Ozu y Kurosawa: Vidas paralelas
Corría el año 1943 cuando un alargado y corpulento japonés se enfrentaba por primera vez a una fuerza casi tan siniestra como la guerra: los censores militares. Arremolinados en torno a una mesa flagelaban indolentes la primera película de aquel espigado de solo 33 años. El motivo era tan simple como inverosímil. La película, según ellos, era excesivamente británico-americana. Desde su pequeña silla el director soportó las embestidas de la jauría de censores hasta que su resistencia flaqueó y se puso en pie. Inmediatamente, un hombre que hasta entonces había permanecido en silencio imitó su gesto y exclamó: “Si 100 puntos es una buena puntuación, Sugata Sanshiro obtiene 120. ¡Felicidades, Kurosawa!”. Ignorando a los censores se acercó al joven y le susurró al oído el nombre de un restaurante donde podían reunirse para celebrar su ópera prima. Su voz pesaba demasiado para que alguien replicase y la película se estrenó sin problemas. El hombre que había hablado era Yasujiro Ozu. Así es como se conocieron los dos maestros del cine japonés.
Desde la perspectiva actual tenemos a Akira Kurosawa y a Yasujiro Ozu por titanes del cine mundial. Sin embargo, esta consideración no siempre fue así. Kurosawa comenzó a ser apreciado en occidente tras ganar el León de Oro –el premio a mejor película– por Rashomon (1950) en el Festival Internacional de Cine de Venecia. Su éxito aumentaba en Occidente mientras que en Japón lo miraban con recelo. Sus compatriotas no entendían cómo era posible que a ingleses, estadounidenses o franceses pudiese gustarles una película que era, a su entender, incomprensible. Con el tiempo los grandes estudios comenzaron a tacharlo de excesivamente minucioso y problemático, lo que se traduce por demasiado caro. Al no conseguir de las grandes productoras la ayuda financiera que necesitaba fundó una sociedad independiente –Shiki no Kai– junto con Kobayashi, Ishikawa y Kinoshita. Su primera película, Dodes´ka-den (1970), fue un fracaso absoluto de taquilla que arruinó a la novísima sociedad. Para realizar su siguiente película se tuvo que ir a Rusia, siendo la Mosfilm la que le produjo Dersu Uzala (1975). Cinco años después sus admiradores norteamericanos Francis Ford Coppola y George Lucas, con la ayuda de la Twentieth Century-Fox, colaboraron en la producción de Kagemusha, la sombra del guerrero (1980). De nuevo cinco años después Kurosawa recibiría la ayuda de otro occidental, en este caso del íntimo amigo y productor de Luis Buñuel, el francés Serge Silberman. Con su colaboración llevaría a cabo la monumental Ran (1985). Steven Spielberg y la Warner Bros. también sucumbirían a Kurosawa produciéndole Los sueños de Akira Kurosawa (1990). Desde Barbarroja (1965), producida por la Toho, Kurosawa no volvería a hacer una película sin ayuda extranjera hasta 1993 con Madadayo, su última creación, producida por Hisao Kurosawa, su hijo.
El caso de Yasujiro Ozu es radicalmente opuesto. Prácticamente hizo todas sus películas con la productora Shochiku y nunca participó, a diferencia de Kurosawa, en un filme de capital extranjero. Mientras que en Japón era un director extraordinariamente exitoso –en 1958 recibió la Banda Violeta, distinción al mérito nacional otorgada en nombre del emperador y en 1959 ingresó en la Academia de las Artes y las Letras de Japón, siendo el primer director de cine en hacerlo–, fuera de su país prácticamente nadie sabía de su existencia. En 1956, Shinobu y Marcel Giuglaris publicaron desde Francia un interesante libro sobre el cine japonés. Por mucho que perseveremos, no encontraremos un solo comentario acerca de Yasujiro Ozu. Ni siquiera es citado. Únicamente en las últimas páginas aparece su nombre, una pequeñísima biografía –con algunos datos incorrectos– y el título y fecha de sus películas más importantes. Esta brevísima información conforma un apartado especial del libro que incluye la reseña de otros 23 directores. Yasujiro Ozu, como muchos otros artistas, solo conoció el éxito internacional años después de su muerte. Actualmente, tanto en Japón como en el resto del mundo, nadie duda acerca del excepcional talento de ambos directores.
