Oscuro como la tumba de Malcolm Lowry
«El éxito es como un terrible desastre»
(Malcolm Lowry, en su poema «Tras la publicación de Bajo el volcán»)
Crecimos mis hermanas y yo con una extraña frase que soltaba papá desde su cama todas las noches: «ciérrame la puerta del clóset que es oscuro como la tumba donde yace mi amigo». Y uno cerraba la puerta corrediza de ese armario con la punta de los dedos y a toda velocidad, no fuera cosa que la mano del amigo ahí enterrado emergiera desde la oscuridad para agarrarnos. Tiempo después me di cuenta de que en el tercer tramo de la biblioteca de papá, hacia la esquina superior derecha y casi rozando el techo, estaba un libro justamente con ese título: Oscuro como la tumba donde yace mi amigo. Su autor, un tal Malcolm Lowry. No estaba solo, había varios libros más del mismo escritor, todos con nombres intrigantes y fabulosos –es probable que nadie haya escogido mejores títulos que Malcolm Lowry–, cosas como: Ultramarina, Lunar Caustic, Bajo el volcán; Escúchanos, Señor, desde el cielo, tu morada.
Había dos cosas claras: la primera era que a mi padre le gustaba especialmente ese autor (era el único “desconocido” en su biblioteca con cinco volúmenes en su haber, los otros que sumaban esa cantidad eran pesos pesados como Borges, Gallegos, Hemingway y García Márquez); y la segunda –y aún más desconcertante–, por algo lo tendría tan alto, recóndito, escondido. Algo sospechoso rodeaba al tal Lowry. Yo estaba muy chamo, me faltaba un rato todavía para entender que a Malcolm Lowry no solo era un asunto para adultos sino más específicamente “solo para ciertos adultos”. Ya mi padre había muerto cuando comprendí que Lowry era un tipo cuya vida, verbo y obra eran para tenerle cuidado.
Ahora vivo en México –donde también vivió Malcolm Lowry y escribió su colosal Bajo el volcán– y tengo ahora una fijación que comparto con mi esposa y mi hija: la de estar siempre atentos durante los días despejados a ver si adivinamos en el horizonte las siluetas de esos mismos volcanes que hechizaron a Lowry. La alegría y el vértigo cuando finalmente se dejan ver: “Mira, ahí se le ve la nieve en la cima al Iztaccíhuatl, y ahí al lado está el Popocatépetl con su fumarola” (porque ese volcán no descansa, no duerme, está constantemente echando sus bocanadas y recordándonos que todavía respira).
Bajo el volcán es una novela autobiográfica que Lowry tardó once años entre escribir, corregir, reescribir e intentar publicar. La rechazaron en trece oportunidades antes de que una editorial decidiera por fin, y a regañadientes, sacarla a la luz. Ese libro le costó a su autor un matrimonio (en un punto su esposa, la también escritora Jan Gabrial, se hartó y, con la excusa de ir a renovar sus papeles a Estados Unidos, lo abandonó en México); casi se lo tragan las llamas cuando de pronto se les incendió la casa pero su segunda esposa, la actriz y novelista Margerie Bonner, logró salvar el manuscrito del fuego; le costó sobre todo el hígado y la salud mental. Lo del descenso a los infiernos no es una metáfora, en este caso alcanza dimensiones desconcertantemente literales: Lowry se hundió en el inframundo, tocó fondo, se autodestruyó diaria, concienzuda y metódicamente, asunto que le ocurre a su alter ego en la novela –el excónsul británico en Cuernavaca, Geoffrey Firmin– y también al autor que incluso una noche, estando ahogado en alcohol dando traspiés por Cuernavaca, se cayó por el hueco de una alcantarilla sin tapa y fue a dar a una cloaca donde tuvo que pernoctar. Lo encontraron al día siguiente. Después de la estadía en ese denso y pestilente infierno personal lograron sacarlo después de haber presenciado el alba con aquella silueta majestuosa del volcán dibujándose en el horizonte.
La novela transcurre en México, exactamente en la ciudad de Quauhnáhuac (también escrito a veces como Cuauhnáhuac, nombre original en náhuatl de Cuernavaca, algo que se podría traducir como “entre los árboles” o “rodeado de árboles”). Ocurre bajo el volcán. Es la presencia enorme, omnipresente, portentosa, inspiradora y siniestra de ese volcán que se mira desde Cuernavaca la que signa la vida y muerte del cónsul Firmin en su último día de vida precisamente durante el Día de los Muertos. El volcán se convierte en un símbolo, una especie de Moby Dick en tierra firme, algo que obsesiona, hechiza, agobia y seduce (todo a la vez) al protagonista de Lowry. Escribiría el propio autor en el prólogo de la edición francesa de Bajo el volcán:
Puede ser considerada como una especie de sinfonía, como una ópera, o como una película de vaqueros. Yo quise hacer música hot, un poema, una canción, una tragedia, una comedia, una farsa, y así sucesivamente. Es superficial, profunda, distraída, pesada, según los gustos. Es una profecía, una advertencia política, un criptograma, una película cómica, un absurdo, una frase sobre el muro.
Malcolm Lowry era un hombre lleno de contradicciones –como todos, pero en este caso una paradoja con piernas y en esteroides–: fue campeón de golf, una auténtica promesa del tenis en su juventud, también insigne nadador e incluso luchador libre; pero el deporte donde realmente era imbatible fue el de empinar el codo. Levantaba, vaciaba y tragaba alcohol por hectolitros. Se desayunaba con whisky, almorzaba con cervezas y después se metía de cabeza en el mezcal hasta el amanecer del día siguiente. Lowry atribuía a este aguardiante las mismas propiedades psicotrópicas de la mescalina, y si bien es cierto que los principios activos de ambas sustancias son muy distintos, no es menos cierto que los baños de inmersión diarios en mezcal conducen al desdoblamiento y sin duda a acabar habitando una realidad alterna.
