagiosa certeza: la mayoría de los ciudadanos desea fervientemente que se produzca un cambio político lo antes posible. Las incertidumbres en esta área se establecen cuándo nos preguntamos ¿cómo será ese cambio?, ¿quién lo conducirá?, ¿cómo hacemos para dinamizarlo y acortar los tiempos?
—Un tema, cada vez más presente en las preocupaciones venezolanas, es la cuestión de la violencia y el modo en que viene ocupando espacios en la sociedad. ¿Venezuela tiene posibilidad de realizar un cambio político sin tener recurrir a la violencia?
—Esa es verdaderamente una poderosa preocupación, todos los días crece la convicción en muchos sectores que el cambio político no puede hacerse sin violencia. ¿Por qué?. Porque los mecanismos que nuestro sistema político acogió para dirimir pacíficamente los disensos han sido dinamitados por el gobierno: entre ellos el recurso final que es el del voto popular –ese que expresa los deseos de la población– ha terminado por ser bloqueado y quebrantado en su esencia. El Ejecutivo, y el control que ejerce sobre el CNE y el TSJ, está empeñado en obstaculizar el conteo, la confrontación electoral, la decisión soberana que se expresó el 6 de Diciembre del 2015 y el Referéndum Revocatorio que pide la oposición. Eso deja al país sin salida democrática.
—De forma recurrente, hay personas que se preguntan si la sociedad venezolana ha aprendido algunas lecciones de los padecimientos de estos últimos años. ¿Hemos aprendido o todavía podríamos ser una sociedad frágil ante la tentación populista?.
—Ha habido aprendizaje en muchos sectores, y en una parte significativa de la clase política, pero no está repartido homogéneamente. No es solo la tentación populista la que podría amenazar el aprendizaje: persiste la vocación caudillista entre influyentes políticos y militares, la clase económica (hoy muy golpeada) no tiene en general una propuesta progresista, los demonios de la avaricia y la inercia acumulativa de la banca y el comercio amenazan cualquier proyecto, el narcicismo de identidad (como diría Vallespín) es como una gripe crónica en las organizaciones políticas, en ocasiones los excesos del pragmatismo oscurecen las estrategias y la profundización, los vicios de la anti política , que recuerda a los “notables”, persiste en un élite ruidosa que avala un asalto al poder con uniformes y tanques…
—Queremos preguntarle por la idea de fracaso. ¿Cabe establecer una relación entre Venezuela y el fracaso? De ser así, ¿qué fracasó, qué salió mal?
—Sí. No nos queda más remedio que reconocer que estamos frente a un gigantesco fracaso. No es solo el fracaso del modelo chavista, sino el fracaso del sistema político. Sin duda el tema del rentismo está en el vértice y le echamos toda la culpa en cuanto es mencionado…. Pero de rentismo y de sus demonios venimos hablando por varias generaciones y hemos fracasado en el diseño de una estrategia para combatirlo y sustituirlo por un modelo medianamente productivo… como si hay en otras naciones del continente. Este es un país que trabaja lo menos posible. Hacerlo producir implica mucho trabajo, y eso no va hoy con nosotros. Son las necesidades que surgen del trabajo las que orientan la educación y el saber, por eso es que aquí la educación es como un gesto poético y no como una fuerza vigorosa de desarrollo… Formamos ingenieros mecánicos pero no construimos motores, centenares de informáticos y no tenemos un Silicon Valley, buena parte de los estudiantes de las carreras humanísticas está convencidos de que su saber en politología, filosofía o letras solo sirve para dar clases y hablar en los cafés. Le dedican cinco años de estudios y después no saben qué hacer con eso… ¡Es una tragedia!
—El tema del posible papel de los intelectuales en la vida pública, sigue siendo debatido. ¿Cómo valora Usted la actuación, en términos generales, de los intelectuales en los últimos años? ¿De qué modo, si es que ha ocurrido, ha impactado la polarización en la actividad de los intelectuales en Venezuela?
—Este es un país imaginario como han dicho Cabrujas y otras mentes lúcidas. Es un país de papel, inventado por sus novelistas, sus dramaturgos, sus poetas, sus historiadores, sus ensayistas y sus periodistas. Ellos convirtieron las matanzas del siglo XIX en gestas heroicas, ellos inventaron que éramos ricos, ellos construyeron imaginarios en los que aparecemos contentos, guachamarones, simpáticos y sobrados. Construyeron una épica del petróleo, de Guayana y del paisaje…Muchos de ellos, auto celebrándose, se unieron a una casta de militares ignorantes y utópicos trasnochados y nos metieron en este berenjenal del Socialismo del Siglo XXI, citando a unos rusos y unos alemanes que nunca entendieron. La mayoría, afortunadamente, salió en desbandada y anda buscando “de que palo ahorcarse.”
La polarización reveló varias cosas a los intelectuales: que había unos venezolanos desagradables, que el heroísmo decimonónico había sido una alucinación, que el sueño épico-revolucionario es impresentable, que hay poetas cínicos y de mal gusto, que de escribir si se puede vivir si se trabaja seriamente, que hay un tipo de conocimiento que sí es útil, que los intelectuales no son la guinda de la torta y que hoy muchos de ellos son imprescindibles…
—¿Cuál es, en su criterio, el estatuto actual de la polarización política en Venezuela? ¿Se mantiene, ha cambiado?
