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Oswaldo Páez-Pumar: El don de prohibir

 

No podía tener un origen distinto. Debió ser obra de Putin, aunque bien mirado también pudo originarse en Lukashenko. El uno en Rusia y el otro en Bielorrusia y ambos formados en la KGB. Se presentan con pretensiones de ser jefes de estados democráticos y su objetivo es emular a Stalin, morir en ejercicio de la suprema autoridad y desde luego ser obedecidos por obra del miedo, más bien del terror, por toda la población que tiembla con solo pensar que puedan llegar a ser considerados enemigos, por el solo hecho de disentir de la más insignificante de sus ideas.

Basta para comprobarlo el discurso de Nikita Kruschev, ya muerto Stalin, denunciando las atrocidades que ocurrieron durante su era y, al reclamo de uno de los asistentes al congreso del partido que gritó y “por qué no lo denunciaste entonces”, respondió, “¿quién dijo eso?” Y como el silencio fue la respuesta que obtuvo, Kruschev, condescendiente, se limitó a decir “por esa misma razón”. El miedo era lo que imperaba y cuando el miedo impera los ciudadanos no son libres.

¿Qué ha prohibido Putin? Comparar, parangonar a Hitler con Stalin. Claro, si el “padrecito” del  “Gulag” no mataba judíos, que desde luego si lo hizo y no pocos, pero sobre todo mataba a quienes disentían no de su credo, que era desde luego algo subordinado y usado como instrumento de un poder que no conocía límites, sino que se imponía a quienes pudieran disentir de su poder omnímodo, aun si no lo habían cuestionado.

La orden es absoluta. Creo que ni siquiera será posible que los rusos, más bien que algún ruso pueda señalar que Hitler y Stalin se dejaron el bigote, aunque el del primero fuera menguado y el de Stalin grueso. Los pactos iniciales, el reparto de Polonia, Lituania, Letonia y Estonia no forma parte de la historia de Rusia a la que accede Putin, ya un hombre maduro (sin alusión al usurpador en Venezuela) con la llegada de Gorbachov, porque él era un “bebé” cuando murió Stalin y fue educado con su glorificación, a pesar de la denuncia de Kruschev ya mencionada, porque la crítica a Stalin podía ser punto de partida para el combate al imperialismo ruso que no cesó, sino creció con la muerte de los Romanov y que de la mano del comunismo adquirió vocación universal, porque dicho sea de paso, aunque “la religión es el opio del pueblo” el comunismo es una religión, como lo son el judaísmo, el cristianismo en sus dos vertientes católica y protestante, y el islamismo, solo que en nuestra civilización occidental introdujimos la separación de Iglesia y Estado, lo que no existe en Rusia, ni en Bielorrusia, ni en China, ni en buena parte de los estados islámicos.

De lo que se trata por lo tanto es de la supresión de la libertad de pensamiento, no porque se persigan y se quemen las obras de los disidentes, sino porque les está vedado acceder al poder político. Pueden decir y escribir cuanto quieran, pero si el eco de sus dichos o escritos amenaza la estabilidad del régimen se impone ponerle punto final. Es lo que ocurre en Bielorrusia con Alexei Navalny.

La imposición del totalitarismo no puede dejar espacios abiertos, parangonar a Hitler con Stalin, no es como parangonar a Plácido Domingo con Pavarotti, amenaza la sobrevivencia del partido comunista ruso, como único posible detentador del poder, porque revela que los sacerdotes de esa religión que se llama comunismo no apuntan hacia la mejora del pueblo al cual dicen servir, sino a servirse del poder para disfrutar de lo que le está vedado a los ciudadanos comunes, que no es la riqueza como lo prueban los rusos y chinos ricos, sino el derecho de imponerse sobre los conciudadanos, teóricamente iguales, pero a quienes les está negado el poder de gobernarse ellos mismos.

 

Caracas, 20 de julio de 2021

 

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