Partiendo de esta premisa no nos sorprenderemos al saber que Akira Kurosawa era considerado el más occidental de los directores japoneses mientras que a Yasujiro Ozu se le tenía por el más japonés. En ocasiones algunos críticos daban un paso más y aseveraban que el estilo de Kurosawa era llanamente occidental, lo que probablemente enfureciese al director nipón. Tanto Ozu como Kurosawa eran artistas japoneses influidos por su propia cultura y aquello que les impresionara de la extranjera. Es indudable el impacto de las películas de Ernst Lubitsch en Ozu o las de Charles Chaplin en Kurosawa. Del mismo modo, la pintura sumi-e –estilo pictórico japonés importado de China–, es tan importante en el cine de Ozu como la estructura temporal del teatro Noh en el de Kurosawa. Sería erróneo aludir a todos y cada uno de los influjos nacionales o extranjeros de ambos directores, aunque sí es constructivo identificar los esenciales, es decir, aquellos tan significativos sin cuyo conocimiento podría crearse un vacío en la comprensión del filme.
El peculiar modo de hacer cine de Ozu se fundamenta en la simplicidad, lograda mediante la depuración de su estilo cinematográfico. Esta depuración es una singularidad del arte japonés. Muchos pintores, por ejemplo, repetían durante toda una vida el mismo cuadro con el fin de mejorar su técnica. Para el montaje, Ozu se inspiraba en el aspecto circular del renga, poema japonés basado en la repetición de haikus, que son poemas breves de estructura silábica 5-7-5. De esta forma, el director nipón tiende a planificar todas las secuencias mediante un esquema similar al que sigue: plano general de localización (1), plano base que describe el espacio y a las personas que lo integran (2), y planos-diálogo con personajes encuadrados por encima de la cadera (3), repitiendo el mismo esquema a la inversa –resultando 1-2-3-2-1–. Ozu estudiaba milimétricamente cada plano y su interacción con los siguientes, concibiendo así el montaje al mismo tiempo que el guión. Kurosawa confiaba mucho más en el poder creativo del montaje. Una vez filmadas las escenas, se daba cuenta de cómo debían enlazarse los planos, cuáles rompían el ritmo o cuáles no eran estrictamente necesarios, prescindiendo de ellos. El apoyo que ofrece el montaje depende en gran medida de la composición del plano, su angulación o los movimientos de cámara que sobre él se ejecuten. Si la cámara está inmóvil y apenas varía su ubicación poco a nada puede hacer el montaje para corregir una escena. Este es, sin embargo, el estilo de rodaje de Ozu que, como ya vimos, prácticamente siempre repite los mismos tipos de planos. No obstante, la meticulosidad de su guión y su habilidad como director es tal que casi nunca necesita cambiar nada. A diferencia suya, Kurosawa no tiene reparos en mover la cámara por todo el espacio disponible. El dinamismo de algunas de sus películas –uno de los motivos por lo que su cine era considerado occidental– se debe esencialmente a su habilidad como montador. Rashomon, por ejemplo, está compuesta prácticamente por el doble de planos de los que tenía en la época una película japonesa media.
