Durante 60 años, la realidad política de Cuba se convirtió en política interna de todos los países latinoamericanos. Casi siempre, más para mal que para bien, todo lo que ocurría en esa pequeña isla pasaba a ser centro obligado de toda discusión; su influencia en la región debería ameritar algún estudio profundo de parte de los expertos en marketing.
Sin embargo, la noticia más relevante ocurrida en Cuba en muchos años casi no generó repercusión. Fue el traspaso del poder, por primera vez desde la revolución del 59, a alguien que no lleva el apellido Castro. Se trata de Miguel Díaz-Canel, una opaca figura del aparato comunista, quien fue investido por Raúl con la supuesta misión de impulsar algunos cambios que permitan a la isla sobrevivir haciendo fundamentalmente lo mismo que la tiene sumida en la miseria desde hace medio siglo.
Los detalles de la elección de Díaz-Canel son propios de la literatura caribeña. No se trató de una elección abierta y con alternativas, sino que la Asamblea Nacional lo ratificó en su condición de candidato único por el 98,8% de los votos. No se asuste el lector pensando en el tenebroso futuro de quien se haya opuesto. Los expertos explicaron que lo más probable es que el único voto en contra haya sido el del propio Díaz, en un gesto de modestia revolucionaria.
Más allá de la desmedida influencia regional para un país tan pequeño, hay otras cosas de lo que pasa en Cuba que son llamativas. La primera es que si se trata de un sistema realmente representativo de la voluntad popular, como insisten muchos feligreses de ese culto, cómo puede ser que tras décadas de pobreza y miseria, una transición política pueda tener lugar con tan poco escándalo. El hombre nuevo, definitivamente, no está para discutir frivolidades.
Un segundo aspecto es el mencionado al principio. La escasísima repercusión del hecho, tanto de parte de la legión de cubanólogos de izquierda (por su amplitud mental a varios les cabría mejor el adjetivo de cubistas), como de los del otro lado, donde también hay mucha gente que parece tener un PhD en política interna cubana.
Tal vez tenga que ver con un tema generacional. Las personas que sintieron en carne propia el impacto de la revolución cubana son cada vez menos, y con menos influencia. Y en el mundo de hoy hay muchos temas álgidos en la agenda cuyos ejes quedan a miles de kilómetros de La Habana.
De hecho, leyendo lo publicado en estos días por el diario Granma (el altar del periodismo exige este tipo de sacrificios), se comprueba que solo dos jefes de Estado han ido a saludar al nuevo mandatario: Nicolás Maduro, que según la crónica llegó tiernamente acompañado por la «Primera Combatiente» Cilia Flores. Y Evo Morales, quien arribaría este fin de semana.
Otra teoría acerca de la escasa relevancia dada por la región al hecho, es la que marca el drástico cambio de paradigma ideológico que vive hoy América Latina. Tras la década de gobiernos «de izquierda» que volvieron a poner el proceso cubano en el panteón de la vida política regional, los vientos han cambiado de manera radical.
De hecho, esta semana se supo que los cancilleres de Argentina, Brasil, Perú, Colombia, Chile y Paraguay anunciaron que no participarán más en la Unasur, ese organismo pergeñado por Lula y Chávez como forma de reforzar su poder regional. Algo parecido sucede con Telesur, la cadena de noticias bolivariana que tuvo su cuarto de hora durante el boom petrolero, de la cual Argentina ya anunció que no será parte a futuro.
Esto nos trae de regreso a Uruguay, y a la pregunta básica sobre cuál será la postura del país ante esta nueva era. Y la respuesta luce bastante decepcionante.
El canciller Nin Novoa ya ha anunciado que para Uruguay la Unasur sigue igual que siempre, y que nuestro país seguirá contribuyendo a la cadena de TV regional. Eso mientras la bancada oficialista sigue durmiendo el proyecto del TLC con Chile sobre el cual el Presidente Vázquez y el propio Nin Novoa habían depositado tanta esperanza. Esto no parece ser novedad. Siempre se dice que en Uruguay todo ocurre cinco años después, pero la política exterior nacional parece estar anclada al menos una década atrás, y sin miras de que se pueda poner a tiro próximamente.
En eso, Cuba y Uruguay tienen mucho en común. Son los dos países con la población más envejecida del continente, algo de lo cual es reflejo muy claro la edad de la mayoría de sus dirigentes. La gran diferencia es que Uruguay es una democracia y Cuba una dictadura comunista, como han llegado a comprobar recientemente incluso algunos destacados miembros de la academia nacional. Allí es imposible que un mandatario pague el precio de sus errores en las urnas. La pregunta en Uruguay es hasta dónde la parte del Frente Amplio que tiene valores republicanos y entiende hacia dónde va el mundo está dispuesta a arriesgar su futuro y el del país por seguir abrazados a una página sepia del calendario caída hace ya muchos, muchos años.