Obama deja a un regalo envenenado a Trump y Castro
El Gobierno de Raúl Castro, tras lograr restablecer relaciones diplomáticas con Washington y aligerar las presiones internacionales, que le permitieron renegociar gran parte de su deuda externa, hizo todo lo que pudo por evitar que el acercamiento diera como resultado un aumento de los negocios con EE UU y su influencia interna en Cuba.
Muchos catalogaron de fracaso la política de Obama hacia la Isla y culpaban sistemáticamente al presidente de dar todo al Gobierno de los Castro a cambio de nada.
Las exigencias de La Habana aumentaban y se endurecían. Se seguía culpando al «bloqueo» y la Ley de Ajuste Cubano del desastre económico y la estampida de los ciudadanos hacia EE UU, mientras nada o poco se hacía para aliviar la situación interna, mejorar las perspectivas democráticas y aprovechar las posibilidades que brindaban las órdenes ejecutivas de Obama.
Pocos comentan que el fin de la política de pies secos/ pies mojado, este «regalo» de Obama, a unos días de entregar el Gobierno a su sucesor, puede poner en jaque tanto a Raúl Castro como a Donald Trump, pues el cierre de esta válvula puede generar un aumento tal de la presión interna en Cuba que llegue a desestabilizar al Gobierno, obligarlo a realizar los cambios que nunca ha querido o enfrentar una crisis de incalculables consecuencias.
El reto no sería solo para Raúl Castro, sino también para el nuevo inquilino de la Casa Blanca, que negaba hasta hace poco el origen estadounidense de Obama y anunciaba mano dura con Cuba. No será el presidente saliente quien tenga que enfrentar ahora las eventuales complicaciones que genere una olla de presión reventada o a punto de explotar, en el borde sur de EE UU, que siempre trató de evitar la Inteligencia del país por sus posibles complicaciones.
El cierre de esta válvula puede generar un aumento tal de la presión interna en Cuba que llegue a desestabilizar al Gobierno cubano
Quien tendrá que lidiar desde el norte con las consecuencias de esta decisión y con todos sus efectos ‒que preferiría no tener que mencionar, por indeseados‒, va a ser Donald Trump y no Obama.
Tanto el presidente electo de EE UU como Raúl Castro van a tener que ver qué hacen para evitar que se desaten las hasta ahora contenidas iras del pueblo cubano, cuando cientos de miles de jóvenes tomen conciencia de que no tienen esperanzas de mejorar sus vidas fuera del sistema que lo impide.
Sin duda, la «cabeza de caballo» sería para Trump, pero la peor parte podría tocar al Gobierno de Raúl Castro en su último año, quien no supo, no quiso o no pudo aprovechar las oportunidades que le brindó Obama y en cambio le ofreció una elegante despedida, en boca de sus soldados: una corona de plomo para su cabeza.
Ahora, el presidente saliente, tan atacado por Trump en su campaña y cuya mano tendida hacia Raúl no fue igualmente correspondida, se va a apoltronar cómodamente en primera fila a disfrutar el espectáculo que pueda generar ‒y ya está generando (miles de cubanos en camino regados de México a Ecuador con un futuro incierto)‒, su última medida, la que terminará sufriendo el pueblo cubano.