La influencia de la pintura europea en el joven maestro es tan evidente como el de la japonesa en el mayor. Los vivos colores fauvistas de las últimas películas de Kurosawa son tan sugerentes como el influjo de las composiciones pictóricas sumi-e en la filmografía de Ozu. Sumi-e es como se conoce en Japón a la pintura china de tinta monocroma, concesión recibida por sus poderosos vecinos en la segunda mitad del Periodo de Kamakura (1185-1333). El objetivo primario de este tipo de pintura era el de propagar la doctrina de la secta budista zen, aunque con el tiempo sus valores estéticos se desligaron de los filosóficos. Artísticamente, despunta por su austera sencillez y su original concepción del vacío. Esta difiere de nuestra idea de la nada. Es un elemento rebosante de significado que no encierra forzosamente valores negativos. En el caso de El pescador solitario, célebre obra del pintor chino Ma Yüan, la nada que rodea al hombre permite al espectador tomar conciencia de la inmensidad del océano y de intensificar así el sentimiento de soledad del pescador. Esta concepción del vacío es una constante en las películas de Ozu. Un ejemplo claro lo vemos en este plano de El sabor del té verde con arroz (1952). En el avión viaja uno de los protagonistas, quien parte hacia Uruguay por motivos de trabajo. Antes de esta escena ha mantenido una discusión con su mujer, quien decide no ir al aeropuerto a despedirle. El espacio vacío creado con la progresiva desaparición del avión contribuye a recalcar el sentimiento de soledad del marido, apenado por la decisión de su mujer.
Si Ozu bebió de la pintura tradicional japonesa, Kurosawa lo hizo de la europea. Cuando le preguntaron a su mentor, Kajiro Yamamoto, qué recordaba de la entrevista de acceso a la P. C. L. –futura Toho– a la que se presentó su pupilo, lo primero que respondió fue que Kurosawa mencionó que le gustaba Van Gogh. Para Yamamoto esto era una muestra de autenticidad, lo que favoreció su selección como ayudante de dirección, puesto que ofertaba el estudio. El pintor holandés influyó innegablemente en la obra de Kurosawa, quien desde muy joven se interesó por su concepción del paisaje. En Los sueños de Akira Kurosawa le dedica uno de los episodios, donde también recreó uno de sus cuadros, El puente de Langlois. A su vez, estudió a artistas como Cézanne, Courbet o Gauguin. Tan interesado o más estaba en el color que desprendían las obras de Matisse y el resto de fauvistas. Muestra de ello es la expresiva tonalidad de películas como Kagemusha, la sombra del guerrero, Ran o Madadayo. Además de estas corrientes, que le eran casi contemporáneas –fauvismo, post-impresionismo– a Kurosawa le fascinaba una mucho más antigua: la pintura barroca. Una particularidad de este estilo es la inmortalización de un instante clave por su dramatismo. Esto mismo lo hace cinematográficamente Kurosawa. Un ejemplo claro lo vemos en la escena final de Sanjuro (1962). La pelea entre Toshiro Mifune y Tatsuya Nakadai se resuelve con un único y estético movimiento de sable. Los actores previamente se estudian inmóviles, sin desenfundar sus espadas. Tras unos segundos agobiantes, ambos desenvainan. Inmediatamente, un chorro de sangre brota del cuello de Nakadai. Pero ni su cuerpo ni el de Mifune reaccionan. El único movimiento es el de la sangre. Esta posición se prolonga varios segundos hasta que finalmente Nakadai se desploma.
El sueño concerniente a Van Gogh es acompañado por el Preludio nº 15, de Chopin. No es extraño que Kurosawa emplee música occidental en sus películas contemporáneas. Su repertorio es inmenso. Desde el Stabat Mater, de Vivaldi, en Rapsodia de agosto (1991), a la Sinfonía nº 8, de Schubert, en Un domingo maravilloso (1947), pasando por el más sencillo Vals del cuco, de Ken Griffin, en El ángel ebrio (1948). Tampoco se despreocupó de temas musicales más autóctonos, despuntando la penosa Canción de la góndola (Gondola no uta), que canturrea Takashi Shimura en Vivir (1952), o la impresionante banda sonora que compuso Fumio Hayasaka para Los 7 samuráis (1954). A la escena más amarga de El ángel ebrio la acompaña musicalmente el Vals del cuco, una composición indudablemente alegre. Kurosawa se percató de que una melodía jocosa es capaz de intensificar el dramatismo de una escena trágica. Análogamente, Yasujiro Ozu reparó en las ventajas del contraste música-imagen. A su juicio, si el acompañamiento musical coincide temáticamente con lo transmitido visualmente el efecto obtenido puede ser contrario al buscado. Es decir, advirtió lo fácil que es pasar del drama a la exageración o de la comedia a lo burlesco. Por ello cuidaba que la música de sus películas sirviese como refuerzo a las imágenes sin alterar su significado. Kurosawa fue más radical y le concedió verdadera carga simbólica. Al final de Rapsodia en agosto una anciana confunde el estruendo de una tormenta con la explosión de la bomba atómica de Nagasaki, acontecida hace más de 40 años. Dominada por la locura, se precipita imprudentemente desde su casa, ubicada en las afueras, al centro de la ciudad de Nagasaki. Su familia corre detrás de ella para detenerla. La escena dura más de tres minutos. Si al principio solo escuchamos el estrépito de la tormenta, este se desvanecerá dando paso a una canción alegre y juvenil interpretada por niños –especie de versión de Heidenröslein, lied de Schubert que musica el poema homónimo de Goethe. El contraste es total y el efecto sorprendente.