—Las élites políticas están profundamente polarizadas. Se repelen mutuamente, no conciben ningún tipo de virtud en el otro. Han renunciado a comprenderse. Prefieren la extinción al diálogo.
Pero ahora han surgido otras polarizaciones, más agonísticas que existenciales, la gran mayoría de los venezolanos (80 % de una ciudadanía integrada por personas antes separadas políticamente) se ubica en un polo que adversa a la élite gobernante. La otra polarización, que tiene menos expresión periodística es entre una gran mayoría de la población que quiere cambio y que se ubica en un polo distante del que conforma la clase política oficialismo-oposición. Es una polarización latente que desea, sino una reconciliación ingenua, por lo menos un cese de hostilidades entre las élites polarizadas.
—Se afirma, incluso con soporte en estudios de opinión, que en la mayoría de los venezolanos está presente, con fuerza, un deseo de cambio. ¿Podría intentar describir ese deseo de cambio? ¿Tiene Usted idea o intuición del cambio al que aspira la mayoría de los venezolanos?
—Todas las encuestas, incluso las del gobierno, recogen las expresiones de los encuestados que responsabilizan al equipo de gobierno y al Presidente de la República de sus carencias y agobios. Se produce el fenómeno infrecuente que transforma la penuria económica en actitudes políticas. Esto habla del tamaño de las penurias. La gran mayoría quiere cambio de gobierno, pero eso no significa, sin embargo, que se haya producido una transferencia mecánica de agrado y preferencia hacia la opción de la oposición. Podría pensarse incluso que ese enorme mayoría podría apoyar el Referéndum Revocatorio , que significa la salida de Nicolás Maduro, pero no todo ese rechazo actual implica un apoyo a la oposición. Sería interesante saber por qué.
Maduro hace un gran trabajo en reforzar entre sus seguidores el desagrado hacia él y sus colaboradores más cercanos: sus desplantes cada vez más frecuentes no “enamoran”, lucen antipáticos, pero sobretodo no alivian la enorme carga de problemas de los votantes. Pero por su parte la oposición no ha logrado crear una contrapartida que–más allá de cristalizar el desagrado en la campaña del Revocatorio — le permita crear una plataforma emocionante que permita “visualizar” los perfiles del cambio… Y a los ojos de las mayoría pobres que una vez conquistó Chávez en la oposición conviven viejos especuladores, comerciantes avariciosos, discriminadores, radicales “de derecha”, contaminadores, multinacionales frías, expoliadores, que han sido estigmatizados durante 17 años de propaganda antiliberal…
Poco a poco, de todas manera la oposición ha ido conquistando una incontestable mayoría…y hoy ganaría cualquier elección aunque “el cambio” este prefigurado en términos muy generales y sobre “lo que no queremos”…
—La experiencia de procesos en otros países demuestra que la transición demanda de cierta disposición al entendimiento y a la reconciliación; de ciertos sacrificios; de ciertas energías distintas a la de la confrontación. ¿Cómo evalúa Usted la disponibilidad de estos y otros elementos para una posible transición en Venezuela?
—La transición desde procesos autoritarios a sistemas democráticos ha sido muy estudiada, y ahora se enriquece con las vivencias de Argentina y Brasil. España, Portugal y Chile crearon escuela. En los países de la órbita de la ex-URSS, no pudo haber sido más cruenta. Ahora en Sur-América se avizora un proceso que será difícil para las clases medias y pobres porque los desajustes de la economía fueron muy profundos y hay que hacerlos visibles. El secreto parece estar en mantener políticas y gasto público que proteja a los más vulnerables mientras se reactiva la productividad, la inversión y los mercados. Hay que apostar al trabajo y a no temerle a las regulaciones necesaria en el mercado financiero y en ciertos factores del comercio que suelen producir distorsiones que favorecen solo a grupitos.
En Venezuela hará falta una “revolución” que reeduque a todos hacia el trabajo productivo, que reeduque a la clase económica, que ennoblezca la confianza, que incentive la inversión y el riesgo, que restituya el profesionalismo en las gerencias del Estado, que recupere el inmenso capital de talentos expatriados, y que diseñe una estrategia consensuada –con los sacrificios de rigor– para atenuar los efectos del rentismo y la dependencia.
—Una última pregunta: ¿tienen los intelectuales alguna asignatura pendiente con el país? ¿Falta alguna contribución decisiva?
—Esta segunda revolución –y sé que el término espantará a todos los lectores– no puede hacerse sin los intelectuales, si se considera que es una clase social especializada en la acumulación ordenada de los datos, en su ordenamiento e interpretación, en la evaluación de las experiencias, en el análisis y en el diseño de estrategias. Una parte de los intelectuales desde sus sitios en las Universidades, en las empresas y centros de investigación, en las editoriales y en la plaza pública, en las tascas y lugares de ensueño, están llamados a dotar de sentido, de emoción y racionalidad, y de trascendencia las operaciones vitales que emprenda la sociedad en su conjunto. Y estoy seguro de que esto nos es una boutade retórica.