‘Operación salvar a Freud’: su angustiosa huida de Hitler
Los matones ya habían visitado su casa en Viena; la Gestapo había citado a sus hijos... El peligro era inminente cuando un grupo de amigos de Sigmund Freud, judío, puso en marcha la salida del psicoanalista del país. Una proeza asombrosa en la que fue crucial el papel de una princesa, un médico galés ¡y un nazi convencido! Lo cuenta el libro Salvar a Freud.
Un grupo de camisas pardas armados de rifles y pistolas se presentó en el domicilio de Sigmund Freud en Viena. Martha, la mujer del padre del psicoanálisis, los descolocó al tratarlos como huéspedes: los invitó a sentarse y a dejar sus armas en el paragüero del pasillo. Ellos rechazaron la oferta, pero el comportamiento de la mujer de Freud apaciguó sus ánimos. Martha cogió un fajo de dinero, lo puso en la mesa y les dijo: «¿Quieren servirse, caballeros?». Y se sirvieron.
A continuación, su hija Anna Freud llevó a los intrusos a la caja fuerte y les entregó seis mil chelines (el equivalente a 840 dólares). Entonces, Sigmund Freud salió de su despacho. Estuvo tranquilo, pero los fulminó con su mirada. Según el doctor Ernest Jones, que lo presenció todo, Freud «tenía una manera de fruncir el ceño con los ojos resplandecientes que cualquier profeta del Antiguo Testamento habría envidiado».
El cabecilla de los camisas pardas se dirigió a Freud como «herr professor». Los matones se fueron pronto, pero antes de cerrar la puerta anunciaron: «Volveremos». Cuando salieron, Freud preguntó cuánto dinero se habían llevado y luego, haciendo gala de su sardónico sentido del humor, dijo: «Yo nunca he cobrado tanto por una sola visita».
No sabía Freud que en ese momento los rifles de otro grupo de camisas pardas encañonaban a su hijo Martin en la sede vienesa de Verlag, la editorial psicoanalítica internacional. También ellos se llevaron dinero, pero aquella visita fue mucho más aterradora. Martin Freud pudo morir asesinado aquel 15 de marzo de 1938, el mismo día que Adolf Hitler habló a una multitud enfervorecida desde el balcón del palacio imperial de una Viena recién anexionada al Tercer Reich. También aquel día hubo saqueos, abusos y agresiones a los judíos de Viena.
Aferrado a la esperanza
Los Freud eran judíos y estaban en grave peligro. ¿Cómo no se habían ido antes de Austria? Varios amigos se lo habían pedido, pero Freud se resistía. Confiaba todavía «en que a los hombres honrados se les permitiera seguir su camino», contó su hijo Martin. «Es irónico –dice Andrew Nagorski, autor de Salvar a Freud (Crítica)– porque Freud hablaba en su ensayo El malestar en la cultura de la capacidad del hombre de comportarse como una bestia salvaje».
Es comprensible, sin embargo, que no se hubiera ido de Austria. «Mi padre estaba muy enfermo, tenía dolor la mayor parte del tiempo, se acercaba al final de su vida con más de 80 años y cáncer, y no podía imaginar una vida en otro lugar. A posteriori es fácil decir lo que habría sido correcto», explicó Anna, la hija de Freud.
¿Por qué no huyó antes? «Estaba enfermo, tenía más de 80 años y no imaginaba una vida fuera de Viena», explicó Anna Freud
Además, en Viena tenía su consulta, sus amigos, su familia… su vida. Y se aferraba a la esperanza. Como todos. Claro que sabía del peligro. En una carta escrita un año antes daba por segura la invasión de Austria, pero esperaba morirse antes.
Con los nazis ya dentro del país comenzó la ‘operación salvar a Freud’. Ernest Jones, psicoanalista británico, presidente de la Asociación Psicoanalista Internacional, comenzó a reclutar a los miembros del grupo de salvamento. De inmediato se unió la estadounidense Dorothy Burligham, heredera de la fortuna de los Tiffany y pareja de Anna Freud durante muchos años. Dorothy vivía en el mismo edificio que los Freud y podía avisar del peligro al resto del grupo. Se alistó también William Bullitt, buen amigo de Freud y embajador de Estados Unidos en Francia; con él se unió John Willey, de la legación americana en Austria. Cuando Dorothy avisaba del acoso nazi en la casa de los Freud, Willey, su mujer y otros miembros de la Embajada de Estados Unidos visitaban a esta familia. Y junto al portal solía estar aparcado un coche de la Embajada con su banderín americano. Sabían que la Gestapo los estaba viendo.
También acudía a protegerlos Marie Bonaparte, cuyo papel fue crucial. Marie (que era sobrina bisnieta de Napoleón y psicoanalista) era princesa de Grecia y Dinamarca por haberse casado con el príncipe Jorge. Era íntima de los Freud. El 17 de marzo de 1938 viajó a Viena, se instaló en la Embajada griega, puso en órbita a todos sus contactos y si se presentía un riesgo se plantaba en casa de los Freud, se sentaba en la escalera con su imponente abrigo de visón y su bolso de cocodrilo. A interponerse con su pasaporte principesco.