En una publicación de 1951 para el Mainichi Shinbun, periódico de fuerte tirada nacional, Yasujiro Ozu manifestó su agrado por el cine de Akira Kurosawa. Si bien le entusiasmaron películas como El perro rabioso (1949), también expuso su intranquilidad por el devenir cinematográfico de su compatriota. Le preocupaba que su constante experimentación y lo variado de la temática de sus filmes lo transformaran en un director excesivamente teórico. Totalmente imbuido en la cultura tradicional japonesa, Ozu consideraba que un artista debía encontrar su propio estilo para posteriormente depurarlo. Esto es lo que él hizo. Para consolidar este procedimiento siempre repitió argumentos similares. Esta manera de hacer cine le convertía en un verdadero artesano, como a él le gustaba denominarse. La mayoría de sus películas abordan un mismo tema: el de las relaciones internas en una familia japonesa de clase media. Si le preguntaban por qué no hacía otro tipo de películas, respondía modestamente que únicamente era “un pequeño productor de tofu. Si se pide a un pequeño productor de tofu que prepare un plato de curri, o unas costillas de cerdo empanadas, nunca conseguirá que le salgan bien”. En 1951 no parecía que Kurosawa fuese a seguir el mismo camino. Desde Sugata Sanshiro (1943), su primera película, había realizado filmes históricos, políticos, sociales, propagandísticos, de cine negro, de judo, etcétera.
A propósito del guión de El idiota (1951) Ozu escribió en su diario “¡es incomprensible! Admito que el personaje pueda ser idiota, ¡pero que lo sean también el guionista y el realizador…!”. Con la excepción de este comentario, Kurosawa apenas es mencionado en los cuadernos de Ozu. Sin embargo, una lectura atrevida de ellos me hace intuir que no le entusiasmaban los estrenos del nuevo ídolo japonés. Esto pudo deberse a la contradictoria concepción que ambos tenían del drama. A Ozu le gustaba sugerirlo. A Kurosawa mostrarlo. El primero presentaba lo trágico de la cotidianidad mientras que el segundo lo hacía de la excepción. En 1949 Yasujiro Ozu estrenó Primavera tardía y Akira Kurosawa Duelo silencioso. La protagonista de Primavera tardía, Setsuko Hara, no quiere casarse para evitar dejar solo a su padre viudo mientras que el de Duelo silencioso Toshiro Mifune rompe su compromiso al haber sido contagiado de la sífilis y no querer privar a su pareja de una vida normal. Una de las escenas más dramáticas de Primavera tardía tiene lugar en una pequeña habitación de hotel. Padre e hija van de excursión a Kioto tras convenir la boda de Hara. Tras un intenso día se acuestan, charlan un poco y el padre se duerme. Inmediatamente después vemos en un primer plano el rostro compungido de la actriz. Al igual que el espectador, sabe que es el último viaje que van a hacer juntos. Lo que ella experimenta en ese instante de calma es lo que los japoneses denominan mono no aware, es decir, la resignada tristeza ante lo efímero. Este sentimiento es similar al de la caída de las flores de los cerezos: el esplendor del espectáculo va unido a la irremediable pérdida de la flor. Del mismo modo, el grato viaje de Hara con su padre transcurrirá sin remedio alguno. En la escena que acabo de mencionar apenas hay diálogo y la actuación es comedida. Lo que nos conmueve es la separación de los personajes que, no por falta de lágrimas, es menos dolorosa. En Duelo silencioso ocurre todo lo contario. La representación de lo trágico no es contenida sino explosiva. Toshiro Mifune, médico, se contagia de la sífilis durante una operación. En un