Palestina: Estado en papeles, cárcel en la práctica
Setenta años de resoluciones y tratados no han cambiado la realidad en Gaza, Hebrón y Cisjordania
En septiembre de 2025, el mundo presenció un hecho histórico: más de 150 países reconocieron oficialmente a Palestina como Estado soberano. Mientras tanto, un pequeño grupo de naciones, encabezado por Estados Unidos e Israel, se negó a sumarse.
La paradoja es inmediata y palpable: en los despachos y mapas internacionales, Palestina existe como Estado; mientras que, en Gaza, Hebrón y Cisjordania, millones de palestinos siguen atrapados en bloqueos, restricciones y violencia cotidiana. La diplomacia avanza sobre el papel, pero la realidad en el terreno permanece inmóvil. Este reconocimiento es un triunfo político y simbólico, pero también un recordatorio brutal: la paz no se consigue con resoluciones ni discursos.
El trasfondo de esta paradoja se remonta décadas atrás. Desde la Resolución 181 de 1947, que proponía dividir Palestina en dos Estados, la comunidad internacional ha buscado equilibrar justicia histórica y geopolítica. Guerras, desplazamientos masivos y la expansión constante de asentamientos erosionaron esas promesas. En 1988, tras la declaración unilateral de independencia de la OLP, más de 70 países reconocieron a Palestina; en 2012, la ONU le otorgó el estatus de Estado observador no miembro, abriéndole las puertas a organismos como la UNESCO y la Corte Penal Internacional. Sin embargo, la vida cotidiana de los palestinos, muy poco cambió: Gaza continúa bajo bloqueo y pobreza extrema, Hebrón enfrenta toques de queda intermitentes, y Cisjordania ve cómo su territorio se fragmenta por asentamientos y carreteras segregadas.
Hoy, más de tres cuartas partes de los Estados miembros de la ONU reconocen a Palestina. Países europeos que hasta hace poco dudaban, España, Irlanda, Francia, finalmente dieron el paso. En América Latina, casi todos formalizaron su apoyo, consolidando un bloque regional que desafía el alineamiento tradicional con Washington.
Pero el reconocimiento sigue siendo parcial: Estados Unidos mantiene su veto en el Consejo de Seguridad, bloqueando la plena membresía de Palestina en la ONU, mientras que Israel, aunque cada vez más aislado diplomáticamente, conserva respaldo militar y estratégico. La legitimidad existe en los mapas; la soberanía, en el terreno, sigue siendo una meta lejana.
Vale señalar que no es la diplomacia la que fracasa en sí misma, sino los Estados que la manipulan según los intereses de sus gobiernos de turno. La ONU, creada hace más de ocho décadas para prevenir conflictos y garantizar la paz, se ha visto limitada porque quienes deciden, los presidentes y jefes de gobierno, utilizan sus foros y resoluciones más como instrumentos de poder que como mecanismos de solución. Así, la diplomacia queda atrapada en discursos solemnes, mientras en el terreno persisten ocupación, violencia y desigualdad.
El reconocimiento refuerza la legitimidad de la Autoridad Nacional Palestina, pero la división con Hamas limita su capacidad de gobernar y de traducir la diplomacia en cambios concretos. A nivel regional, varios países árabes han normalizado relaciones con Israel a través de los Acuerdos de Abraham, priorizando intereses estratégicos y económicos sobre la solidaridad histórica con Palestina. Ese giro genera tensiones internas y evidencia cómo la legitimidad simbólica de Palestina se enfrenta a los intereses reales de seguridad y poder.
En el plano global, las grandes potencias marcan la diferencia. Estados Unidos insiste en que todo avance debe surgir de negociaciones bilaterales, mientras que Rusia y China utilizan la coyuntura para cuestionar la hegemonía occidental y presentarse como defensores del derecho internacional. La Unión Europea se mantiene dividida entre quienes reconocen a Palestina y quienes prefieren alinearse con Washington. El resultado es claro: Palestina gana respaldo diplomático, pero la ocupación permanece intacta y los derechos de su población siguen en suspenso.
