Un ofensivo homenaje al castrismo
LA HABANA, Cuba.- Como pálido remedo de la Piedra Negra musulmana que reposa en la Kaaba, y en lo que constituye un morboso afán de eternizar la memoria del más célebre autócrata del hemisferio occidental, desde noviembre de 2016 se ha destapado en Cuba un peculiar culto al monumento pétreo que guarda las cenizas del fenecido dictador cubano, Fidel Castro, erigido en el cementerio de Santa Ifigenia, en la oriental provincia de Santiago de Cuba.
Sin embargo, a diferencia de la milenaria reliquia atesorada en La Meca –que no constituye objeto de adoración por los seguidores del Islam–, el peñasco de la necrópolis santiaguera sí lo es. Si alguien lo dudase, solo tiene que verificar la cantidad de peregrinaciones tanto forzosas como voluntarias que se han estado produciendo en ese emplazamiento desde que Castro I protagonizara la última (y definitiva) de sus muchas muertes, con las consiguientes ofrendas florales, la obligada cobertura mediática y las infaltables fotografías frente al seboruco que recuerda su maléfica existencia.
De hecho, los oligarcas herederos directos del Poder y los beneficiarios menores de la satrapía verde olivo, cultivan cuidadosamente el artificioso ritual, quizás el primero del mundo occidental que legitima moralmente a una dictadura. Para mayor relieve de la liturgia castrista –y de paso, para evitar que alguno que otro de los millones de damnificados por el Petrificado en Jefe profanen el mausoleo– una guardia de honor permanente se rota la custodia de lo que ahora han dado en llamar el “área central patrimonial” del cementerio, donde está emplazado.
Es por ello que, tal como reseña la prensa oficial cubana, los políticos, ministros extranjeros y embajadores que visitan el monumento y posan solemnes ante él “reverencian el sitio sagrado”; un ejercicio que quizás se podría entender en el caso de los funcionarios y embajadores de los países africanos y “tercermundistas” cuyas naciones se consideran favorecidas por las falsas bondades del difunto, así como por parte de los aliados políticos del régimen y de toda la pléyade de izquierdosos radicales oportunistas que siguen parasitando sobre el fracasado proyecto socialista cubano. Pero no es así en el caso del representante de una nación democrática y tan cercanamente emparentada con los cubanos como lo es el embajador español.
Y no es que sorprenda la tibieza de los diplomáticos españoles a la hora de conceder honores y dispensar contemplaciones a la dictadura cubana. Esto, hay que reconocerlo, tristemente ha sido una práctica habitual. Lo que sucede en esta ocasión es que cuando el embajador español, “excelentísimo señor Juan José Buitrago de Benito” (las minúsculas son intencionales), depositó una ofrenda floral al pie de ese sepulcro perverso y posó con su impecable guayabera blanca para la foto que inmortaliza la ocasión, estaba concediendo a la vez un amistoso espaldarazo a la longeva dictadura insular y una afrenta imperdonable a los cubanos y a sus aspiraciones de libertad y democracia, tan largamente postergadas.
Si el señor Buitrago estaba en aquel camposanto en ocasión de homenajear a sus compatriotas caídos en las guerras de independencia del siglo XIX, o si también colocó una ofrenda al Apóstol José Martí, el más insigne cubano de todos los tiempos, tan honorables reconocimientos no justifican la indecencia de rendir respetos al más ilustre sátrapa que haya parido esta nación. Antes bien, la homologación agrava la ofensa.
Menos importa aún si, como ya han tratado de argumentar desde la cartera de Exteriores de España, otros diplomáticos y representantes de numerosos países en su momento han rendido culto a La Piedra. Porque sucede que muchos cubanos sentimos a España tan cercana y entrañable que la desvergüenza de actos como éste nos resulta más punzante y grosera que si procediera de cualquier funcionario o nativo de otra parte del mundo. En especial cuando los políticos y mercachifles españoles que desde décadas atrás comulgan con el gobierno cubano tienen la frecuente desfachatez de invocar hipócritamente “nuestros lazos históricos y culturales” como prenda de buena fe y de concordia entre españoles y cubanos.
Probablemente este diplomático no sienta la necesidad de pedir perdón a los cubanos. Harto han demostrado otros funcionarios que le han antecedido cuán elevada suelen llevar la cresta. Y, en todo caso, tal vez sería una disculpa inútil, porque si otros muchos cubanos pensaran y sintieran lo mismo que yo, no lo perdonarían.