Pablo Escobar, como el mío Cid
A ritmo de vallenato, Pablo Escobar sigue ganando batallas treinta años después de su muerte; como un Cid Campeador en versión caribeña.
Según ocurre en nuestro Continente amnésico y macondiano que rehúsa sepultar a sus personajes nefastos y beatifica a los más infames dictadores, el feudo antioqueño del bandido pasó la página de sus crímenes y continúa rindiendo culto a quien, dicha sea la verdad, sacó a Medellín del anonimato mientras repartía migajas de la fortuna narcohabida.
Una de las empresas más pintorescas fue la millonada que invirtió en su Arca de Noé, un parque zoológico en su hacienda de Puerto Triunfo, con casi dos mil especies exóticas que entraron de contrabando en Jumbos especialmente fletados desde Estados Unidos y Brasil tras burlar los controles aduanales a punta de billetes y de picardías tan ingeniosas como sustituir las piezas de mayor valor con bichos locales más ordinarios y con asnos grises pintarrajeados las hermosas cebras del Serengeti.
Especial atención merecieron a Escobar los hipopótamos, cuyo arribo desparejado obligó a una operación adicional a fin de procurar de emergencia una rolliza compañera para sus retozos acuáticos al macho que llegó solitario, con el resultado sorprendente que tres decenios más tarde tiene de cabeza a las autoridades colombianas; como una mamadera de gallo de ultratumba.
El 3 de diciembre de 1993, a los 44 años de edad, Pablo Escobar fue abatido mientras intentaba huir de su escondrijo en Medellín, y algunos animales murieron y otros fueron trasladados después que las autoridades entraron a la hacienda Nápoles – como la bautizó en homenaje a Al Capone- y mientras tanto, los hipopótamos escaparon a la chita callando, sorprendentemente invisibles a pesar de su corpulencia, en las aguas del rio Magdalena que tal vez les recordaban su hábitat africano.
Y allí siguen el centenar de vástagos de aquella pareja inicial, devenidos especie invasora que amenaza la biodiversidad de la región y plantea un quebradero de cabeza para el gobierno, angustiado porque tan intenso es su entusiasmo reproductor que a la vuelta de ocho años serían más de 400 y 1500 dentro de veinte, afectando zonas de humedales y ecosistemas protegidos al devorar 200 kilos de comida diariamente necesarios para saciar un peso de hasta tres toneladas.
La solución más radical propuesta por un grupo de expertos sería la drástica eliminación de los animales, que provocó el rechazo de grupos ambientalistas cuyas sugerencias van desde la castración y esterilización de los ejemplares hasta su devolución a las selvas originales o su distribución en los zoológicos colombianos; como el caso del pequeño Raimy, que resultó en 2018 una bendición para un parque a las afueras de Bogotá, que languidecía por la ausencia de visitantes.
La ministra del ambiente ha levantado roncha, mientras tanto, al sugerir la protección a rajatablas de los hippopotamus amphibius (su nombre científico), en contra de los datos aportados por especialistas del potencial destructivo, involuntario desde luego, al incrementar con sus deyecciones las bacterias responsables de la proliferación de algas con efectos negativos en la pesca ribereña o al desalojar especies endógenas en su competencia por la comida y el espacio vital.
En suma, mientras florece el comercio ilegal de los retoños y crece el riesgo de que las comunidades locales opten por solucionar el problema a plomo limpio, el tema ha devenido político y sobre todo inoportuno en un país con otros de mayor agudeza, por lo que pareciera práctico e incluso rentable concentrar a los robustos animales en un coto cerrado del Magdalena y asociarlo a las andanzas otoñales de una mítica pareja de García Márquez para sacar partido turísticamente a la herencia envenenada del narcotraficante.
Varsovia, marzo de 2023.