Hijo de un comerciante inglés de solvencia económica importante, el joven Malcolm dependía de la mesada que le depositaba su padre. Con ella se financiaba los viajes, las aventuras, la escritura y, sobre todo, la bebida. A pesar de su origen burgués bien acomodado coqueteaba con las ideas de izquierda y en más de una ocasión, después de tragarse un río de licor, se ponía especialmente vociferante y verborrágico en los entornos menos indicados. Luego, con la resaca monumental o rozando aún el coma etílico, pasaba a la paranoia: lo estaban espiando, lo querían apresar o secuestrar o asesinar. Le tenían el ojo puesto y le querían echar garra, eso era. Por esas mismas razones había salido huyendo de Granada donde había vivido durante los años treinta, convencido de que la Guardia Civil española lo estaba vigilando y en cualquier momento lo capturarían para ejecutarlo (como a Lorca, idéntico, solo que incluso antes de que le ocurriera a Lorca). Así fue, después de varios tumbos, como fue a parar a México, un país que lo hechizó y lo aterrorizó a partes iguales, donde vivió la etapa más autodestructiva de su vida, pero también la más creativa. Bebió, escribió, se separó, se deprimió, escribió y bebió mucho más. Lo encarcelaron, lo liberaron, lo metieron preso de nuevo y volvieron a liberarlo. En Oaxaca y en Cuernavaca. Incluso pasó una Nochebuena tras las rejas, en la que liberaron a todos los detenidos excepto a él. Malcolm estaba convencido de que era por sus ideas liberales que lo hacían parecer un «extranjero insolente y comunista en los tiempos de Lázaro Cárdenas», o que lo querían secuestrar para pedir rescate a su familia, o que los uniformados lo consideraban un espía inglés en suelo mexicano.
Lo que resulta indudable es que en todas las ocasiones lo agarraban cuando estaba irremediablemente borracho, armando escándalos a horas indecentes y sin portar ni un documento (sus obsesiones persecutorias le aconsejaron dejar todos sus papeles al resguardo de un amigo en Ciudad de México, por si llegaba a pasarle algo). Todo esto se le puede achacar a las alucinaciones de un escritor deprimido dando tumbos en su travesía por el inframundo personal y bajo los efectos del mezcal; pero tampoco deberíamos pasar por alto aquello que alguna vez dijo Ricardo Piglia: «no podemos olvidar que los paranoicos también tienen enemigos». Porque resulta que sí era cierto que estaban algunos uniformados atentos a ese extranjero malportado y agitador al que no se le podía perder de vista, y resulta que otros sujetos (o los mismos) estaban pendientes de ver cómo le sacaban provecho a ese inglesito burgués al que en un descuido algo malo le podía pasar, y resulta también que papá Lowry había girado instrucciones para que vigilaran a su hijo que se estaba bebiendo hasta el perfume y el agua de los floreros con el dinero que él le enviaba a México. Sí, la vida bajo el volcán era una locura infernal, lo era sobre todo dentro de su cabeza, pero la realidad afuera tampoco ayudaba.
La idea más ambiciosa de Lowry era la de escribir una trilogía al estilo de La divina comedia, de Dante Alighieri. El infierno ya lo tenía en Bajo el volcán, el purgatorio y el paraíso vendrían más tarde si le alcanzaba la vida. Murió a los 47 años, solamente vio publicados dos de sus libros: Ultramarina (1933) y Bajo el volcán (1947). Sin embargo, varios manuscritos se salvaron también del fuego; asunto desconocido por el mismo Lowry quien falleció convencido (o eso decía para exagerar su drama) de que se habían perdido para siempre las mejores páginas que había escrito devoradas por las llamas. Algunos dicen que Oscuro como la tumba donde yace mi amigo vendría a ser el purgatorio, mientras que Rumbo al mar blanco (la obra que había dado por perdida en el incendio) completaría la tríada siendo el paraíso.
La tarde del 26 de junio de 1957, ya de vuelta en Inglaterra, viviendo en una casa que había alquilado con su esposa Margerie Bonner en Sussex, Malcolm Lowry tuvo una borrachera de esas lamentables y violentas. Rompió la botella de ginebra que se estaba bebiendo a pico y amenazó a su mujer quien salió corriendo y se refugió en casa de unos vecinos. El terapeuta de Margerie Bonner ya se lo había advertido: el caso de Malcolm no tenía solución ni se podía controlar, cada vez estaba más cerca de hacerle daño a alguien o hacérselo a sí mismo. El hecho es que cuando Lowry se quedó a solas decidió tomarse decenas de barbitúricos rociados por más alcohol; no se sabe con certeza si murió en la noche del 26 o en la madrugada del 27 de junio. El médico forense, desconcertado por la cantidad insólita de licor y fármacos en el cadáver, contempló la posibilidad de poner “suicidio” como causa de muerte, e incluso estuvo tentado por “asesinato”; al final se decantó por una opción muy peculiar para cerrar su informe: «fallecimiento por desventura», como si en ese instante –estas cosas le encantaban a mi viejo– hubiera sido poseído por el espíritu del mismo Malcolm Lowry para escribirse su propio final.