Para Palestina, el reconocimiento amplía su legitimidad internacional y fortalece su capacidad de presión en organismos multilaterales, aunque la eficacia de estas instancias es limitada mientras no se traduzca en cambios sobre el terreno. Para Israel, representa un creciente aislamiento diplomático y cuestionamiento internacional a su política de asentamientos y ocupación. Aunque mantiene el respaldo estratégico de Estados Unidos, su imagen se deteriora en Europa y América Latina.
Como diplomático de carrera durante más de tres décadas, creo profundamente en la diplomacia como herramienta para prevenir guerras, tender puentes y construir consensos. Sin embargo, también estoy claro en que, en los actuales escenarios del sistema internacional, la diplomacia enfrenta límites cada vez más evidentes.
El multilateralismo se debilita, los vetos paralizan organismos que deberían garantizar la paz, y las potencias utilizan las instituciones globales como campos de disputa antes que como espacios de solución. En ese contexto, un reconocimiento diplomático puede ser un paso simbólicamente importante, pero no necesariamente transforma la vida de los pueblos si no va acompañado de voluntad política real, de control efectivo del territorio y de garantías básicas de seguridad y dignidad para la población.
Más allá de la geopolítica, el reconocimiento encierra un valor profundo. Jurídicamente, convierte a Palestina en un sujeto pleno del derecho internacional, capaz de firmar tratados y exigir responsabilidades legales. Humanamente, es un acto de dignidad: afirma que millones de palestinos no son invisibles y que su sufrimiento no puede reducirse a “daños colaterales”.
Reconocer a Palestina no significa relativizar la Shoá. El Holocausto, que costó la vida a seis millones de judíos entre 1941 y 1945, cimentó la necesidad histórica de un Estado judío y sigue siendo una herida universal. Pero esa memoria no puede convertirse en excusa para negar derechos fundamentales a otro pueblo. El reconocimiento envía un mensaje inequívoco: no habrá paz duradera mientras una de las partes permanezca condenada a la invisibilidad política.
Mirando hacia el futuro, los escenarios son inciertos. Uno es que la presión internacional impulse negociaciones serias hacia una solución de dos Estados. Otro es la perpetuación del statu quo: un Estado reconocido en la ONU, pero sin soberanía efectiva y con una población atrapada en la frustración. También existe la peor posibilidad: que esa frustración desemboque en nuevas espirales de violencia, prolongando un ciclo de siete décadas. Y, en un registro surrealista, no faltan propuestas como la de Donald Trump, quien sugirió convertir Gaza en un balneario turístico con hoteles y spas de lujo, una visión que trivializa el drama humanitario y revela hasta qué punto algunos líderes interpretan el conflicto en clave de negocio y espectáculo, pero ojo, esa propuesta sigue agarrando fuerza.
El reconocimiento de Palestina constituye, sin duda, un hito histórico y un triunfo diplomático. Pero la legitimidad simbólica no garantiza paz ni derechos plenos para millones de palestinos, de lo cual surgen preguntas que interpelan no solo a los gobiernos, sino también a las sociedades:
- ¿Puede un Estado existir diplomáticamente mientras carece de control real sobre su territorio?
- ¿Hasta qué punto el reconocimiento internacional es justicia histórica y hasta qué punto geopolítica?
- ¿Qué futuro le espera al mundo si persiste la brecha entre legitimidad simbólica y realidad política?
- ¿Cuándo comenzará la política a traducirse en vida digna y soberanía real?
En definitiva, el reconocimiento internacional de Palestina es un avance innegable, pero si no se traduce en soberanía real y en derechos efectivos, corre el riesgo de convertirse en un espejismo diplomático: un triunfo en los discursos y en los mapas, pero vacío en la vida cotidiana de millones de personas. Ningún Estado puede sostenerse solo en papeles y ceremonias; la verdadera legitimidad nace cuando la política se convierte en seguridad, libertad y dignidad para su pueblo.
En tal sentido me surge una nueva pregunta: ¿cuándo comenzará la política a traducirse en vida digna y soberanía real?