principio, solo le revela esta información a su padre y, sin explicar nada a su novia, rompe el compromiso que los unía. Al final de la película, la ayudante de Mifune en el hospital, que desconoce los motivos personales del médico, le reprocha airadamente su aparente indiferencia hacia la que había sido su prometida. Sus injustas palabras hacen explotar a Mifune en una sobrecogedora escena de gritos, lágrimas y aspavientos. Su potencial dramático radica en la actuación, en el dolor que un individuo manifiesta exteriormente. Como vemos, la manera de exponer la aflicción del personaje es muy distinta a la de Primavera tardía. Esta, quizás la mejor película de Ozu, es muy superior a Duelo silencioso, pero no por ello debemos menospreciar el registro dramático que emplea Kurosawa. En ciertas ocasiones es mejor sugerir y en otras mostrar. La desmesurada locura que padecen los personajes de Tatsuya Nakadai en Ran o en Kagemusha, la sombra del guerrero es realmente impactante y, en mi opinión, acertada.
Ambos directores escogían actores de un perfil determinado, siendo antagónicos los de Ozu de los de Kurosawa. Por brillante que sea un actor, su presencia física le predispone hacia unos papeles u otros. Sería inimaginable pensar en una Lolita a la que le colgasen las carnes o en un Casanova tartamudo. Lógicamente, el plantel habitual de cada director era muy distinto. Por ejemplo, el actor fetiche de Ozu, Chishu Ryu, fue un hombre escuchimizado de apariencia distraída, melancólica y afable. En contraposición, el máximo colaborador de Kurosawa era de presencia ruda, físico envidiable y mirada terrorífica. Hablo de Toshiro Mifune. Los que le conocieron coinciden en que era un hombre tímido y cordial, lo que no quita que tuviese un fuerte carácter. Durante la guerra, se encaró ante un instructor militar que atormentaba a los nuevos reclutas y lo desafió a pelear con los puños desnudos. Era el hombre ideal de Kurosawa. Por estas fechas el director nipón también hacía gala de su carácter. Quizás mientras que Mifune estaba amenazando al instructor Kurosawa estuviese preparándose para lanzarle un plato de arroz a la cara a un administrador de la Toho. La historia es muy sencilla. En esta época de escasez, la compañía daba de almorzar al equipo. Tras una semana comiendo lo mismo, Kurosawa fue a reclamar una dieta más variada. El ejecutivo encargado aceptó la protesta y prometió un cambio. No hace falta añadir qué compromiso había sido desatendido cuando Kurosawa, cuenco de arroz en mano, apareció en el despacho del administrador.
Sincero y para nada adulador, Kurosawa siempre elogió vehementemente a Toshiro Mifune. Afirmaba que en un solo gesto conseguía expresar lo que a otro actor japonés le supondrían tres. Tantos halagos obtuvo este actor de su parte como Setsuko Hara de Ozu, quien la consideraba la actriz más brillante de Japón. Pero para que su actuación sobresaliera era vital que estuviese bien dirigida, lo que no siempre ocurría. Pocos directores estimulaban sus virtudes y muchos se obcecaban en que representase un papel fuera de su alcance. Uno de los que patinaba era Kurosawa, con quien Hara trabajó tan solo en dos ocasiones. Son sus seis colaboraciones con Ozu las que han inscrito su nombre en la historia del séptimo arte, particularmente Primavera tardía, Comienzos del verano (1951) y Cuentos de Tokio (1953), agrupadas a veces bajo el nombre de La trilogía de Noriko. Si bien no guardan relación entre sí, en todas se distingue un personaje esperanzadoramente humanitario, la Noriko que interpreta Hara.