Con Marie vigilando, Jones se fue a Inglaterra con el difícil objetivo de lograr que los británicos acogieran a Freud. Jones desplegó su agenda y a través de una cadena de unos que conocían a otros que conocían a otros llegó hasta el ministro del Interior Samuel Hoare. Sucedió un milagro. Consiguió permisos para 18 adultos y 6 niños. El grupo incluía a familiares, sirvientes, discípulos y médicos de Freud.
Ahora había que convencer a Freud. De eso se encargaron los nazis. Cuando la Gestapo citó en sus temibles dependencias a Martin y Anna Freud, ellos acudieron con una fuerte dosis de veronal en el bolsillo por si acaso. Eso descompuso a Freud y lo convenció de que había que huir. «Fue la única vez que vi a Freud profundamente preocupado», contó Max Schur, su médico personal y otro de los rescatadores, un hombre de una lealtad conmovedora: pospuso su huida a Estados Unidos para quedarse a cuidar de Freud; y él también era judío.
El médico personal de Freud, de una lealtad conmovedora, pospuso su propia huida para quedarse a cuidarlo
Quedaba otro gran escollo: que los nazis les permitieran salir. Ahí fue fundamental el papel de un personaje paradójico, Anton Sauerwald, el comisario nazi al cual encargaron revisar el dinero y las cuentas de Freud. Antes de que se activara el exterminio de los judíos, su destino estaba en manos de comisarios nazis: podían facilitar su escapada mediante sobornos o podían hacer que lo perdieran todo.
Las visitas de la Gestapo
Los Freud tuvieron la suerte de que a ellos les tocara Sauerwald, un nazi y antisemita convencido que había estudiado Química en la Universidad de Viena con un profesor judío al que veneraba, un amigo de Freud. Sauerwald «comprendía la importancia de Freud», explica Nagorski. Después de una de las visitas de la Gestapo al piso de Freud, Sauerwald se disculpó por aquel comportamiento grosero y le dijo a Anna: «Estos prusianos no saben quién es Freud».
Era muy metódico. Buceó en todos los papeles, leyó las obras del doctor y quedó impresionado. Creía que los judíos tenían que ser eliminados, sí. «Pero admiraba a Freud e hizo todo lo que estuvo en su mano para facilitar su huida y la de su familia», dice Nagorski. Ocultó, por ejemplo, que Freud tenía dinero en el extranjero. Si se hubiera sabido, no habría podido escapar.
Por supuesto, había que pagar la sofocante burocracia. Ahí estaba de nuevo Marie Bonaparte. Pagó 31.329 marcos imperiales, una fortuna. Y, además, se fue llevando libros y documentos bajo la ropa y luego los envió a Francia. Y animaba a todos. «Sin ella, las últimas semanas en Viena habrían sido insoportables», dijo Martin Freud.
El 4 de mayo comenzó la escapada escalonada con la partida de Martin y Mathilde Freud. El 2 de junio llegó, por fin, el último papel junto con una declaración en la que Freud debía confirmar que lo habían tratado bien.
El 4 de junio parten en el Orient Express Freud, Martha, Anna, el ama de llaves Fitchl, la doctora Josephine Stross, que sustituye al doctor Shur, víctima de una inoportuna apendicitis, y el chow chow Lün, al que Freud adoraba. Lo pasaron mal mientras atravesaban territorio alemán. Temieron lo peor cuando llegaron al control con la frontera francesa, pero no pasó nada, «quizá porque los alemanes sabían que en el tren viajaba un hombre de la Embajada estadounidense», dice Nagorski.
El 5 de junio de 1938, los recibieron en el andén de París Marie Bonaparte, William Bullitt, Ernst Freud, el hijo que vivía en Londres, y una nube de periodistas y fotógrafos. Días después viajaron a la capital británica, donde Freud murió al año siguiente, de un modo apacible y sereno. «Fue decisiva la devoción de sus salvadores, que hicieron posible que muriera en libertad», concluye el autor de Salvar a Freud.
Quién es quién en la huida
Un salvador nazi
Anton Sauerwald era el comisario nazi encargado de revisar las cuentas y el dinero de Freud. Era un antisemita convencido, pero admiraba a Freud e hizo todo lo que estuvo en su mano para salvarlo. Su papel resultó crucial. Tras la guerra fue encarcelado, pero Anna Freud testificó a su favor y lo absolvieron en 1949. Murió en Austria en 1970.
El milagro de Jones
El doctor Ernest Jones, presidente de la Asociación Psicoanalítica Internacional, se encargó de la difícil misión de obtener los permisos de entrada en Gran Bretaña. Le costó, pero logró pases para la troupe de Freud, formada por 18 adultos, 6 niños y un perro.
La niña de sus ojos
Freud se resistía a dejar Viena. Pero, cuando la Gestapo citó a su hija Anna y la interrogó durante horas angustiosas, se decidió a huir. Anna era la menor de sus seis hijos, fue también psicoanalista y se ocupó de muchos trámites en el plan de huida.
La princesa peleona
Marie Bonaparte era princesa de Grecia y Dinamarca y psicoanalista. Pagó todos los gastos del rescate, salvó documentos y recibió a Freud en París. También intentó salvar, sin éxito, a las cuatro hermanas de Freud que quedaron en Viena: murieron en el Holocausto.