Ozu no solo escogía a sus actores en función de sus dotes interpretativas, sino también por lo que irradiaban como personas. Creía que la disposición humana de cada actor se refleja siempre en la pantalla. Para cualquier actriz es muy difícil interpretar a Noriko, un papel que exige transmitir bondad sin rezumar falsedad. Pero da la sensación de que a Hara no le supone ningún esfuerzo. Quizás Ozu tenía razón y la franqueza que desprende Noriko se debe esencialmente a la personalidad de la actriz. Menos afortunada está en las películas de Kurosawa, donde no es capaz de alcanzar exitosamente el dramatismo desmesurado que se le exige.
El estilo de los maestros no solo era opuesto en su concepción del individuo como ente particular sino que también difería en la relación de los personajes con su entorno. Los protagonistas de Kurosawa se nutren de sí mismos mientras que los de Ozu exigen la presencia de otros. Al primero le interesan los rasgos peculiares de un individuo, al segundo su vínculo con un colectivo –familia, trabajo, sociedad, etcétera-. Los personajes de Kurosawa son insólitos, los de Ozu ordinarios. Este último presenta en su filmografía a trabajadores comunes, estudiantes o amas de casa. Kurosawa a diestros espadachines, enfermos de cáncer o perturbados. A su tendencia a mostrar lo excepcional se une la independencia de sus personajes, quienes anteponen sus intereses personales al bien colectivo, lo que no ocurre en las películas del otro maestro. El cine de Kurosawa es individualista, el de Ozu no. Pero tampoco es lo opuesto. Sus películas son una especie de documental de la sociedad japonesa, documental que transcurre desde 1927 hasta 1962. Si tradicionalmente Japón ha sido un país donde lo colectivo primaba sobre lo individual, tras la revolución Meiji en 1868 y la apertura del país a influencias extranjeras este ideal comienza a derrumbarse, intensificándose su decadencia tras la Segunda Guerra Mundial. El cronista Ozu percibe esta transformación y la plasma en sus películas. Es decir, expone de forma honesta el incremento del individualismo en un país donde aún predomina el tradicional ideal colectivo. Esto no lo hace como crítica o alabanza, sino con mirada objetiva. Si Ozu aún viviese creo que haría películas individualistas.
Con buen ojo y sutileza cinematográfica también mostró la novedosa rebeldía de los jóvenes, la colosal influencia americana en la sociedad japonesa o la emancipación de la mujer. Todos estos detalles subyacen en películas cuyo argumento gira en torno a la familia. De igual forma que no todos sus integrantes tienen similar autoridad, el poder social de unas familias difiere con respecto a otras. Esta idea se puede apreciar claramente en He nacido, pero… (1932). Los protagonistas son dos críos que consideran que el poder se personifica en la figura de su padre. Él es quien toma las decisiones familiares y el que les regaña. Sin embargo, también es el bufón del director de su empresa. Cuando los niños se enteran pierden el respeto hacia su progenitor. Por otro lado, Kurosawa también se interesó en la realidad social de su época, aunque no expuso la descomunal transformación que sufría el país con respecto al Japón tradicional. Filmó la pobreza de posguerra, la corrupción, la bajeza de la prensa amarilla o el temor al peligro nuclear.
En Los siete samuráis, las decisiones de los experimentados espadachines tienen que ser autorizadas por el anciano de la aldea –culto a la vejez– mientras que en Buenos días (1959) la abuela es considerada un estorbo. Curiosamente, el anciano de la primera película muere tras negarse a dejar su casa –¿lo tradicional? – mientras que la anciana de la segunda es la única persona del vecindario que consigue espantar a un atrevido vendedor. ¿Tradición o modernidad? ¿Apariencia o realidad? ¿Defensa o crítica? Solo me queda una cosa por decir: pasen y vean.